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El integrismo de libre mercado ha contaminado discursos y argumentarios. Fuerza el gesto en campaña para enardecer a los más devotos, aunque el principio de realidad desmienta sistemáticamente su propaganda

Foto: Elecciones en Tirana, Albania, el pasado mes de mayo. (Reuters/Florion Goga)
Elecciones en Tirana, Albania, el pasado mes de mayo. (Reuters/Florion Goga)

Las campañas electorales siempre tienen efectos secundarios. He ahí la presidenta de la Comunidad de Madrid afirmando hace semanas que la idea de justicia social era un invento de la extrema izquierda. Sin miramientos. La mayoría abrumadora que ha cosechado debería hacer reflexionar a cierta izquierda desnortada: algo se estará haciendo muy mal cuando la inmensa mayoría de los votantes de Ayuso lo son a pesar de no poder permitirse un solo recorte más en el Estado social. Llama la atención la deriva de cierta derecha hegemónica, especialmente la presuntamente heredera de la democracia cristiana, que se encuentra a las puertas de considerar la encíclica Rerum novarum y el conjunto de la doctrina social de la Iglesia como artefactos antisistema. Ni rastro tampoco de los moldes del liberalismo más depurado, el de pensadores como Stuart Mill, férreo defensor de un muy progresivo impuesto de sucesiones. Hoy, cualquier tímida pretensión redistributiva es censurada como socialcomunista.

El integrismo de libre mercado ha contaminado discursos y argumentarios. Fuerza el gesto en campaña para enardecer a los más devotos, aunque el principio de realidad desmienta sistemáticamente su propaganda. Tenemos un ejemplo reciente en la pandemia: las democracias liberales abogaron, en diferentes grados, por medidas muy restrictivas de las libertades individuales, con la justificación de salvaguardar el bien común en peligro, la salud pública amenazada. En tiempos de pandemia, el único orden espontáneo que se mantuvo vigente fue el de la expansión del virus; todo lo demás respondió a diferentes versiones de la planificación. También en los presuntos paraísos de la libertad.

En el caso de Albania, la transición del Este desde los escombros del totalitarismo no fue hacia ningún edén terrenal

La profesora de Teoría Política en la London School of Economics y escritora de origen albanés, Lea Ypi, ha publicado recientemente en España sus aclamadas memorias. En Libre, la autora reflexiona sobre los diferentes conceptos de libertad, en un prodigioso libro que comienza bajo la caída del comunismo en Albania. Sin escatimar críticas a un sistema político con enormes deficiencias y notable brutalidad, Ypi ha incomodado con sus conclusiones políticas a los feligreses de la fe hoy imperante: la que ha sacralizado el mercado —no a través de una defensa racional del mismo, así como de una buena regulación pública y un correcto diseño institucional, sino por medio de una hagiografía acrítica de su versión desregulada— con un dogmatismo que recuerda a los modos que antaño se utilizaron para reverenciar las dictaduras de partido único. No es ambigüedad, como han señalado algunos, sino reflexión crítica sobre lo alejados que seguimos hoy de sistemas políticos que garanticen ese hermoso principio republicano: la libertad de todos.

Como bien ha afirmado la autora, en el capitalismo "solo se emancipan unos pocos". Al contrario de lo que algunos de sus más fervientes defensores sostienen, la transición del Este desde los escombros del totalitarismo —en el caso de Albania, un país extremadamente pobre, aunque con una cierta noción de solidaridad y de igualdad dentro de esa miseria— no fue hacia ningún edén terrenal. La apertura política fue teledirigida por instancias internacionales a través de principios ideológicos pertenecientes al otro extremo del péndulo dogmático (con frecuencia, con idénticos moldes fundamentalistas, en los razonamientos y las justificaciones). Se llevó a cabo una enorme estafa piramidal con la liberalización impuesta, abocándose a la descomposición social del país y a una transición repleta, de nuevo, de pobreza y desigualdad. En efecto, los sistemas de libre mercado no purifican las viejas cárceles en que devinieron los despotismos de partido único, pero han servido para el levantamiento de otros muros, erigidos sobre los escombros del presunto fin de la historia. Los otros muros, frecuentemente blanqueados por una propaganda de la que no tiene ya exclusividad el Estado —sino que es más plural, pero no por ello menos asfixiante por cuanto convergen en su difusión importantes intereses económicos—, se levantaron una vez cayó el muro de Berlín y se produjo el desplome del Este.

La libertad, si nos tomamos en serio esa hermosa palabra, no puede configurarse como una proclama formal

Son los muros que refleja con precisión Ken Loach en su magistral Sorry we missed you. Los muros de una tiranía, aunque quizá más refinada en su envoltorio formal, especialmente implacable a la hora de conculcar los derechos fundamentales más esenciales de las personas. Así quedan retratadas en aquella película las vidas de sujetos sometidos a un sistema económico que los esclaviza y devora: un repartidor, falsamente ungido por su jefe-explotador como empresario, que se ve obligado a trabajar bajo las nuevas reglas de la uberización, soportando un marco horario y un nivel de presión infinitos, sometido a la tiranía de la aplicación móvil que le impide desconectar y disfrutar de descanso semanal o de vida privada, obligado a endeudarse de forma salvaje para pagarse la furgoneta; unos medios de trabajo que ya ni siquiera corren a cargo de la empresa. Su mujer, una cuidadora a domicilio, igualmente sometida a la precarización de las plataformas, al cruel emborronamiento de los límites entre una relación laboral mercantilizada y una vida personal cada vez más invivible. La paradoja del capitalismo no solo es que, en nombre de la libertad, con frecuencia destruye las condiciones de posibilidad para el ejercicio de la misma; sino también que, invocando los derechos individuales, el derecho a la intimidad personal y a la vida privada frente al Gran Hermano estatal, termina por sí mismo disolviendo la frontera entre lo público y lo privado, convirtiendo las vidas privadas en escaparates vulnerables a la centrifugadora sin fin en que deviene el sistema económico capitalista, bulímicamente focalizado en el lucro privado. Todo ello en el marco de la inexistencia de cualquier equilibrio entre capital y trabajo, periclitado el añejo pacto de posguerra entre ambos.

La libertad, si nos tomamos en serio esa hermosa palabra, no puede configurarse como una proclama formal. Como tampoco el resto de derechos de ciudadanía. Sin atender a las estructuras económicas, a la distribución de la propiedad o las concentraciones de capital, los derechos corren el serio riesgo de ser papel mojado, inservible en términos reales. Sin condiciones materiales garantizadas, íntimamente relacionadas con la dignidad de las personas, la libertad se convertirá en un mero trampantojo. Esa es la advertencia de Lea Ypi, socialista vacunada contra viejas y nuevas tiranías. Entre todos los elementos iluminadores de su pensamiento, destaca a mi juicio una reflexión esencial a favor de las ideas universalistas e ilustradas. No son ellas las que debe repudiar la izquierda, sino el sistema económico que impide su realización. Y una advertencia ulterior contra involuciones identitarias: "La izquierda, al retirarse a la trinchera de la identidad, abandona la lucha por la emancipación. La idea de atrincherarse en una identidad a expensas de, o en conflicto con otras es alienante respecto a esa aspiración universalista". Sin duda, hay que tomar nota.

*Guillermo del Valle es abogado y director de El Jacobino

Las campañas electorales siempre tienen efectos secundarios. He ahí la presidenta de la Comunidad de Madrid afirmando hace semanas que la idea de justicia social era un invento de la extrema izquierda. Sin miramientos. La mayoría abrumadora que ha cosechado debería hacer reflexionar a cierta izquierda desnortada: algo se estará haciendo muy mal cuando la inmensa mayoría de los votantes de Ayuso lo son a pesar de no poder permitirse un solo recorte más en el Estado social. Llama la atención la deriva de cierta derecha hegemónica, especialmente la presuntamente heredera de la democracia cristiana, que se encuentra a las puertas de considerar la encíclica Rerum novarum y el conjunto de la doctrina social de la Iglesia como artefactos antisistema. Ni rastro tampoco de los moldes del liberalismo más depurado, el de pensadores como Stuart Mill, férreo defensor de un muy progresivo impuesto de sucesiones. Hoy, cualquier tímida pretensión redistributiva es censurada como socialcomunista.

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