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¿Votar siempre al mal menor? Ahora es un poco más difícil
Vivimos en otra era: la del bibloquismo. Tenemos dos bloques, de derechas e izquierdas, formados a su vez por dos partidos cuyos votantes se mueven más entre los partidos de su bloque que entre bloques
Los columnistas, los periodistas y los ciudadanos más politizados tienden a ver las elecciones en términos de adhesión. Para muchos de ellos, la política es una obsesión y un deber. Sin embargo, para el resto de los ciudadanos, las elecciones son algo muy distinto. El elector medio raramente vota con entusiasmo. Y suele hacerlo por lo que considera el mal menor: el candidato que cree que va a hacer menos daño al país. O, simplemente, el que cree que, en caso de que tenga que verle todos los días en las noticias, le pondrá de menos mal humor.
Esto no tiene nada de malo. En los tiempos en los que había menos polarización, generaba lo que hoy es una especie a proteger: el votante infiel que saltaba de partido en partido dependiendo de las circunstancias. Esto era particularmente efectivo en tiempos de bipartidismo, y aseguraba la posibilidad de la alternancia.
Pero ahora vivimos en otra era: la del bibloquismo. Tenemos dos bloques, de derechas e izquierdas, formados a su vez por dos partidos cuyos votantes se mueven más entre los partidos de su bloque que entre bloques. Es cierto que, según las encuestas, en las elecciones del 23 de julio el PP podría obtener 700.000 votos de exvotantes del PSOE. Y que es posible que estemos iniciando un tímido y parcial regreso al bipartidismo: en estas elecciones, los dos grandes partidos tradicionales pueden obtener entre los dos casi un 60% de los votos, frente a las elecciones de 2019, en que no alcanzaron ni el 50% juntos. Pero, aun así, seguimos en una dinámica muy distinta de las elecciones de 2011, las últimas de la era previa.
Más difícil de identificar
Y eso altera el enfoque del mal menor. En las próximas elecciones uno no debe decidir si este lo encarna el PSOE o el PP, sino qué coalición con un partido radical —Sumar o Vox— es más tolerable. Esto no molesta a los votantes más fieles: el del PSOE se siente cómodo con que su partido pacte con las múltiples encarnaciones de la izquierda dura. Y, el del PP, con que este lo haga con Abascal. Además, aunque esto está cambiando un tanto en la derecha, la estrategia de la polarización de los dos bloques pasa sistemáticamente por movilizar y fidelizar al votante propio, y no tanto por seducir al votante del otro bloque.
De modo que, para el votante del mal menor (yo, aunque columnista, soy uno de ellos), la elección es un poco más difícil. Ya no se trata de escoger entre dos partidos razonablemente anclados en el centro, sino entre dos compañeros de viaje tendentes al extremo. Ya no se trata de dar por sentado que si gana el partido al que votas te decepcionará inevitablemente en algunos aspectos de su gestión, sino de que su socio menor propugnará desde el primer día medidas que te causan un profundo rechazo. Ya no se trata de decidir que un partido es un poco menos malo que el otro, sino de asumir que se aliará con uno más pequeño que te parece casi exactamente igual de malo que el pequeño con el que se aliaría el otro.
Como siempre, pero distinto
A una parte importante de esos votantes poco entusiastas les parecería que una gran coalición, o un Gobierno del partido más votado mediante la ayuda puntual del segundo, sería la encarnación del mal menor. Pero eso no va a suceder. Debemos tenerlo claro: los esfuerzos de Felipe González y otros miembros de su generación en ese sentido solo conducen a la melancolía. Como lo hace desear la existencia de un nuevo partido centrista que se resigne a ejercer de bisagra. Los resultados de las elecciones del 23 de julio tendrán muchos elementos coyunturales. Pero incluso cuando Pedro Sánchez deje de ser presidente, o Alberto Núñez Feijóo abandone el liderazgo del PP si no logra serlo, el bibloquismo va a seguir con nosotros y los gobiernos de coalición intrabloque van a ser la norma. Se han convertido en algo estructural de la política española y no va a cambiar a medio plazo. En ese sentido, el destino político de España se va a ir pareciendo cada vez más al de los países de Europa en los que se forman coaliciones de un mismo color político, pero con varios tonos de radicalidad (Italia, Suecia), y no al de aquellos en los que se forman coaliciones entre distintos colores (Alemania, Dinamarca).
Los programas económicos de Sumar y Vox son, básicamente, pensamiento mágico. Ambos, obsesionados con las políticas de la identidad
Esta es la realidad, y los partidarios del mal menor debemos ser muy realistas. Hay que optar entre un Gobierno con unos pocos ministros de izquierda radical o uno con dos o tres de derecha autoritaria. Es la clase de decisión que muchos votantes no querríamos tener que tomar, pero es lo que vamos a encontrarnos en unos cuantos ciclos electorales más. Los programas económicos de Sumar y Vox son, básicamente, pensamiento mágico. Ambas son formaciones obsesionadas con las políticas de la identidad. En un pasado reciente, muchos de sus líderes pensaban que iban a superar y sustituir al PSOE y al PP, respectivamente; ahora saben que son solo muletas de estos, lo que en ocasiones les sume en la resignación y, en otras, en la ira. No son socios con los que uno iría voluntariamente demasiado lejos. Pero ahora mismo son parte estructural de la política española y el único motivo de esperanza, que confiesan por igual cargos intermedios del PSOE y el PP, es que son un tanto ingenuos y que no es difícil controlar sus espasmos de radicalidad; basta con darles unos cuantos premios de consolación.
Eso puede ser cierto, pero ya hemos visto el daño que ha hecho Unidas Podemos con dos leyes malas y una constante dedicación a generar ruido. Algo parecido hará Vox. Y debemos acostumbrarnos a ello. Frente a quienes son capaces de entusiasmarse con alguna oferta electoral, creo que el mal menor es lo que define mejor la democracia. Pero es cierto que ahora este es más difícil de identificar que nunca.
Los columnistas, los periodistas y los ciudadanos más politizados tienden a ver las elecciones en términos de adhesión. Para muchos de ellos, la política es una obsesión y un deber. Sin embargo, para el resto de los ciudadanos, las elecciones son algo muy distinto. El elector medio raramente vota con entusiasmo. Y suele hacerlo por lo que considera el mal menor: el candidato que cree que va a hacer menos daño al país. O, simplemente, el que cree que, en caso de que tenga que verle todos los días en las noticias, le pondrá de menos mal humor.
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