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Francia: el colapso de la ciudad y el fin de la modernidad
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Fernando Caballero Mendizabal

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Francia: el colapso de la ciudad y el fin de la modernidad

Mientras los centros de las ciudades celebran la diversidad y los logos de las boutiques y los bancos se adornan con la bandera arcoíris, en las periferias más deprimidas se cuecen juntos los parados de larga duración y los fracasos escolares

Foto: Dispositivo de seguridad por las protestas tras la muerte de un joven a manos de la policía en Francia. (EFE/Olivier Matthys)
Dispositivo de seguridad por las protestas tras la muerte de un joven a manos de la policía en Francia. (EFE/Olivier Matthys)

La gravedad de lo ocurrido en Francia nos coloca frente a un espejo al que llevamos mucho tiempo sin querer mirar. Nos muestra por enésima vez que la utopía multicultural de la Europa abierta y próspera es poco más que una entelequia reducida a barrios con rentas superiores a los 25.000€. Lugares donde las diferencias se celebran como parte de un catálogo de exotismos estéticos y culinarios. Pero a pocos kilómetros, la frustración sustituye a la esperanza y los ideales toman caminos inesperados.

Mientras los centros de las ciudades (y del sistema) celebran la diversidad y los logos de las boutiques y los bancos se adornan con la bandera arcoíris, en las periferias más deprimidas se cuecen juntos los parados de larga duración, los fracasos escolares de hijos de inmigrantes, las viviendas sociales deterioradas y sin presupuesto, la intolerancia religiosa, el machismo, la homofobia, la drogadicción, la criminalidad y un largo etcétera. Ese caldo de cultivo es el que genera la lucha entre el segundo más pobre contra el más pobre, y quienes lo sufren se desvinculan de unas ciudadanías abstractas, para buscar cobijo dentro de tribus concretas. Este caldo de cultivo está corroyendo Europa desde sus entrañas. En Bélgica, Suecia, Dinamarca, Alemania, Italia o España, el proceso comenzó más tarde y la violencia no ha estallado todavía, pero el problema se parece bastante.

El final de una época

En Francia, este "separatismo" no es nuevo. Lleva casi medio siglo fraguándose una auténtica bomba de relojería que socava la esencia misma de su República, y hoy amenaza con destruir el concepto de "libertad, igualdad y fraternidad". Como decíamos, esto empieza a ocurrir también en España, al igual que en otros países de Europa, justo cuando ya hay segundas y terceras generaciones de "ciudadanos" de origen extranjero.

Incluso en su cine, este "¿qué nos está pasando?" es ya uno de los temas recurrentes. De hecho, merece la pena comentar tres películas recientes que lo abordan desde perspectivas políticas y culturales completamente distintas. Atención, spoilers.

La más nueva, Athena (2022) que le viene como un guante a lo que estamos viendo. Rodada por Romain Gavras, hijo del célebre director Costa Gavras, tiene el tufo de cine academicista de clase alta, de niño bien con conciencia social y una aún mayor preocupación estética. Nos muestra un estallido social digno de una guerra civil en una banlieue guetificada, donde un chico de origen argelino ha sido asesinado por unos supuestos policías. La película, parece una premonición de lo ocurrido en Nanterre. Sin embargo, en la película, tanto en el incidente original como en la batalla a base de fuegos artificiales (¿estarán imitándola ahora?) son un ejercicio de pirotecnia sensacionalista que conllevó tras su estreno, una cascada de bajas de Netflix en Francia. La película muestra la visión elitista de una sociedad partida. Un videoclip, rodado en plano secuencia, donde se empatiza al mismo tiempo con la tragedia humana que se vive en la barriada y con la postura del Estado y sus fuerzas de seguridad. Los dos "bandos enfrentados" (la República) azuzados por una extrema derecha a la que ni siquiera se le pone rostro ni se le conocen sus motivaciones. ¿total, para qué? tan solo son la segunda fuerza más votada.

Foto: Disturbios cerca de París por la muerte del joven. (Reuters/Gonzalo Fuentes)

A la versión melenchonista se le suma la propuesta macronista, propia del idealismo banal de la otra mitad de las élites. Es la secuela Dios mío, que te hemos hecho ahora donde las hijas urbanitas de un abogado conservador de provincias se casan respectivamente con un chino, un judío, un argelino y un marfileño. Un chiste, vaya. La pretendida comedia de enredo es un ridículo alegato en favor del actual presidente. Una infame lobotomía cerebral que incluye un mensaje perverso: Francia existe, está fuera de la ciudad, si quieres abandonar los problemas materiales y huir de una sociedad fragmentada y que ya no reconoces, sal de París. Si lo haces descubrirás la Francia eterna, la que no ha dejado de disfrutar del buen el queso, el vino y los embutidos. Ahí la comida kosher y halal son un exotismo inocuo y no una causa de conflicto. "Ignora, pues los problemas…", y por supuesto y aunque quede implícito por las pintas de los protagonistas, la coletilla final: "…si te lo puedes pagar".

Por último, una película mucho más cruda: BAC Nord (2021), que molesta a todos y fue tachada de lepenista; nada más lejos de la realidad. Es la historia de un fracaso colectivo. Beirut en Marsella. La historia real de cómo empapelan a tres policías que intentan desmantelar una red criminal en otro de esos enormes guetos de hormigón con los medios legales e ilegales a su alcance, y todo ello con la connivencia de las autoridades, desde el comisario central, pasando por el prefecto, hasta llegar al ministro del Interior Manuel Valls.

Auge y final de la Ilustración

Son varias cosas las que nos muestran las tres películas. El protagonismo del contexto urbano, los barrios de bloques de vivienda social degradada, o la relación entre la ciudad y el campo. Pero por encima de todas está el fracaso de la República y el lento desmoronamiento del concepto moderno de Nación. Francia fue la cuna de la modernidad. Esa idea empirista del progreso material constante, que creó allí, por primera vez en Europa, una república de ciudadanos libres e iguales. Los burgos se convirtieron en ciudades y sus habitantes, en ciudadanos. Hoy, en cambio, es el lugar donde la ciudad y el ciudadano colapsan. El gasto social se desborda, las sucesivas crisis inflan la deuda y reducen los presupuestos, los barrios se deterioran y sus habitantes comienzan a organizarse por su cuenta y a defenderse (por ahora mayoritariamente con los votos) los unos de los otros.

El embrión de este deterioro lleva tres generaciones gestándose. Desde Mayo del 68 se desanda el camino de la modernidad. Camino que comenzó hace más de seis siglos, se consolidó hace dos, y que lleva medio siglo siendo impugnado.

En el continente europeo, el primer éxodo rural fue el de la nobleza. Ahogados por deudas, los nobles abandonaron sus tierras y a sus súbditos, sustituyendo su paternalismo protector por la indiferencia del capataz administrador. Se establecieron en los burgos y se casaron con los burgueses snobs (sine nobilitas), con dinero y ávidos de formar parte de la aristocracia.

Los burgos libres y el campo se autoadministraban y fiscalizaban de forma casi independiente

Mientras, los reyes rompían el pacto de ser unos primus inter pares para monopolizar el poder en sus territorios, que se irían conformando en esos constructos informes llamados estados y naciones. Las cortes habían dejado de ser itinerantes, se habían establecido capitales y residencias reales lúdico-administrativas en terrenos de caza propiedad de la corona; prudentemente separadas del campo y de la ciudad como Versalles, Aranjuez, Windsor o Potsdam. Conforme la nobleza se desentendía de sus responsabilidades y funciones, el sistema de equilibrios del feudalismo fue degenerando y la relación entre el administrador y el administrado se redujo a la abstracta y burocrática tabla de contabilidad.

La burocracia necesita burós, oficinas con normas, codificación y enciclopedias. Oficinas que se encuentran necesariamente en las ciudades. Y así la tendencia en su favor se acrecienta poco a poco. A finales del siglo XVIII la ciudad, y el ciudadano, ganan la batalla en Francia. Ahí se desencadena la modernidad, esa lógica cartesiana que había luchado a lo largo de cuatro siglos por superar los pesos y contrapesos que el mundo rural había tejido a lo largo y ancho de Europa. Los burgos libres y el campo se autoadministraban y fiscalizaban de forma casi independiente, pero ahora sería la ciudad la que administraría toda la nación.

Fue la época en la que se sacó a cientos de miles de personas de las 'bidonville' para ser recolocados en esas colmenas de las periferias

Francia es la quintaesencia de la derrota del campo, republicanizado a sangre y fuego, convertido en una pieza de museo subvencionada, con nombres de accidentes geográficos que reducen su identidad a las denominaciones de origen y a bucólicos mercadillos de delicatesen para el disfrute de los urbanitas en sus excursiones a los castillos del Loira, cuyos dueños, su patrimonio y sus nombres, antes conocidos por todos sus súbditos, se ocultan hoy bajo sociedades anónimas.

Guiando al resto de Europa, el dirigismo centralista del moderno estado social francés tuvo su momento de gloria tras la Segunda Guerra Mundial. A lomos de las fábricas, los gobiernos construían grandes autopistas y complejos habitacionales lecorbusianos que cambiarían para siempre la imagen de nuestras ciudades. Fue la época en la que se sacó a cientos de miles de personas (venidas del campo) de las bidonville, los enormes poblados chabolistas parisinos, para ser recolocados en esas colmenas de las periferias.

placeholder Poblado chabolista de Nanterre, justo donde están sucediendo los conflictos. Al fondo el palacio de congresos de La Defense.
Poblado chabolista de Nanterre, justo donde están sucediendo los conflictos. Al fondo el palacio de congresos de La Defense.

Entonces liberadoras, hoy alienantes cajas de hormigón que convirtieron a sus habitantes en cobayas de gigantes experimentos de ingeniería social y urbana. La modernidad industrializada sacó a la gente del barro, sí, pero al precio de convertirlas en un número estadístico dentro de la rueda deshumanizadora de las economías de escala. Y es que gracias al carbón y el acero se crearon los bloques de pisos del suburbio de postguerra, que consolidaron la clase media europea. La gran obra física de la modernidad democratizadora francesa, que hoy es el escenario de las películas y de los conflictos que narran la decadencia de la Ilustración.

placeholder Bloques de realojamiento de Nanterre, hoy en día.
Bloques de realojamiento de Nanterre, hoy en día.

El contrato social durante esos "treinta gloriosos" (las tres décadas de crecimiento que siguieron a la Segunda Guerra Mundial) consistió en que los trabajadores renunciaban a la revolución a cambio de unas condiciones laborales estables que les permitiesen acceder a bienes y servicios. Pero una vez comprados el piso, la tele, la nevera y el coche, comenzaron las devaluaciones internas. La factura de construir todos esos barrios debía abonarse justo cuando el petróleo comenzó a escasear, a la par que los beneficios se reducían. El modelo comenzó a renquear y ser cuestionado a finales de los años 60, con los francos nuevos, la derrota en Argelia, las teorías críticas y la postmodernidad.

Sin embargo, se podía estirar el chicle; lo que había dejado de ser válido para los hijos universitarios de quienes habían huido del campo europeo, todavía tendría una generación y media de aceptación en quienes huían del campo africano.

Modernidad vs. tradición

Pero el campo africano no estaba modernizado. Su población seguía dentro de las estructuras tradicionales de clanes, tribus, madrazas y patriarcados. Salvo para las élites urbanas, que medraron durante la colonización francesa, la idea de ciudadanía era inexistente e inoperativa. Una marcianada.

La falta de liquidez llevó al gobierno de Pompidou a "premiar" a los obreros que habían cortocircuitado las revueltas de Mayo del 68, con la importación de más y más trabajadores de las recién independizadas colonias africanas, para que compitieran a la baja con sus salarios. A ellos se añadieron luego los programas de reunificación familiar, donde estos trabajadores "baratos" trajeron a sus mujeres y formaron sus familias en el momento en que la natalidad empezaba a decaer.

Una vez en Francia, las desigualdades y la segregación urbana por clases han servido para que esas instituciones premodernas que traían consigo, fueran los únicos mecanismos de refugio y protección colectivos de que disponían. Donde además, la religión pasaba a tener un papel protagonista dado que era el punto en común de gentes pobres y desarraigadas.

El Frente Nacional es, al menos entre la clase trabajadora, la reacción conservadora occidental frente la reacción tradicionalista islámica

Ante el salvavidas de la tradición, la cara que les ofrece la modernidad ilustrada y secular son las colas, el desprecio y la impiedad del gris funcionariado estatal.

El modelo se ha agotado cuando los hijos europeos de los inmigrantes africanos han crecido lo suficiente para entender que no son ni de un sitio ni de otro. Entienden su posición social en el moderno engranaje nacional: aspirar a ser trabajadores precarios. Hoy, estos chavales, que engrosan el lumpen más vulnerable, son el primer plato en la rueda de la destrucción creativa. Por eso reaccionan ante los que tienen más. ¿Fue eso lo que vieron los madridistas que asistieron el año pasado a la final de la Champions en Saint Denis?

Y por eso, el Frente Nacional es, al menos entre la clase trabajadora, la reacción conservadora occidental frente la reacción tradicionalista islámica de sus vecinos. Una lucha por la plaza del más pobre en el bote salvavidas. Y ambas reacciones son opuestas a la revolución postmoderna vigente desde Mayo del 68. No protestan contra una sociedad rígida, ordenada y mecánica, sino contra una sociedad líquida, relativista y hostil que, en el caso de los hijos de los inmigrantes, nunca fue la suya y que simplemente los ve como el excedente de un recurso humano barato, almacenado en un fondo de saco.

Y aquí es donde la izquierda falló. El idealismo esteticista, la pirotecnia ideológica, el puritanismo y la buena voluntad, han sustituido al crudo día a día que impone la realidad material en la que sobreviven buena parte de sus ya exvotantes. Una realidad gris, compleja e inestable que no tolera más las utopías que las clases altas le intentan imponer al precariado.

¿Es Francia nuestro futuro?

¿Y ahora qué? Francia, cuna de la modernidad, puede ser también su tumba y nuestro futuro. Nos muestra como el "separatismo" al que se enfrenta su República, es el resultado de un motor urbano que se gripa. El problema no se queda solo en que unos cuantos radicalizados quemen coches en los disturbios de una periferia o cometan un atentado terrorista. El problema es que si colapsa la ciudadanía colapsará la modernidad. Si la ciudad se convierte en un conjunto de guetos económicos y culturales incomunicados, las relaciones e interdependencias entre centro y periferia, que todo sistema complejo necesita, se cortan. Y con ellas, el ascensor social se para: las clases se convierten en estamentos, los territorios en feudos, y las corporaciones en soberanos de tus deudas.

Y vamos de cabeza hacia allí. Al compás de la novena sinfonía de Beethoven, tanto el progresismo de izquierdas como el liberal, han decidido ignorar al elefante blanco: la no integración de los inmigrantes de religión islámica y el consiguiente hartazgo del precariado nacional, al que empujan hacia la extrema derecha. Y así encadenan derrotas y sorpresas amargas sin querer entender lo que les pasa.

Foto: Ataque con arma blanca en Annecy, Francia: heridos al menos cuatro niños y un adulto (Reuters/Denis Balibouse)

Después de estos disturbios, lo que quedará es una sociedad más lepenizada y una república agotada en las ciudades. El progresismo urbano (antiguo adalid de la modernidad y del ciudadano) no conecta ya con la mayoría de sus habitantes. Su lógica de separarnos por identidades, destruye la idea de ciudadanía. Y los ha llevado a no ser capaces de aunar los intereses y la voz de los precariados nacional e inmigrante. Hoy ya es tarde, y aquí como en Francia, esa misma lógica disgregadora y antimoderna que defienden con vehemencia desde los ministerios, y que busca juzgarnos por nuestro origen y condición, y no con la igualdad que impone la ciudadanía, es la que aprovechan los reaccionarios, porque es la suya.

"En Francia han apuñalado niños en parques infantiles, asesinado a profesores, violan a 64 mujeres todos los días y hace nada secuestraron, violaron y descuartizaron a una niña de 12 años. Nadie quemó nada".

Por eso, igual que se ha hablado de una Europa de varias velocidades, podríamos hablar de ciudadanías de varias velocidades. Dinamarca ya lo está probando en distritos de las afueras de Copenhague, declarados oficialmente como "guetos", donde sus habitantes —principalmente inmigrantes y refugiados— tienen derechos limitados y obligaciones extraordinarias, como enviar a sus hijos a cursos de "asimilación" cultural danesa. Es decir, al haber fracasado la integración caso a caso, se impone la asimilación generalizada, rompiendo así los principios de libertad e igualdad ante la ley.

España no es Francia; por ahora. Pero el problema de nuestros vecinos, con una parte importante de su sociedad a la cual no han sabido integrar, puede ser también el nuestro. Y desde luego no pinta bien. La activista saharaui Násara Lahdih lo denunciaba hace poco con precisión: "algo está fallando cuando la segunda generación de los que proceden de contextos islámicos, no se siente parte de la política nacional".

Para evitar acabar como Francia, o peor aún, como Dinamarca, quizá deberíamos actuar pronto en nuestras periferias y en nuestras fronteras. No será bonito, pero, si no, vencerá la mano dura.

La gravedad de lo ocurrido en Francia nos coloca frente a un espejo al que llevamos mucho tiempo sin querer mirar. Nos muestra por enésima vez que la utopía multicultural de la Europa abierta y próspera es poco más que una entelequia reducida a barrios con rentas superiores a los 25.000€. Lugares donde las diferencias se celebran como parte de un catálogo de exotismos estéticos y culinarios. Pero a pocos kilómetros, la frustración sustituye a la esperanza y los ideales toman caminos inesperados.

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