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¿Reflejan nuestras elecciones la voluntad popular?

Nuestra respuesta es que no, sea el que sea el Gobierno que se acabe formando. Tres son los principios que echamos, a este respecto, en falta

Foto: Vista de una pila de votos por correo pendientes de contabilizar en un colegio electoral. (EFE/Javier Etxezarreta)
Vista de una pila de votos por correo pendientes de contabilizar en un colegio electoral. (EFE/Javier Etxezarreta)

¿Podemos considerar los resultados del 23-J expresión de lo que desean los ciudadanos para su propio bienestar, prosperidad y satisfacción vital? Nuestra respuesta es que no, sea el que sea el Gobierno que se acabe formando. Tres son los principios que echamos, a este respecto, en falta:

1) La autonomía de conciencia de los elegidos. Los partidos políticos son paquetes cerrados de posicionamientos —en su mayor parte, completamente previsibles— sobre todos y cada uno de los asuntos que atañen a la vida de los ciudadanos. Durante cuatro años, los diputados y senadores deberán expresarse y votar, en las cortes generales, según la doctrina o credo concluido que implica la marca que encabezaba la lista en la que figuraba su nombre. ¡Dime de qué color son sus siglas y te diré que va a opinar en cada asunto! Incluso cuando, en la última década, se han intentado otras experiencias con las llamadas plataformas, espacios políticos o partidos asamblearios, todos han acabado asemejándose, en la práctica, a los partidos tradicionales.

El artículo 67 de la Constitución establece —en contraste con los regímenes preconstitucionales— que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”; esto es, que los diputados y senadores tienen libertad de voto y, en la toma de decisiones, no están obligados a seguir las instrucciones de sus partidos o sus electores. Según nuestra carta magna, los miembros de las Cortes Generales deben votar de acuerdo con su propia conciencia y criterio, y no bajo la presión de sus siglas políticas u otros grupos de interés.

Foto: La exvicepresidenta del Gobierno y diputada del PSOE, Carmen Calvo, durante un acto contra la violencia de género. (EFE/Celia Agüero Pereda)

2) Listas abiertas. Los partidos actuales representan a la perfección la palabra que los describe: facción. Partido es el participio de partir o dividir la sociedad, en lugar de unirla dentro de su diversidad. La función y mérito de los partidos debería estar en su capacidad de cohesionar a la pluralidad social, pues esta es ya, de suyo, un hecho sociológico y no requiere mayor intensificación por parte de los partidos.

Esta rémora se debe, en gran medida, a nuestra ley electoral. Se debería reformar el sistema y eliminar las listas cerradas para que los votantes pudieran elegir, no a marcas o siglas, sino a personas. Hay, incluso, interesantes propuestas sobre el denominado voto preferencial, que permitiría a cada elector asignar un orden de preferencias en su papeleta. Según algunos estudios, ello permitiría una expresión más fidedigna de la voluntad popular e impactaría en una mejor distribución de los escaños.

Es de sobra conocido el teorema de Arrow, que demuestra matemáticamente que cuando el ciudadano no puede hacer su propia lista a la carta, escogiendo de cada programa las propuestas con las que se identifica, se produce una paradoja. Si en unas elecciones son mayoría, pongamos por caso, los votantes que prefieren los partidos de derechas a los partidos de centro, así como los votantes que prefieren el centro a los partidos de izquierdas, se daría la paradoja de que en el resultado final ganarían los que prefieren la izquierda a los que prefieren la derecha.

Foto: Donald Trump, elegido persona del año por la revista 'Time'. (Reuters) Opinión
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Las listas cerradas implican, además, un problema añadido: su confección es motivo de batallas encarnizadas entre las distintas facciones y familias dentro de cada partido.

3) La supresión del principio de candidatura. Las candidaturas son un elemento aún más problemático que los dos anteriores, si cabe, por cuanto degeneran en una ofensa a la capacidad de buen juicio y raciocinio del ciudadano debido a un puñado de tretas mercadotécnicas con el único propósito de ganar. Es una forma más de frivolizar, en una sociedad líquida, el sagrado acto de elegir críticamente por parte de unos ciudadanos que pueden dilucidar, por sí solos, quienes serían los gestores más preparados para gobernarles.

Obliga a los políticos a venderse, sacrificando a menudo sus propios principios y valores, ya que poco les importa el bien común si este no genera buenas expectativas en las encuestas. Los partidos se ven en la necesidad de modificar el comportamiento ciudadano, alterando sus opiniones a través de complejos métodos de persuasión y manipulación que estudiamos en psicología social. Al fin y al cabo, ¿qué es una candidatura, sino la intervención en el proceso electoral para modificar los resultados?

Foto: Celebración de Alberto Núñez Feijóo tras conocer el resultado de las elecciones. (Reuters/Juan Medina)

De ahí que ganen siempre las elecciones los candidatos que tienen mejor aparato propagandístico o dan con un mejor márquetin, eslogan o mensaje político, en lugar de los expertos y sabios cuya vocación de servicio desinteresado a la sociedad sea palmaria en su trayectoria profesional. Lo que en cualquier ámbito profesional nos hace abominar en la política actual es la norma: los actores son, a un tiempo, juez y parte, por cuanto los candidatos hablan de sus propios méritos, y no precisamente remitiéndose a opiniones ajenas. Imaginemos a un médico, maestro o abogado diciendo a sus clientes que es el mejor en lo suyo porque lo dice él; y que sus colegas son malos profesionales.

La psicología ha mostrado hasta qué punto el acto mental de postularse corrompe y degrada a la persona; la sume en el egocentrismo, la soberbia y la falta de empatía; la hace más sesgada, agresiva y desleal con respecto de la verdad; y acaba por desconectarla de la realidad.

La eliminación del principio de candidatura propiciaría, además, una participación más activa y consciente de los votantes.

*Arash Arjomandi es profesor de Filosofía en la UAB y Rosa Rabbani, psicóloga social, premio Equidad-Diferencia de la Generalitat de Cataluña.

¿Podemos considerar los resultados del 23-J expresión de lo que desean los ciudadanos para su propio bienestar, prosperidad y satisfacción vital? Nuestra respuesta es que no, sea el que sea el Gobierno que se acabe formando. Tres son los principios que echamos, a este respecto, en falta:

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