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Democracia de consenso o tiranía de la minoría
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Eloy García

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Democracia de consenso o tiranía de la minoría

En nuestro modelo constitucional, la democracia es de consenso y no de mayoría, ni siquiera relativa

Foto: Un votante elige su papeleta para las elecciones generales. (EFE/Sergio Pérez)
Un votante elige su papeleta para las elecciones generales. (EFE/Sergio Pérez)

Advertía Manuel Azaña que en Madrid era harto peligroso soltar tonterías porque arraigaban más que las acacias del Retiro. Y si eso se decía en los años veinte del pasado siglo, cuando la política española rebosaba cultura y conocimiento, podemos imaginar lo que será hoy que los iletrados se han apoderado del escenario público fascinando a una masa de falsos alfabetizados que repiten a pie juntillas las barbaridades que constantemente lanzan opinadores, figuras mediáticas y sabios de cualquier ralea.

Para constatarlo, baste un ejemplo. Se dice con rotundo desparpajo que los españoles elegimos directamente nuestros gobernantes en las urnas. Que las elecciones dan la mayoría para gobernar y que, por consiguiente, no respetar la lista más votada supone traicionar la voluntad popular y atacar la democracia misma. Pues no, craso error, o al menos no es esa la idea de democracia que informa nuestra Constitución, por mucho que sea el remedio que señala la Loreg para garantizar la gobernabilidad de los ayuntamientos cuando no existe otro remedio (art. 196.3 C)1, esto es, cuando no hay manera de fraguar un consenso mayoritario y no cabe recurrir a la disolución automática que dispone el art. 99.5 CE para las Cortes Generales. Y no lo es porque en nuestro modelo constitucional la democracia es de consenso y no de mayoría, ni siquiera relativa. En el régimen democrático español el consenso es la regla y no la excepción, porque el gobierno de la mayoría relativa al que se acude como último extremo, lo es por defecto y solo resulta de la imposibilidad de alcanzar un consenso mayoritario (art.99.3 CE).

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Una sociedad es democrática cuando se considera y actúa como propietaria del poder político, cuando comprende que los gobernantes son solo fiduciarios obligados a rendir cuentas (accountability). En una democracia nunca se hace dejación de lo público, aunque su gestión se confíe a representantes, porque la acción política siempre es algo colectivo. La democracia y su gobierno van mucho más allá de las elecciones, como acredita el magnífico libro de Achen y Bartles Democracia para realistas (2016). Lo que implica también que existen diferentes modelos estructurales de democracia en función de las distintas culturas políticas nacionales, siendo la nuestra una democracia del consenso, y lo repito, porque esto es justamente lo que amenaza con desintegrarse en España.

En una democracia del consenso, las elecciones son una fotografía destinada a reflejar parlamentariamente el sentir político de la sociedad y nunca —salvo que medie una mayoría tan absoluta como la de 1982 y ni aun así del todo— generan un mandato directo para gobernar prescindiendo de la minoría constitucional, que es aquella que se mueve en el marco de la Constitución. Las elecciones permiten conocer qué piensa la sociedad y comportan un mandato para consensuar acuerdos. Esta es una responsabilidad indeclinable para los elegidos, algo que a menudo se olvida en España. Pero consensuar no significa decidir. En el consenso se acuerda y se construye una voluntad nueva que integra todas las existentes que renuncian temporalmente a su creer para integrarse en otra de la que participan relativamente.

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Por el contrario, decidir es imponer el criterio que surge de la suma aritmética de votos. En nuestra democracia se consensúa cuando se aprueban leyes orgánicas (art. 81.2 CE), se eligen magistrados del Tribunal Constitucional (art. 159.1 CE) o vocales del Consejo del Poder Judicial (aart. 122.3 CE) y en general en todas aquellas ocasiones en que se discute algo transcendental. En nuestra democracia, no se puede gobernar sin consensuar en mayor o menor grado con los partidos del arco constitucional, que son aquellos que mantienen su lealtad a la Constitución. Es una de las características estructurales de la Constitución española que forjan su identidad democrática.

Esa regla del consenso presidió nuestra vida política desde la Transición hasta comienzos de siglo, incurriendo —bien es cierto— en un importante vicio: su formalización y vaciamiento sustancial, que determinó que con el paso del tiempo la simulación tomara el relevo al debate de los contenidos, permitiendo que la lógica del poder se impusiera a la lógica de la política. El progresivo deslizamiento por el sendero de una simulación reforzada por la técnica virtual desembocó casi en un colapso de nuestro modelo democrático cuando un terremoto hizo que estallara todo. La crisis financiera de 2008 se cebó en los partidos tradicionales, castigándolos en regla proporcional directa a su exposición al consenso (empezando por Convergencia) y dio lugar a nuevas fuerzas renovadoras extrasistema o intrasistema, con las que intentaron consensuar los partidos sobrevivientes de ámbito nacional. No fue tarea fácil porque personajes como Rivera demostraron que no habían entendido nada. Pero lo más grave se produjo cuando, siguiendo el precedente marcado por el presidente Zapatero en la frustrada reforma del estatuto catalán, el Partido Socialista construyó sus consensos fuera del arco constitucional, mientras los populares se demostraron incapaces de romper esa dinámica ofreciendo consenso en las comunidades autónomas que dominaban.

Esa tiranía de una minoría que decide e impone sus (minoritarios) postulados políticos es lo que los españoles acaban de rechazar en las urnas

El resultado fue una anomía democrática: el consenso gubernamental se obtuvo fuera del arco constitucional, es decir, con los partidarios de destruir la Constitución y sustituir sus definiciones. Un ejercicio supino de ignorancia democrática que además contaminó ideológicamente a un PSOE que más que un proyecto político era ya una estructura de poder. Esa contaminación anticonstitucional y esa tiranía de una minoría que decide e impone sus (minoritarios) postulados políticos es justamente lo que los españoles acaban de rechazar en las urnas en julio, movilizados, unos, por el temor al independentismo y, otros, por la amenaza que representa Vox. Y la cuestión a que nos enfrentamos consiste en determinar si después del 23 de julio los dos partidos de mayoría relativa van a continuar organizando sus consensos fuera del arco constitucional o, por el contrario, comprenderán finalmente que se les elige para consensuar desde la Constitución y con la Constitución cuantas medidas sean necesarias. Para ello tienen que hacer dos cosas, rearmarse intelectualmente y determinar cuáles son los puntos que exigen reformas consensuadas. Proceder de otro modo situará a nuestra democracia en el camino hacia el abismo, en un momento en que de Europa no viene estabilidad, sino muy inciertas brumas.

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

1Dice el 196.1.c. “Si ninguno de ellos obtiene dicha mayoría, es proclamado alcalde el concejal que encabece la lista que haya obtenido mayor número de votos populares en el correspondiente municipio. En caso de empate se resolverá por sorteo”. Ilustrativa a nuestros efectos es la última mención al azar, se trata de encontrar un remedio ante la ingobernabilidad.

Advertía Manuel Azaña que en Madrid era harto peligroso soltar tonterías porque arraigaban más que las acacias del Retiro. Y si eso se decía en los años veinte del pasado siglo, cuando la política española rebosaba cultura y conocimiento, podemos imaginar lo que será hoy que los iletrados se han apoderado del escenario público fascinando a una masa de falsos alfabetizados que repiten a pie juntillas las barbaridades que constantemente lanzan opinadores, figuras mediáticas y sabios de cualquier ralea.

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