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Eloy García

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La papeleta del Rey

El enfrentamiento no obedece a la rivalidad de la lucha de clases, ni a la presión desatada por una emigración inasimilable, sino que tiene su origen en la disputa por el botín

Foto: El rey Felipe VI durante la recepción de este lunes en el Palacio de la Zarzuela. (EFE/Mariscal)
El rey Felipe VI durante la recepción de este lunes en el Palacio de la Zarzuela. (EFE/Mariscal)
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La políticamente cada vez menos madura opinión española asiste inerme desde hace tiempo a los estragos de una guerra que opone a adversarios que se odian y que no solo bloquea los acuerdos imprescindibles para permitir el funcionamiento de las instituciones, sino que incluso sabotea descaradamente la comunicación imprescindible para sostener el juego democrático. Un colosal dislate que llega al colmo, cuando se constata que el enfrentamiento no obedece a la rivalidad de la lucha de clases, ni a la presión desatada por una emigración inasimilable, sino que tiene su origen en la disputa por el botín y sus sinecuras, esto es por aquello que en una nación cercana llaman “la mermelada”. Y es que —advertía Weber— el conflicto del poder tiene habitualmente un componente indigno de lucha por conquistarlo y por alimentar al séquito que permite mantenerlo. Un componente que las ideas transforman éticamente cuando introducen esa dimensión de interés general que en democracia hace de la política la razón del poder.

Hubo un momento que la sociedad española percibió lo desideologizado y mezquino de nuestro conflicto parlamentario y contestó volviendo la cara a los contendientes tradicionales para apoyar nuevos partidos. Surgieron entonces los Podemos, Ciudadanos e incluso Vox y con ellos un deseo de regenerar la política y la promesa de hacerla más responsable, de politizar el conflicto de manera que (art. 6 CE) lo que estuviera en liza fueran diferencias sustanciales acerca de cómo enfrentar el hacer colectivo.

Foto: Felipe VI, junto al presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)

Pero todo aquello fracasó. Y, ante ese fracaso, constitucionalmente solo quedan algunas instituciones neutrales que continúan desempeñando su rol democrático. No son muchas, la Corona una de ellas. Tal vez porque no hay más remedio —porque la condición de parte del presidente del Congreso lo impide—, el Rey tiene en sus manos cortar el embrollado nudo gordiano en que se ha convertido la “proposición del candidato a la presidencia del Gobierno” del art. 99 CE, en un momento en el que o no hay mayoría clara o la que se puede construir resulta por natura contra constitucional. Ello no quiere decir que sea fácil. La tarea que tiene en sus manos el Rey es una papeleta susceptible de enfadar a Tirios y Troyanos que, a su vez, son incapaces de resolver la situación que ellos mismos provocan, acudiendo a la lógica del consenso.

La misión del monarca, que debe procurar resolver la papeleta con la menor ofensa posible (un objetivo clave en política), tiene tres aspectos.

1. Recibir del presidente del Congreso la información sobre la composición de la Cámara y abrir consultas para conocer las intenciones de los grupos con representación parlamentaria. Al Rey no le corresponde de ningún modo construir el consenso, ni sugerir combinaciones, sino escuchar neutralmente las composiciones de situación que se hacen los diferentes grupos y sopesar su mayor o menor veracidad para obrar en consecuencia.

Recibir del presidente del Congreso la información sobre la composición de la Cámara y abrir consultas para conocer las intenciones

Al Rey le compete facilitar la comunicación política entre rivales (que no se hablan) en aras a obtener un candidato verosímil, es decir, el nombre de la persona que plausiblemente pueda resultar investida, y en este punto su tarea debe estar presidida por un escrupuloso respeto a la igualdad de chance. No puede dar ventaja a nadie, entendiendo por ello conferir a un candidato un privilegio u oportunidad de partida que a la postre le depare la presidencia del Gobierno a través de un sendero torticero de la voluntad del parlamento, aunque, al mismo tiempo, se encuentre obligado a hacer cuanto esté en su mano para facilitar la elección democrática del presidente. Un damero escurridizo cuando se miden pesos moleculares distintos: el mayor número relativo de votos de Feijóo con las presumibles mayores posibilidades de respaldo parlamentario de Sánchez.

Para llegar a alguna conclusión, el monarca deberá haber sopesado meticulosamente con anterioridad todos los datos sobre la posición de los grupos acerca de quien se encuentra en mejor condición para obtener la investidura por mayoría absoluta (176 diputados) o simple (más votos a favor que en contra), ya que a quien le corresponda presentarse a la investidura le compete también automáticamente determinar la envergadura del consenso en que va a apoyar su gobierno y, en consecuencia, elegir entre hacerlo de forma más estable o más débil.

Foto: El Rey recibe al PNV como parte de la ronda de consultas para la investidura. (EFE/Sebastián Mariscal Martínez)

2. Sobre esos datos, el Rey podrá ofrecer al Congreso una propuesta que no es su candidato personal y que no se encuentra obligado a seleccionar desde el primer momento, nada más se haya constituido el Congreso. En este punto, le corresponde al monarca la apreciación, o de otro modo, la Administración del Tiempo. La única exigencia seria es que el resultado sea un candidato viable, y esa viabilidad, que puede variar de momento a momento, es precisamente la que marca el instante de la propuesta.

Así pues, cuando al monarca se le niega la información necesaria, y puesto que no hay nadie que pueda irrogarse la representación de los que no quieren estar representados, lo más lógico sería esperar hasta que la situación se aclare y, mientras tanto, no formular propuesta alguna, dando cuenta pública de las razones de la no propuesta. Una variante de esta opción sería pedir a uno de los candidatos que explorase parlamentariamente sus propias opciones sin conferirle realmente encargo, en el entendimiento que el resultado final del petitum contendrá la información necesaria para proceder a la encomienda formal o a la renuncia voluntaria del propio candidato.

Al Rey le corresponde solo proponer el candidato a la investidura, no conocer de su programa, ni por supuesto discutirlo

3. En el tenor literal del art. 99.2 CE, al Rey le corresponde solo proponer el candidato a la investidura, no conocer de su programa, ni por supuesto discutirlo y otorgarle la confianza reservada al Congreso. Y es sumamente importante tener presente este discernimiento, porque significa separar la persona del candidato del programa que defiende, no en lo que se refiere a la adquisición definitiva de la condición de presidente, pero sí en lo que hace a la definición de las tareas que competen estrictamente al monarca. Aviso a navegantes.

Eloy García es catedrático de Derecho Constitucional.

La políticamente cada vez menos madura opinión española asiste inerme desde hace tiempo a los estragos de una guerra que opone a adversarios que se odian y que no solo bloquea los acuerdos imprescindibles para permitir el funcionamiento de las instituciones, sino que incluso sabotea descaradamente la comunicación imprescindible para sostener el juego democrático. Un colosal dislate que llega al colmo, cuando se constata que el enfrentamiento no obedece a la rivalidad de la lucha de clases, ni a la presión desatada por una emigración inasimilable, sino que tiene su origen en la disputa por el botín y sus sinecuras, esto es por aquello que en una nación cercana llaman “la mermelada”. Y es que —advertía Weber— el conflicto del poder tiene habitualmente un componente indigno de lucha por conquistarlo y por alimentar al séquito que permite mantenerlo. Un componente que las ideas transforman éticamente cuando introducen esa dimensión de interés general que en democracia hace de la política la razón del poder.

Rey Felipe VI