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El art. 92 de la Constitución: la enmienda Solé Tura
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El art. 92 de la Constitución: la enmienda Solé Tura

Temía Solé Tura que, de mantenerse la redacción originaria, el referéndum abrogativo derivase en resquicio por el que se pudiera colar una vía espuria para destruir la Constitución en nombre del pueblo

Foto: Ejemplar de la Constitución española. (EFE)
Ejemplar de la Constitución española. (EFE)

Quien, espoleado por esa curiosidad intelectual que es rasgo habitual del hombre culto, se sumerja en el detalle de la redacción del art. 92 CE, descubrirá que, a diferencia de lo sucedido con la mayoría de los preceptos constitucionales, obra comandita de los siete ponentes constituyentes, su redacción tuvo un protagonista individual que de manera deliberada —tal vez para que la posteridad pudiera invocar sus argumentos atándolos a su nombre— asumió la paternidad de su redacción, Jordi Solé Tura. Inicialmente previsto en el borrador de Constitución como mecanismo complementario del precepto que hoy disciplina la iniciativa legislativa popular —el pueblo promueve el derecho— y que se mantuvo incólume en el texto final (art. 87.3 CE), el inicial art. 92 CE contenía en su formulación originaria un referéndum abrogatorio de las leyes —el pueblo deroga el derecho— similar al recogido en la Constitución italiana, de donde había sido tomado. La enmienda Solé Tura reconvirtió radicalmente el precepto, de modo que de norma destinada a regular la libre iniciativa del pueblo en la abrogación de leyes pasó a ser algo muy distinto: una disposición dirigida a regular un referéndum consultivo que promueve el Ejecutivo. De ahí también su extravagante ubicación en un capítulo denominado “De la elaboración de las leyes”, dentro del título III dedicado a las Cortes Generales.

Foto: Reunión de la ponencia constitucional en el parador de Gredos. De i a d: Fraga, Roca, Solé Tura (tapado), los letrados Serrano Alberca y Rubio Llorente, Herrero de Miñón, Cisneros y Peces-Barba. (Archivo Serrano Alberca)

Para aquellos en quienes la desmemoria haya podido hacer presa, conviene recordar que Jordi Solé fue un eminente constitucionalista, maestro de prácticamente todos los catedráticos de Derecho Político de las universidades de la Barcelona de entonces —materia en la que se mostró lúcidamente innovador—, que se impuso como una suerte de líder moral de la izquierda capaz de transitar sin dogmatismo desde el comunismo al socialismo. En aquel momento, era el representante del PC que desde fuera de la ponencia constitucional se enfrentó en esta puntual cuestión a Manuel Fraga (líder de Alianza Popular), advirtiendo —y esa era su aspiración doctrinal— de que la espontánea intervención directa del pueblo no integraba un modelo superior de democracia (llamada de la identidad) absolutamente quimérica que se contraponía a la democracia parlamentaria de carácter electivo, sino que la única democracia aceptable era la representativa de partidos, en cuyo marco el art. 92 CE se configuraba como expresión del control que el pueblo-poder constituido ejercía sobre las demás instituciones del Estado, dentro siempre de la Constitución.

Temía Solé Tura que, de mantenerse la redacción originaria, el referéndum abrogativo derivase en resquicio por el que se pudiera colar una vía espuria para destruir la Constitución en nombre del pueblo. Una especie de caballo de Troya de la democracia que, bajo el armazón pueblo-poder constituido, pudiera encerrar en su vientre una parodia de poder constituyente destinada a metamorfosear un mecanismo de control constitucional en expresión plebiscitaria de una pretendida soberanía constituyente. Algo que ya había hecho Napoleón el chico en la II República francesa, cuando pretextando “salir de la legalidad para reentrar en el derecho”, trajo la dictadura del príncipe-presidente. Por eso el interés de Solé Tura en renunciar a la redacción inicial, y por eso también las cautelas del actual 92 CE: el referéndum lo convoca el Rey a propuesta del presidente, es consultivo y debe ser previamente autorizado por el Congreso.

El referéndum lo convoca el Rey a propuesta del presidente, es consultivo y debe ser previamente autorizado por el Congreso

Pero yendo a los hechos, la historia del uso práctico de este instituto, por mucho que hasta la fecha no haya rayado nunca en el riesgo de la contaminación plebiscitario-constituyente, ha sido suficientemente nefasto, cuando no bastante frustrante, como para desconocerlo. Nefasto fue el referéndum de la OTAN que además de para sustraer el compromiso contraído por Felipe González ante el cuerpo electoral —y obviar su responsabilidad política como sujeto electo— sirvió, primero, para que el PSOE se adentrara en los obscuros meandros de la financiación ilegal, toda vez que por entonces los referéndums carecían de financiación pública y hubo que obtener recursos por fuera y, segundo, para persuadir a los cachorros del fraguismo de que el liderazgo del patrón —que en un brinco mitad cómico, mitad patético defendió una abstención que implicaba bastante más que un guiño negativo a la OTAN— había sido fabricado para no llegar nunca al poder y puso las bases de la sustitución no solo personal sino ideológica, que se tradujo en José María Aznar y en la importación del ensueño neoliberal que tanto daño ha provocado en la política posmoderna.

Frustrante fue, asimismo, la ocasión en que se procedió a su convocatoria cuando la oposición de Francia malogró nuestro entusiasmo referendatario por la Constitución europea. E interesa traer a colación estos datos porque, en fechas todavía recientes, el art. 92 CE ha sido objeto de especulaciones académicas (que resultaría proceloso comentar en detalle aquí) que olvidan que las lecciones de los hechos aconsejan, si no prescindir para siempre de la institución, sí al menos tomar su uso con particular cuidado, procurando sobre todo no incurrir en desviaciones susceptibles de conectar con el populismo que amenaza la política democrática y que a través de esta vía puede llegar a aniquilar la idea misma de Constitución.

Foto: Pedro Sánchez en la sesión constitutiva de las Cortes Generales de la XV legislatura. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión

Y es que, si algo está degradando letalmente la democracia, es la pueril creencia posmoderna que hace de la política (al igual que de la vida) una casuística sin norma, una suma de hechos aislados, una retahíla de acontecimientos desconectados que se explican y justifican por sí mismos, y no en cumplimiento de reglas que señalan anticipadamente el camino para la acción. Como saben los que se dedican profesionalmente a su estudio, el origen de la Constitución en el siglo XVIII —cuando el término adquiere su significado conceptual actual— es la necesidad de imponer un orden a la política, de establecer un marco principal que encauce el operar cotidiano y que no resulte derrotado por el acontecer imprevisto. Se trataba —y aún se trata— de estabilizar la política, de constituir la política en torno a principios que ahormen normativamente la acción humana para que sea la razón y no los hechos la que disponga democráticamente nuestro decurso vital colectivo. Es la gran idea que inspira lo que Kant llamó Estado de derecho, y la que subyace tras la categoría del principio de legalidad: el hombre domina el devenir de la política desde una normativa democrática de principios que imponen su ley a la acción, y en ningún caso es dominado por ellos autoerigidos en juez de su propia viabilidad democrática.

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, durante un pleno del Congreso el pasado mes de abril. (EFE/Chema Moya) Opinión
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Y es que la tesis posmoderna que afirma el culto a los acontecimientos que se descuelgan día tras día como correctos, por solo ser nuevos, y de sucederse unos a otros en un torrente incomprensible de hechos en que la oportunidad de lo último borra el sentido y la explicación de lo anterior, es totalmente destructiva del juicio histórico que introduce la dimensión tiempo/norma para valorar objetivamente la acción y en el que a la postre se basan la Constitución y la política constitucional. De otro modo, la política constitucional no es una hilera de actos asilados, válidos por su propia oportunidad ocasional, sino el resultado de un obrar previsto de antemano por la mayoría democrática de la sociedad que establece las reglas que deberán seguir los actos. Reglas que requerirán una mayoría reforzada en la medida que afecten a las cuestiones constitutivas de la sociedad.

Todo esto lo ignora un referéndum proyectado como juez del caso, es decir, como mecanismo resolutorio de un determinado problema al margen de la regla general, que invoca la supremacía de la voluntad popular sobre una momentáneamente inadecuada legalidad constitucional. De proceder de ese modo, el golpe de Estado habría sustituido a la Constitución, y algo peor todavía, el plebiscito quedaría instalado en el sistema político como alternativa al gobierno representativo, de manera que el resultado estaría servido: el gobierno del golpe de Estado permanente. Un gobierno que apelaría al plebiscito para destruir la Constitución cuando la norma no le conviniera. ¿Hay alguien dispuesto a pagar ese precio?

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

Quien, espoleado por esa curiosidad intelectual que es rasgo habitual del hombre culto, se sumerja en el detalle de la redacción del art. 92 CE, descubrirá que, a diferencia de lo sucedido con la mayoría de los preceptos constitucionales, obra comandita de los siete ponentes constituyentes, su redacción tuvo un protagonista individual que de manera deliberada —tal vez para que la posteridad pudiera invocar sus argumentos atándolos a su nombre— asumió la paternidad de su redacción, Jordi Solé Tura. Inicialmente previsto en el borrador de Constitución como mecanismo complementario del precepto que hoy disciplina la iniciativa legislativa popular —el pueblo promueve el derecho— y que se mantuvo incólume en el texto final (art. 87.3 CE), el inicial art. 92 CE contenía en su formulación originaria un referéndum abrogatorio de las leyes —el pueblo deroga el derecho— similar al recogido en la Constitución italiana, de donde había sido tomado. La enmienda Solé Tura reconvirtió radicalmente el precepto, de modo que de norma destinada a regular la libre iniciativa del pueblo en la abrogación de leyes pasó a ser algo muy distinto: una disposición dirigida a regular un referéndum consultivo que promueve el Ejecutivo. De ahí también su extravagante ubicación en un capítulo denominado “De la elaboración de las leyes”, dentro del título III dedicado a las Cortes Generales.

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