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La razón de largo alcance por la que Puigdemont está tan satisfecho
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Ramón González Férriz

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La razón de largo alcance por la que Puigdemont está tan satisfecho

Es un hombre acosado por la paranoia y la sensación de que el independentismo en su conjunto no ha reconocido sus inmensos sacrificios para devolver la cuestión catalana al centro de Europa

Foto: Puigdemont en un acto en Bruselas. (EFE/Olivier Matthys)
Puigdemont en un acto en Bruselas. (EFE/Olivier Matthys)
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El pasado martes, mientras exponía sus exigencias para apoyar la investidura de Pedro Sánchez, Carles Puigdemont estaba visiblemente satisfecho. Después de seis años de marginación, vuelve a ser influyente en la política española. Si el PSOE concede una amnistía a los líderes independentistas que delinquieron en la organización del referéndum ilegal, puede volver a ser presidente de la Generalitat. Buena parte del mundo nacionalista, incluidos sus odiados adversarios de ERC, tendrá una deuda con él. Y si logra que el nuevo Gobierno autorice un referéndum prospectivo, podrá contar que, gracias a él, la independencia está un poco más cerca. Pero Puigdemont tenía otra razón para estar satisfecho. Una mucho más profunda.

De Carlomagno a Pujol

Desde su nacimiento, el nacionalismo catalán ha estado obsesionado con el encaje de Cataluña en Europa. Jordi Pujol insistía en los orígenes francos de Cataluña y en su pertenencia al primer gran proyecto de unión europea tras la caída de Roma, el Imperio Carolingio. En 1986 visitó Aquisgrán, la sede del poder de Carlomagno. Nadie le hizo mucho caso allí, pero acudió acompañado de multitud de periodistas catalanes que contaron el supuesto éxito de una conferencia en la que afirmó que, tras la entrada de España en la Comunidad Europea, Cataluña había vuelto a su casa: Europa. En 1992, Pujol hizo campaña en favor del Tratado de Maastricht en Francia, invitado por el partido de Valéry Giscard d'Estaing, un personaje clave en la integración europea. Una de las razones que Pujol esgrimió para apoyar el Gobierno de Aznar fue que España necesitaba estabilidad para cumplir con los requerimientos necesarios para que entrara en el euro. En cierto sentido, Cataluña estaba cumpliendo dos objetivos fundacionales del catalanismo: contribuir a la modernización de España y situarse a sí misma en el corazón del proyecto europeo.

Pero, poco a poco, los nacionalistas se dieron cuenta del enorme error de cálculo que habían cometido. Con la consolidación de la UE, y con la plena pertenencia de España a ella, estaban dejando de tener una interlocución directa con las verdaderas élites europeístas. Si querían influir en la burocracia o el liderazgo europeo, debían hacerlo por medio del Gobierno de Madrid. Pujol buscó caminos alternativos. Hasta se hizo elegir presidente de la Asamblea de las Regiones de Europa, un organismo poco relevante, pero que servía para transmitir al mundo nacionalista que Cataluña contaba. Pero no sirvió. Una parte de la élite barcelonesa sintió que eso hacía que el catalanismo perdiera sentido: ¿para qué servía influir en Madrid si las grandes medidas fiscales, monetarias o de estrategia económica se iban a tomar cada vez más en lugares como Bruselas o Frankfurt, en los que Cataluña, simplemente, no estaba?

"Un nou estat d'Europa"

Una de las razones por las que se puso en marcha el procés fue convertir a Catalunya en un "nou estat d'Europa" y devolverle la influencia que, sentían los nacionalistas, había perdido allí. En 2012, Artur Mas aseguró que el independentismo obraría con el mayor cuidado para no molestar a las instituciones europeas. "Cualquier decisión [respecto a la independencia de Cataluña] —dijo en septiembre de 2012— debe ser un proyecto europeo, de Unión Europea y de euro. No nos hemos vuelto locos". Pero el proyecto procesista fue de ruptura y la Unión Europea hizo lo que más podía irritar a los nacionalistas, y lo que confirmaba su sensación de que Cataluña no pintaba nada en Europa: dijo que el conflicto era un problema interno español. Durante años, los líderes europeos ni siquiera quisieron recibir a los políticos independentistas. El procés había conseguido lo contrario de lo que se proponía: Cataluña no solo no había obtenido una mayor influencia en Europa, sino que se había convertido en una molestia constante. Josep-Lluís Carod-Rovira, uno de los primeros ideólogos del procés, dijo explícitamente que la incapacidad del nacionalismo catalán para implicar a Europa en el procés estaba convirtiendo a los independentistas en euroescépticos: "Para quienes, con una ingenuidad tan catalana, habíamos puesto esperanzas en la UE, la decepción ha sido enorme".

La redención

Hasta que el martes pasado Puigdemont —cuyo alias en Twitter es "KRLS", el monograma con el que firmaba Carlomagno (Karolus)— sintió que su renovada relevancia puede redimir estos años de fracasos. Por supuesto, su postura en la negociación para la investidura de Pedro Sánchez se explica en parte porque pretende salvarse personalmente y quiere aumentar la influencia del independentismo en España. Pero su satisfacción se debe también a que ha visto una ventana de oportunidad para que Cataluña limpie su nombre y recupere el papel que los independentistas sienten que debe tener en Europa. Hacia eso apuntan todas sus condiciones. La amnistía supondría que las autoridades españolas reconocen ante las europeas que las sentencias del procés fueron culpa del autoritarismo español y el reaccionarismo de los jueces. La existencia de un mediador externo en las relaciones entre la Generalitat y el Gobierno de España significaría asumir que este necesita supervisión europea. Un posible referéndum sería la manera de aceptar ante la Comisión y los Gobiernos nacionales que los independentistas tenían razón desde el principio. El uso del catalán en el Parlamento Europeo impulsaría simbólicamente el viejo sueño de los nacionalistas catalanes de hablar en igualdad de condiciones con el resto de naciones de Europa.

En su comparecencia, Puigdemont repitió el argumento central del nacionalismo: "Cataluña es una vieja nación europea y ha sido atacada por las autoridades españolas desde 1714". Es un hombre acosado por la paranoia y la sensación de que el independentismo en su conjunto no ha reconocido sus inmensos sacrificios para devolver la cuestión catalana al centro de Europa. Pero ahora cree que puede llegar adonde no llegaron Pujol, Mas y los posteriores presidentes. La vía es poco elegante: que el futuro Gobierno español reconozca que la culpa de todo es, en efecto, del Estado español. Pero al nacionalismo catalán ya no le quedan muchas más esperanzas. La independencia sigue lejos. En realidad, la influencia en Europa, también. Pero aunque las tentaciones euroescépticas sean cada vez mayores, Puigdemont quiere intentarlo una vez más y siente que, con la nueva aritmética política española, puede conseguirlo. El nacionalismo catalán ha cambiado de objetivos. Los tradicionales consistían en contribuir a modernizar España y colocar a Cataluña en el centro de Europa. Ahora son hacer que España sea ingobernable y tratar de ponerla en evidencia ante el resto de Europa.

El pasado martes, mientras exponía sus exigencias para apoyar la investidura de Pedro Sánchez, Carles Puigdemont estaba visiblemente satisfecho. Después de seis años de marginación, vuelve a ser influyente en la política española. Si el PSOE concede una amnistía a los líderes independentistas que delinquieron en la organización del referéndum ilegal, puede volver a ser presidente de la Generalitat. Buena parte del mundo nacionalista, incluidos sus odiados adversarios de ERC, tendrá una deuda con él. Y si logra que el nuevo Gobierno autorice un referéndum prospectivo, podrá contar que, gracias a él, la independencia está un poco más cerca. Pero Puigdemont tenía otra razón para estar satisfecho. Una mucho más profunda.

Carles Puigdemont
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