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El traumático cambio generacional en la política española
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Ramón González Férriz

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El traumático cambio generacional en la política española

Es muy posible que a los jóvenes les preocupen mucho más cuestiones vinculadas a la moral, el consumo y los estilos de vida que los matices de la organización territorial del Estado

Foto: El expresidente Felipe González. (EFE/Raúl Caro)
El expresidente Felipe González. (EFE/Raúl Caro)
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Hay varias razones que explican por qué, en las últimas semanas, han emergido en la vida política española unos cuantos traumas difíciles de gestionar. La primera, y más evidente, tiene que ver con la política de alianzas de Pedro Sánchez y sus concesiones al nacionalismo catalán para ser investido presidente. Pero hay otra que durará más que las negociaciones con Carles Puigdemont o que una hipotética repetición electoral. Se trata del complejo recambio generacional que se está produciendo en España.

La generación de la Transición

Entre 1975 y 1982, la generación que protagonizó la Transición dio a España un sistema político democrático y estable. Además, durante un periodo mucho más largo, impulsó una profunda modernización de todos los aspectos de la vida pública. Gracias a su trabajo, España no solo se convirtió en un país cuya forma de gobierno era la democracia, sino en uno que tenía un sistema de ideas morales, cívicas y éticas muy parecido al del resto de Europa. Fue un logro casi sin precedentes.

Sin embargo, como quizá suceda con todas las generaciones que llevan a cabo transformaciones de esta magnitud, la que hoy asociamos a Felipe González, Fernando Savater o Juan Luis Cebrián, está demostrando que también ella tenía un punto ciego: está manejando con dificultades su progresivo pero inevitable abandono del escenario central de la vida pública.

Hay profundas motivaciones para ello. Algunas son lógicas: sus miembros creen, con razón, que podemos seguir aprendiendo de ellos y de su experiencia. Otras son, simplemente, humanas: es difícil abandonar los focos cuando te han iluminado durante medio siglo. Pero hay una que es, en la coyuntura actual, más importante: al leer sus opiniones públicas o escucharles en foros informales, uno tiene la sensación de que esa generación, y sobre todo sus miembros de izquierdas más destacados, desconfía enormemente de la capacidad de la siguiente para mantener viva la democracia y el contrato social liberal.

Una retórica que ha dejado de servir

No le faltan razones. La mayor parte de los líderes políticos actuales tienen menos de cincuenta años, y no se puede decir que su desempeño —desde Sánchez a Santiago Abascal, pasando por los ya defenestrados Pablo Iglesias, Albert Rivera o Pablo Casado— esté siendo ejemplar. Quizá algo parecido se podría decir de los nuevos líderes intelectuales o periodísticos. Pero la desconfianza de los mayores hacia sus sucesores va más allá. Es como si, tras décadas de dedicación a la vida pública española, quisieran congelar sus logros en el tiempo. O se negaran a aceptar que, si la política española ha cambiado, es porque se han producido enormes transformaciones sociales que lo hacen inevitable. Todos los sistemas políticos, y sus marcos ideológicos, acaban desvaneciéndose en el tiempo. Y hoy, las apelaciones de algunos veteranos líderes del PSOE a hitos como la concordia de la Transición, el recuerdo de las negociaciones que hicieron posible la Constitución, o el recurso de la vieja derecha a figuras como la de Adolfo Suárez, suenan huecas a una parte muy grande, y creciente, de la población. Y no tienen ningún efecto político útil.

No lo digo con alegría. A algunos nos incomoda la manera en que todo eso ha quedado atrás para muchos españoles. Para mí, es imposible ver a Bildu, en especial con Arnaldo Otegi al frente, como una simple coalición de izquierdas; será siempre un partido que fue cómplice del terrorismo. Es asombroso que la palabra "comunismo", que hoy se utiliza con normalidad entre la izquierda, haya dejado de asociarse con algunas de las peores tragedias políticas de la historia reciente. Del mismo modo, es llamativo que la palabra "nacionalismo" —y esta incluye no solo a los independentistas vascos y catalanes, sino también a Vox, que es tan nacionalista como ellos— no se asocie a algunos terribles experimentos sociales del siglo XX. Por no hablar del franquismo.

Sin embargo, estos cambios de percepción son reales. Seguramente, son malos. Probablemente, son irreversibles. Y marcarán los próximos años de la democracia española. Es muy posible que a los jóvenes les preocupen mucho más cuestiones vinculadas a la moral, el consumo y los estilos de vida que los matices de la organización territorial del Estado. Es creíble que, para ellos, el terrorismo y la dictadura sean cuestiones históricas desvinculadas de la experiencia personal y hasta familiar, y, por lo tanto, de la decisión de voto. Podríamos pensar que eso se debe a un declive generalizado de los principios democráticos. Pero no se trata de eso. Es que la percepción de cuáles son los mayores riesgos a los que se enfrenta España ha cambiado. Un votante típico del PSOE perteneciente a la generación Z tal vez crea, a diferencia de la de González, que una amnistía no pone en riesgo la democracia española. Probablemente, piense que para la democracia son mucho más peligrosas la posible reducción de los derechos de las minorías sexuales o una insuficiente redistribución de la riqueza.

La percepción de las amenazas cambia

La amnistía de los líderes del procés que delinquieron o los pactos con Bildu siguen siendo una mala idea, aunque una nueva generación no lo vea así. Del mismo modo, España está dejando atrás buena parte de los marcos ideológicos y culturales de la Transición, aunque a muchos de sus protagonistas les cueste reconocerlo. El cambio generacional no debería hacer que renunciáramos a las viejas certidumbres de la democracia liberal. Y, por supuesto, que entre los jóvenes cobren más relevancia otras preocupaciones no significa que las viejas no importen. Sánchez, por ejemplo, podría gobernar para las nuevas generaciones sin necesidad de echar de su partido a Nicolás Redondo.

Pero el ciclo político iniciado por la generación de la Transición está viviendo su crepúsculo. Eso no se debe solo a razones de edad, sino a cambios en el sistema de partidos, el auge de nuevas tecnologías, la transformación de los liderazgos intelectuales, una rápida mutación de los valores, la situación internacional —lo contado aquí es aplicable también a países como Estados Unidos o Alemania, entre otros— y la sensación de que la democracia como sistema es el nuevo default. Eso no tendría por qué implicar el fin de la Constitución que alumbró esa generación. Ni que pongamos en riesgo el mayor periodo de estabilidad política de la historia española moderna. Pero para una parte importante y creciente de nuestra sociedad, los riesgos a los que nos enfrentamos son otros. Es normal que a la generación que alumbró un ciclo tan exitoso le resulte extraño. Lo es incluso para mí. Y ni siquiera está claro que sea bueno. Con todo, esto tenía que llegar tarde o temprano. Ha llegado, de manera traumática, justo ahora, y no podemos hacer como si no fuera así.

Hay varias razones que explican por qué, en las últimas semanas, han emergido en la vida política española unos cuantos traumas difíciles de gestionar. La primera, y más evidente, tiene que ver con la política de alianzas de Pedro Sánchez y sus concesiones al nacionalismo catalán para ser investido presidente. Pero hay otra que durará más que las negociaciones con Carles Puigdemont o que una hipotética repetición electoral. Se trata del complejo recambio generacional que se está produciendo en España.

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