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Rotas y enfrentadas las dos almas del independentismo catalán, ambas en evidente retroceso electoral y de apoyos sociales, con su líder pendiente de regresar a España donde sería juzgado por delitos cometidos

Foto: Manifestación por el sexto aniversario del 1-O. (Kike Rincón/Europa Press)
Manifestación por el sexto aniversario del 1-O. (Kike Rincón/Europa Press)

El independentismo radical estaba en vías de extinción, en parte, por la hábil gestión del Gobierno Sánchez en confluencia con el pragmatismo de ERC. Y, en otra parte, porque era evidente que había llegado a un callejón sin salida (la independencia es una quimera) y que, en ese camino, había engañado a muchos catalanes que se creyeron, de buena fe, que lo aprobado el 1 de octubre podría hacerse realidad. Y fruto del engaño, llevaron al país a un retroceso económico y social sin precedentes. Su gestión ha sido, pues, un fracaso, del que cada vez más se iban dando cuenta los catalanes que, en algún momento, le apoyaron.

Rotas y enfrentadas las dos almas del independentismo catalán, ambas en evidente retroceso electoral y de apoyos sociales, con su líder pendiente de regresar a España donde sería juzgado por delitos cometidos (poner urnas no es delito, salvo que lo prohíban las leyes y los tribunales y para ello, tengas, además, que cometer actos contra el derecho administrativo y electoral) y una sociedad catalana esperando un cambio de ciclo político con el más que probable acceso a la Generalitat de Salvador Illa y el PSC, tras las próximas elecciones autonómicas.

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Aterrizar la negociación con la Generalitat en asuntos concretos, con reflejo presupuestario, alejados del sueño-pesadilla del 1-O, los indultos y la voluntad de mantener abiertos los cauces políticos, fue un gran acierto del Gobierno de Sánchez que supo leer el momento mucho mejor que la derecha anclada en el 155, arrinconando a Junts con su negativa, por ejemplo, a reconocerles interlocución para negociar en el Congresos sus propuestas radicales, como la amnistía y ayudando con ello a "desinflamar" las tensiones en Cataluña y con Cataluña.

Y ahí seguiríamos, si no fuera por cinco votos parlamentarios: tras un resultado electoral confuso, donde quien gana, pierde y quien ha perdido, puede ganar, esos diputados son los determinantes para elegir al próximo Presidente del Gobierno de España, una nación que, por "represora y opresora" no les interesa nada a quienes tienen esos votos con capacidad de decisión en la investidura. Unos votos por los que el candidato fallido Feijóo dijo estar dispuesto a reunirse con Junts y, unos votos, que el actual Gobierno en funciones ha pedido explícitamente para volver a investir al Presidente Sánchez. Esto hay que dejarlo muy claro: Puigdemont no sería, como parece ahora, quien tiene la sartén por el mango de la política española, lo que le permite recuperar fuelle también en la catalana, si, o bien PP+Vox, o bien PSOE+Sumar, hubieran sacado cinco escaños más en las elecciones.

La necesidad, pues, y no la convicción de que es lo mejor que se puede hacer ahora para encontrar ese nuevo "encaje" de los independentistas en España, es lo que ha situado la amnistía y, de nuevo, el casi olvidado referéndum de autodeterminación, en el frontispicio de la política española, amenazando con provocar otro terremoto que aumente, todavía más, el número de trincheras en el polarizado y enfrentado escenario español de convivencia.

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Ignoro si así se cierran heridas con Cataluña. Pero es seguro que las reabren en España y, también, en Cataluña dejando descolocados a todos quienes hemos defendido con convicción tanto el 155 en su momento, como los pasos políticos dados con posterioridad por este Gobierno, negándonos a aceptar el marco dentro del que el independentismo radical construye su febril discurso. Hasta la noche del 23-J, creí que el referéndum se posponía de manera indefinida, que la ruptura entre los indepes, era irreversible y que la amnistía, o no era constitucional, o era un grave error que nos negábamos a cometer los socialistas, coincidiendo, en esto, con la dirección del partido.

Es cierto que la necesidad de votos catalanistas obligó, por ejemplo, a González a aceptar la cesión del 15% del IRPF a las CCAA, como a Aznar a elevarlo al 30% (después de haber dicho que la cesión del 15% "rompía España"). O que los votos parlamentarios del PNV, han impuesto condiciones a los Gobierno de ambos signos en las últimas décadas que, sin necesitar su apoyo, no hubieran aceptado.

Cualquiera que conozca el funcionamiento de un parlamento democrático sabe que en eso consiste precisamente: en negociar y aceptar cosas que no estaban en tu proyecto inicial, a cambio de mejorar el texto, ampliar los apoyos o, la mayoría de las veces, a cambio de los votos necesarios para sacarlo adelante. Es la misma lógica democrática que hemos visto en el actual Gobierno de coalición entre PSOE y UP, o en los nuevos Gobiernos autonómicos de coalición PP y Vox: se discute, se negocia, se acepta lo que negabas antes. ¿Cuál es, pues, la diferencia ahora? ¿Por qué, negociar la investidura con Junts, es distinto a hacerlo con PNV, Coalición Canaria, ERC, Vox, Sumar, etc.?

Foto: El presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez. (EFE/Daniel González) Opinión

Parte de la polémica se ha centrado en el cambio de opinión de la dirección del PSOE. No creo que sea lo más relevante, aunque me hubiera gustado que se hubiera llevado de otra manera, sin dar la sensación desde la alegría manifestada en la misma noche electoral de tener ya asegurada la investidura, a pesar de haber sacado menos votos y escaños que el PP. Todos los pactos entrañan aceptar lo que no querías antes. Como ejemplo mítico, aquel Aznar que, en plena negociación con ETA, acercó presos a Euskadi o acepto llamarles "Movimiento Vasco de Liberación".

También se sigue utilizando como argumento central en contra del acuerdo, que lo que ha pedido Puigdemont, arrastrando en ello a Esquerra, a cambio de sus votos, no es constitucional. Bueno, primero habrá que ver si Sánchez acepta tal cual lo que le piden o hay cambios sobre ello que pueden afectar a su encaje jurídico. Habría que esperar a conocer textos concretos para pronunciarse. En todo caso, vistas las opiniones expresadas por insignes juristas, pudiera ocurrir que fuera posible encontrarles un encaje dentro del actual ordenamiento jurídico, como siempre se ha repetido desde el Gobierno ("el límite es la Constitución"). En todo caso, sobre la constitucionalidad de lo acordado, la única opinión relevante es la que haga el Tribunal Constitucional sobre textos y no sobre intenciones.

Algunos próceres de la transición han elevado indignados sus voces porque acordar ahora con Puigdemont sería una traición a la transición y a todo lo que significa el "régimen del 78". Discrepo. Si algo recordamos con orgullo de aquel proceso complicado de transición de una dictadura a una democracia es, precisamente, el espíritu de reconciliación y de consenso que la hizo posible. Desde Suarez legalizando a un PCE en contra de los ultras, hasta Carrillo aceptando la bandera y la monarquía, en contra de la extrema izquierda.

Foto: Yolanda Díaz. (Lorena Sopena / EUROPA PRESS)

Por último, el argumento definitivo vuelve a ser que, con ello, "se rompe España", causando un agravio y un insulto a "los españoles" (¿Quiénes lo acepten, no son españoles?) y el "estado de derecho". Bueno, la derecha ha utilizado tanto este argumento, con los indultos la última vez, que no merece la pena dedicarle mucho tiempo. Baste añadir que, al parecer, los progresistas españoles tenemos una mayor confianza en España y en su fortaleza como proyecto europeo, de la que parecen tener esos patriotas a los que le sobra la mitad de los españoles.

Y dicho todo esto, discrepo de cómo está gestionando el Gobierno, un asunto tan importante, con errores evidentes por exceso de protagonismo, como fue la visita de la vicepresidenta a Puigdemont, sin más finalidad que salir en la televisión blanqueando a quien de momento, es un prófugo de la justicia española. Nunca se debió dar por seguro una negociación con éxito de la investidura, porque ello exigía poner todos los focos y toda la capacidad de negociación en manos de Puigdemont, situado como el artífice de un nuevo Gobierno progresista en España.

Porque se le ha resucitado, contraviniendo todo el sentido de lo hecho en la legislatura pasada. Porque es alguien que ha construido todo su personaje político y su partido, "contra una España opresora y represora". Porque arrastraría a ERC en una competición, ya agotada, de "a ver quién es más indepe". Porque descolocaba a quienes hemos estado con el Gobierno, hasta ahora, en la gestión catalana, sobre todo, dejaba fuera de juego al PSC y a Illa, solo recuperado por la elevada torpeza política (no sé si pactada) de los indepes al llevar al Parlament una resolución imposible.

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Revitalizar a Junts, porque se necesitan sus votos, es un grave error político, en uno de los asuntos de mayor importancia para España: el encaje de Cataluña (muchos catalanes dicen querer irse de España y otros muchos más que no quieren irse).

Si finalmente, como resultado de la negociación que parece estar ya muy avanzada, se alcanzara "un acuerdo histórico con Cataluña" que fuera más allá de la investidura y que incluyera otros aspectos además de una ley de perdón, como ha insinuado Sánchez, sería imprescindible someterlo a referéndum de todo el pueblo español. De tener éxito la negociación, no estaríamos ante un asunto menor o de interpretación de las leyes, sino de asumir unos compromisos mutuos que deben incluir el abandono de la vía unilateral, de gran envergadura y alcance cuasi constitucional o estatutario.

Por tanto, o referéndum, o elecciones, ya que, en democracia, las formas y los procedimientos son de la máxima importancia

Por tanto, salvo que, al final la montaña pariera un ratón o fuera imposible el acuerdo y fuéramos a repetición de elecciones, creo ineludible someter cualquier acuerdo que afecte seriamente a la gobernabilidad de España al derecho a decidir de los españoles mediante un referéndum especifico. Como se hizo con la OTAN, en su momento. De forma alternativa, tendría que garantizarse una mayoría cualificada en el Congreso de los Diputados que incluyera el apoyo del PP ya que la existencia de puentes cortados entre los dos grandes partidos es la auténtica anormalidad de nuestro momento político, la prueba del éxito del populismo y la razón por la que existe la tiranía de las minorías. Al menos, en asuntos de Estado como este, no debería de ser posible. Por tanto, o referéndum, o elecciones ya que, en democracia, las formas y los procedimientos son de la máxima importancia.

Y, por cierto, yo votaría en ambos casos a favor de un acuerdo que nos diera años de tranquilidad relativa con "el problema catalán" y nos dejara centrarnos en los otros problemas realmente importantes que nos trae este siglo XXI.

El independentismo radical estaba en vías de extinción, en parte, por la hábil gestión del Gobierno Sánchez en confluencia con el pragmatismo de ERC. Y, en otra parte, porque era evidente que había llegado a un callejón sin salida (la independencia es una quimera) y que, en ese camino, había engañado a muchos catalanes que se creyeron, de buena fe, que lo aprobado el 1 de octubre podría hacerse realidad. Y fruto del engaño, llevaron al país a un retroceso económico y social sin precedentes. Su gestión ha sido, pues, un fracaso, del que cada vez más se iban dando cuenta los catalanes que, en algún momento, le apoyaron.

Carles Puigdemont
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