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Los políticos son los mayores generadores de desinformación. Sobre todo, cuando gobiernan
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Ramón González Férriz

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Los políticos son los mayores generadores de desinformación. Sobre todo, cuando gobiernan

Su legitimidad democrática hace que su desinformación goce de una especial respetabilidad

Foto: Imagen: Pixabay/memyselfaneye.
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Durante los últimos 15 años, hemos oído una y otra vez que las nuevas tecnologías son las culpables de la difusión de noticias falsas y desinformación. El algoritmo de Facebook pone en tu muro publicaciones con hechos inventados y tergiversaciones. Twitter está lleno de bots que publican mentiras y de defensores de las teorías de la conspiración. La digitalización del periodismo también ha contribuido a la expansión de las falsedades, se ha dicho. Todo esto tiene algo de cierto. Pero los mayores generadores de desinformación son los políticos.

Así lo afirmaba anteayer en un artículo Rasmus Kleis Nielsen, el director del Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo de la Universidad de Oxford. Muchas investigaciones llevadas a cabo por organismos públicos o estudiosos vinculados a ellos, decía, alertan sobre la capacidad de la tecnología para diseminar desinformación. Y denuncian la amenaza potencial de la inteligencia artificial o los deep fakes (vídeos manipulados en los que aparecen personas reales diciendo cosas que en realidad no han dicho) para alterar las elecciones. Pero lo cierto, afirmaba, es que, de acuerdo con los datos objetivos, la desinformación procede en mucha mayor medida de lo más alto de las organizaciones políticas.

Esto no es nuevo. Pero en los últimos tiempos se ha convertido en algo ubicuo. Nielsen, que se ciñe sobre todo a casos del mundo anglosajón, pone un buen ejemplo. En 2021, el equivalente estadounidense del Ministerio de Sanidad publicó un informe alertando a la sociedad del peligro de la desinformación sanitaria y apelando a que los medios, la sociedad civil y el personal médico estuvieran alerta. Quienes no aparecían mencionados eran los políticos, cuando habían sido los políticos, y singularmente el presidente Donald Trump, quienes esparcieron más desinformación sobre la pandemia, las vacunas, las mascarillas o los potenciales tratamientos.

¿Preocupados por la desinformación?

En nuestro país, los gobiernos de Pedro Sánchez han reiterado su preocupación por la desinformación y las noticias falsas. En 2020, el presidente anunció una “estrategia nacional de lucha contra la desinformación”. Hace apenas unos meses, Félix Bolaños, actual ministro de Presidencia y Justicia, participó en un acto en el que afirmó que la desinformación es una gran amenaza y evocó el “Procedimiento de actuación contra la desinformación”, la estrategia aprobada por el Consejo de Seguridad Nacional para prevenir campañas desinformativas, y la creación de una Comisión Permanente de Lucha contra la Desinformación. Por razones obvias, en ninguna de sus muchas referencias a este proyecto de vigilancia de la desinformación el Gobierno ha dicho lo evidente: que este ha sido una de las fuentes de desinformación en España durante los últimos cinco años. No la única, por supuesto. Como dice Nielsen, se trata de un proceso que implica a toda la “élite política”. Pero las autoridades pueden serlo en mayor grado: su legitimidad democrática hace que su desinformación goce de una especial respetabilidad.

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No me refiero a los múltiples cambios de opinión del Gobierno y sus promesas incumplidas, como la de que no habría amnistía para los líderes independentistas: siendo benévolos, uno podría pensar que se trata simplemente de una versión radical de las mentiras que son inherentes a la política. Tampoco me refiero al triunfalismo: eso también forma parte de las mentiras que utilizan todos los gobiernos. Ni a la marrullería argumental de ministros como Óscar Puente. Me refiero a la pura desinformación. A Pedro Sánchez afirmando que España, con 114.000 desaparecidos forzosos durante la Guerra Civil y el franquismo, es, “después de Camboya, el país del mundo con mayor [número de] desaparecidos”, lo cual es una mentira de la que ni siquiera se conoce el origen. Al Gobierno en pleno, que habló de inexistentes comités de expertos y de ficticias decisiones científicas durante la pandemia. Al propio Félix Bolaños afirmando que, en la Comisión Europea, “no había ninguna preocupación, cero, por el Estado de derecho en España ni la separación de poderes”, cuando, con la diplomacia propia de la institución, el comisario de Justicia, Didier Reynders, la puso por escrito en una carta al ministro que se hizo pública. A la portavoz Pilar Alegría afirmando que José Félix Tezanos seguirá siendo presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas porque “siempre acierta en las encuestas”, cuando no ha acertado nunca.

Ya fuera del Gobierno, pero dentro de la coalición de la legislatura anterior, a Jaume Asens, presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos en el Congreso de los Diputados, repitiendo varias veces que, “con el Gobierno de Rajoy, uno de cada cuatro indultos era por corrupción”, cuando, de acuerdo con Civio, una admirable organización de control del poder público, el porcentaje real era del 1,66%. O más recientemente a Patxi López, portavoz del grupo parlamentario del PSOE, afirmando esta semana que las grotescas manifestaciones frente a Ferraz en las que se apaleó a un muñeco basado en Pedro Sánchez son un delito de odio, cuando existe un amplio consenso en que no lo son.

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Son solo un puñado de ejemplos de los últimos cinco años. Y ni siquiera los más relevantes. Por eso denotan la afición del Gobierno a desinformar cuando ni siquiera lo necesita. Se podría decir que todos los políticos, los partidos o los gobiernos hacen cosas parecidas. Todos, por torpeza o vagancia, mienten. Pero el Gobierno español, que tanto dice preocuparse por la desinformación, lo hace de manera deliberada para ocultar sus meteduras de pata o sus conflictos internos, o para oponerse a la oposición, o simplemente como una costumbre que ya ni siquiera percibe. Después, esa desinformación se replica disciplinadamente en las redes sociales y, lo que es peor, las defienden, matizan o elaboran aún más los medios afines.

La desinformación es un fenómeno antiguo. La digitalización puede haberlo agravado. Pero los principales generadores de desinformación son los políticos. De todas las formaciones. El Gobierno español, y los partidos que lo conforman, no son una excepción. Como decía Nielsen, “dejemos de hacer luz de gas a la sociedad y reconozcamos claramente (…) que con frecuencia la desinformación procede de arriba del todo”.

Durante los últimos 15 años, hemos oído una y otra vez que las nuevas tecnologías son las culpables de la difusión de noticias falsas y desinformación. El algoritmo de Facebook pone en tu muro publicaciones con hechos inventados y tergiversaciones. Twitter está lleno de bots que publican mentiras y de defensores de las teorías de la conspiración. La digitalización del periodismo también ha contribuido a la expansión de las falsedades, se ha dicho. Todo esto tiene algo de cierto. Pero los mayores generadores de desinformación son los políticos.

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