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¿Es constitucional un Parlamento sin presupuesto?
La lealtad constitucional señala los límites en que deben desenvolverse las conductas políticas por respeto a las reglas de fondo que fundamentan el poder que se ejerce
"Para gobernar se necesitan tres cosas –decía Napoleón– dinero, dinero y dinero". Y la afirmación es sintomática no tanto por quien la formula como por el momento en que lo hace, cuando el Estado fiscal tomaba una nueva derivada vinculada a la irrupción de las finanzas públicas modernas construida en la trilogía impuestos regulares, deuda pública titulizada (bolsa) y gastos recurrentes garantizados. Es decir, cuando el parlamento inglés primero y luego los demás a su imagen, comienzan a construir el modelo constitucional de presupuesto anual que todavía conocemos. Pero seguir por esa senda aburriría al lector no especializado en los meandros de la historia parlamentaria de fines del XVIII y nos perdería en la relación sociedad-finanzas-representación política que está en la génesis de la independencia americana y de la revolución francesa, que se inician como revueltas fiscales. Lo sustancial es retener que por mucho que el presupuesto revista forma de ley es bastante más que una ley.
Está muy claro genéticamente, pero también lo dice la letra de la Constitución, artículo 66. 2, al citar diferenciadamente las potestades de las Cortes (“ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos”). Incluso hubiera sido procedente enumerarlas al revés, ya que el parlamento hace derecho (política legislativa) justamente porque dispone del dinero para realizarla. Una potestad de las Cortes compartida, bien es cierto, con el gobierno al que se reserva en exclusiva la iniciativa (y tanto se le reserva que uno de los privilegios claves del ejecutivo es el que le permite oponerse a la tramitación de cualquier proposición de ley que comporte incremento de gasto). Se trata de una función repartida en la que la renuncia de un órgano comporta inevitablemente la inacción del otro. Renunciar a la iniciativa no presentando presupuesto para el año en curso, supone tácitamente cerrar el parlamento en su potestad presupuestaria, o si se prefiere, congelarlo y mantenerlo sin posibilidad de emprender nuevas políticas en el nuevo año.
Porque congelar no significa paralizar la acción del Estado, solo quiere decir dejar todo como estaba en la última disposición parlamentaria. La automática prórroga presupuestaria del art. 134.4 CE, lleva a repetir lo acordado el año precedente. Es habitual al final de legislatura, cuando la mayoría parlamentaria se está deshaciendo o incluso al inicio cuando materialmente no hay tiempo para ejercerla ni apurando los plazos. Una solución técnica de excepción que, sin embargo, desde la lógica constitucional ordinaria ofrece serios reparos como instrumento normal de gobierno, esto es, cuando se emplea al principio de un parlamento nuevo, cuando el gobierno ha dispuesto de tiempo suficiente para forjar una mayoría sólida, y presume disponer de ella. Y que por eso precisamente no se han disuelto las Cortes, apelando nuevamente al pueblo (at 99.5 CE).
Si el derecho constitucional fuera matemática jurídica poco cabría objetar, pero no lo es -y en eso se diferencia de otras ramas del derecho público- porque sus parámetros se nutren de conceptos políticos como confianza (trust) o lealtad sólidamente acuñada por el uso democrático. Desde esa praxis, o mejor desde la razón política de la democracia que ella marca, es posible preguntarse sí un parlamento nuevo puede avalar sin pronunciarse la continuidad presupuestaria, apoyando implícitamente una voluntad obra del precedente disuelto. Cuando median unas elecciones y el parlamento ha cambiado, la sociedad representada es otra. El Parlamento que nace se encuentra investido de una autoridad diferente que procede del electorado que ha enjuiciado y definido su representación, escogiendo una composición renovada. En democracia la confianza del pasado difícilmente legitima la del presente. Un gobierno que políticamente se vea en la imposibilidad de sacar adelante su presupuesto debiera si no dimitir, si al menos acudir a la figura del art 112 CE y solicitar del Parlamento le ratifique su confianza. Obrar de otro modo equivale a operar sin lealtad a la Constitución y a las reglas de la responsabilidad parlamentaria, forzando una apariencia de confianza que ciertamente es impostada.
La lealtad constitucional señala los límites en que deben desenvolverse las conductas políticas, no tanto por imperativo legal cuanto por dignidad democrática, por respeto a las reglas de fondo que fundamentan el poder que se ejerce. Forzar una institución operando como si la confianza (trust) existiera cuando en realidad no se tiene y además es un secreto a voces que todo el mundo conoce, significa procurar deformar una institución vaciándola de contenido. Esto es corromperla, no en el sentido de comisión de un delito, sino en el mucho más grave de adulterarla. Algo que no merece el reproche del código penal, sino el repudio desde la idea de legitimidad que nutre y soporta la Constitución.
*Eloy García es Catedrático de Derecho Constitucional.
"Para gobernar se necesitan tres cosas –decía Napoleón– dinero, dinero y dinero". Y la afirmación es sintomática no tanto por quien la formula como por el momento en que lo hace, cuando el Estado fiscal tomaba una nueva derivada vinculada a la irrupción de las finanzas públicas modernas construida en la trilogía impuestos regulares, deuda pública titulizada (bolsa) y gastos recurrentes garantizados. Es decir, cuando el parlamento inglés primero y luego los demás a su imagen, comienzan a construir el modelo constitucional de presupuesto anual que todavía conocemos. Pero seguir por esa senda aburriría al lector no especializado en los meandros de la historia parlamentaria de fines del XVIII y nos perdería en la relación sociedad-finanzas-representación política que está en la génesis de la independencia americana y de la revolución francesa, que se inician como revueltas fiscales. Lo sustancial es retener que por mucho que el presupuesto revista forma de ley es bastante más que una ley.
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