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El peligro de vivir en una campaña electoral permanente
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Ramón González Férriz

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El peligro de vivir en una campaña electoral permanente

Ahora la campaña es permanente y ya no se puede distinguir entre los trucos publicitarios y los programas reales. Todo es lo mismo

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE/Quique García)
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE/Quique García)
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Hasta hace no mucho, existía un pacto tácito entre los partidos y los votantes. Cada cierto tiempo se convocaban elecciones y se ponían en marcha campañas electorales. Y, en ellas, los primeros hacían promesas a los segundos. Algunas daban pistas de lo que haría cada partido si llegaba al poder. Otras eran mentiras.

Pero todos sabíamos que ese comportamiento de los responsables de los partidos —que incluía también dosis extra de insultos a los rivales y una cierta paranoia sobre lo que decían los medios— estaba acotado en el tiempo. Durante la campaña, algunos ciudadanos se ilusionaban, otros se mantenían escépticos. Pero una vez terminada esta, con la salvedad de los pocos que seguían permanentemente movilizados, cada uno volvía a sus asuntos durante años hasta las siguientes elecciones. No era un sistema perfecto, pero así funcionaba la democracia.

Ahora las cosas han cambiado. Las elecciones se han convertido en acontecimientos muy frecuentes. En 2023 hubo autonómicas, municipales y generales; en 2024 habrá gallegas, vascas, catalanas y europeas. De modo que las campañas se solapan. De hecho, vivimos en un estado de campaña permanente en el cual los políticos están siempre pensando en los próximos resultados. En consecuencia, se convierten en máquinas de prometer, insultar e intentar controlar a los medios. Ello tiene un efecto perverso: lo que debería ser una excepción se convierte en la norma.

De la concordia al referéndum

Este año llevamos solo una de las cuatro elecciones que se van a celebrar, y los efectos ya son plenamente visibles. Vox promete acabar con las autonomías y la inmigración, porque solo así se podrán salvar las pensiones, dice. El PSOE promete que, si gana en Cataluña, se producirá la reconciliación entre los catalanes. Pere Aragonès promete que si gana se celebrará un referéndum; Puigdemont, que se hará efectiva la independencia ya refrendada. El PP insinúa que, si gana las europeas, podrá parar la amnistía.

Foto: Pere Aragonès en el Consell Executiu de hoy. (EFE)

Nada de eso es muy realista. El problema es que, hace unos años, habríamos pensado que se trataba solo de bravuconadas de campaña y que, cuando volviera la normalidad, casi todo el mundo se olvidaría de ello. Sin embargo, ahora la campaña es permanente y ya no se puede distinguir entre los trucos publicitarios y los programas reales. Todo es lo mismo. El PSOE puede afirmar, por ejemplo, que no hay que tener en cuenta la propuesta de referéndum de Aragonès porque es solo un ardid de campaña. Pero ya no es solo eso. Porque el día después de las elecciones catalanas seguiremos en campaña para las europeas. Y Aragonès tendrá que seguir diciendo que habrá un referéndum. Y después de las europeas los partidos tendrán que seguir trabajándose el mercado electoral ante la eventualidad de que Sánchez, como ha hecho antes cuando no ha tenido buenos resultados en otra clase de comicios, convoque unas nuevas generales. Es improbable. Pero a las maquinarias de la comunicación política les da igual, porque su trabajo consiste en estar siempre alerta para tener a la gente movilizada. Y la movilización solo se consigue instigando la polarización. Esta, recordémoslo, tiene su origen en la tribalidad natural del ser humano. Pero ahora mismo es, en buena medida, fruto de una estrategia consciente de los partidos políticos para afianzar la fidelidad de los suyos.

El ridículo

Y así llegamos a extremos que, aunque en algunos casos son graves, son también ridículos. El ministro Óscar Puente no solo hace que su gabinete de comunicación lleve un registro de las columnas en las que se le critica, sino que alardea de ello en una radio y en Twitter. Esquerra ficha al hombre del tiempo de TV3 para asegurarse de que dispone de un candidato a las europeas conocido, dado que lleva décadas apareciendo todos los días en la televisión que más ven los independentistas. Al mismo tiempo, Junts ficha a una empresaria tecnológica cuyo alias en Twitter es @annapapallona (Ana Mariposa). Vox, que dice detestar el partidismo, pone en sus listas a Juan Carlos Girauta, que ha estado en cuatro partidos distintos. Irene Montero, la candidata de Podemos, hace un vídeo en TikTok para contar a los votantes sus gustos más personales (le gustaría ir a Colombia con sus amigas, tiene tres tatuajes y no le gustan el pimiento ni las aceitunas, dice). Y el PP insulta al PSOE en Twitter con unos términos grotescos: “Mensaje para los corruptos del PSOE. Es la 1 de la madrugada. Dice Yolanda Díaz que es hora de salir de las marisquerías. Ya pueden dirigirse ordenadamente a sus prostíbulos de confianza”.

Foto: El ministro de Transportes y Movilidad Sostenible, Óscar Puente. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión

En otro momento habríamos dicho que se trata de trucos de campaña que no gustan ni siquiera a los políticos que los impulsan, pero que son necesarios para movilizar y motivar. El problema, insisto, es que ahora vivimos siempre en campaña y que esos son los recursos estándar de los partidos.

El mayor peligro

El peligro real es que los altos cargos de esos partidos crean que su trabajo consiste en hacer campañas, no en elaborar programas y gestionar lo público. Siempre habrá capas intermedias de tecnócratas con ideas, planes y conocimientos. Pero ahora mismo parece que los partidos son mucho más empresas público-privadas de propaganda y movilización que órganos dedicados a la representación de los dispares intereses de la sociedad. Las constantes promesas inviables y las gracietas agitprop no son algo nuevo en la democracia. Pero si las cosas siguen así, podríamos acabar convenciéndonos de que son lo único que importa en la democracia.

Hasta hace no mucho, existía un pacto tácito entre los partidos y los votantes. Cada cierto tiempo se convocaban elecciones y se ponían en marcha campañas electorales. Y, en ellas, los primeros hacían promesas a los segundos. Algunas daban pistas de lo que haría cada partido si llegaba al poder. Otras eran mentiras.

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