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La escuadra la mandan los cabos
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La escuadra la mandan los cabos

¿Hay alguna peculiaridad en la realidad española que diferencia de lo que existe fuera? Sí, porque en España llueve sobre mojado y nuestra menguada afición a pensar hace más acuciantes los problemas

Foto: Hemiciclo del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Eduardo Parra)
Hemiciclo del Congreso de los Diputados. (Europa Press/Eduardo Parra)

La escuadra la mandan los cabos, es el título de un libro lleno del humor gallego al que llaman retranca, escrito por Manuel Benavides, que narra el desastre operativo que atenazó a la flota republicana durante la contienda toda vez que, sublevada el 18 de julio por sus oficiales contra la República, fuera domeñada en su mayoría días después por una contrarrebelión de cabos y marinería alentada desde la base radiotelegráfica de Chamartín, que animó a las tripulaciones a alzarse contra unos mandos que en algún caso acabaron arrojados por la borda. Se dio entonces la paradoja de que barcos que inicialmente habían trasladado a la Península legionarios del ejército de África, se revolvieran a continuación contra los franquistas y pasaran a defender la lealtad republicana hasta su internamiento final en Bizerta. El resultado fue que la superioridad de fuego y efectivos republicanos no sirvió de mucho a una escuadra capitaneada por fogoneros y marineros, que difícilmente podían manejar buques que requerían notable pericia técnica para ser gobernados. Benavides, un autor no sospechoso de veleidades fascistas y dotado de la buena pluma que le había permitido retratar a Juan March en el último pirata del Mediterráneo (1934), describe aquí a toro pasado (el libro se publicó en el exilio mexicano en 1945) con singular gracejo la casa de Tócame Roque que fue la flota republicana.

La referencia viene a cuento de la degradación en que está sumida la nomenklatura (léase clase gobernante) que dirige – o eso parece – nuestra política, en la que tras años de escrupuloso cumplimento de una versión actualizada de aquella ley de Gresham que decía “la moneda mala echa siempre a la moneda buena”, ha llegado a convertirse en la realidad detestable que se ve con los ojos y con las manos se palpa. Y tal vez convenga recordar que Gresham era un mercantilista inglés que en el XVII advirtió frente al peligro de descapitalización que acechaba a los sistemas bimetálicos – que simultaneaban el curso legal de monedas de oro, plata o cobre – y en los que cómo las personas pagaban siempre con moneda mala (vellón) y guardaban para sí la buena (oro o plata), terminaba circulando solo “mala moneda”. Una regla que muy bien puede ser extrapolada a la política española en la que sigilosa, pero implacablemente, se ha ido expulsando al mejor capital humano, que atraído por oficios menos precarios y más solventes ha dejado en manos de la “peor moneda” la responsabilidad de los asuntos que conciernen a todos. Se trata de un problema estructural que se percibe tanto en poder como en oposición y del que únicamente se libran – y en ocasiones ni eso - partidos marcados con una ideología totalitaria que tiene como contrapartida su desfasamiento de la realidad.

Pero lo que importa es recalcar que de nuestra política todo el que puede se va. Permanecer supone obedecer ciegamente al jefe en una relación de tiranía – algunos la llaman de jerarquía - que se mofa del artículo 6 de la Constitución (el que prescribe la libertad y la democracia en los partidos) y en la que la obediencia sin límites al líder constituye además de regla de vida, un estado de ánimo fuera del cual no hay opción posible. En política se quedan solo los peores.

No se trata de ser injustos, ni de hacer demagogia, sino de señalar un fenómeno extendido en las Democracias Constitucionales (Alain Deneault habla de “mediocracia”), que viene asociado al auge de la cultura financiera, que triunfó en 1989 tras la Caída del Este. Lo advierte Tony Judt en Algo va mal, cuando califica a los políticos de su década de pigmeos (y se refiera a la de 2010, ¡qué diría de haber conocido la de hoy!) que no hacen política porque no conocen política que hacer, y se limitan a una estéril y autorreferencial lucha por el poder en la que el botín es la recompensa personal y no la acción pública.

Los problemas estructurales de España exigen una comprensión de los tiempos para medir y reaccionar con proyectos que tengan continuidad

Pero ahondar en este punto distraería de la cuestión que nos interesa, ¿hay alguna peculiaridad en la realidad española que diferencia de lo que existe fuera? Sí, una porque en España llueve sobre mojado y otra porque nuestra menguada afición a pensar hace más acuciantes los problemas. De una parte y de ir a más allá las cosas, sería la segunda vez que la sociedad española se desconectaría de su nomenklatura. Hace quince años una crisis de las Cajas de Ahorro cuya dimensión letal solo se entiende desde las provincias, provocó la desmoralización colectiva de la que salieron los fenecidos Ciudadanos y Podemos dejando un fondo de resentimiento antipolítico que permanece a flor de piel y del que debieran haber escarmentado los dos resucitados partidos nacionales porque les va en ello la vida, ya que la mesa está servida para que cualquier desaprensivo levante la bandera del populismo.

Pero es que además, de otra parte, los problemas estructurales de España exigen una comprensión de los tiempos para poder medir, evaluar y reaccionar con proyectos que tengan continuidad en el éxito. Y me refiero concretamente a tres: uno, al giro copernicano que ha experimentado la emigración que, de americana y fácilmente asimilable, en un pispás ha pasado a ser fundamentalmente africana y difícilmente integrable. Dos, al desfallecimiento de los servicios públicos del que todo el mundo habla, pero que nadie investiga (se constituye una comisión para saber quién se enriqueció con la pandemia, pero no para conocer los errores de coordinación interautonómica y cómo corregirlos). Tres, la defensa de la seguridad interior y de las fronteras territoriales, en las que ha saltado el semáforo rojo mientras nuestra nomenklatura, repleta de cabos y fogoneros, como los que en el relato de Benavides poblaban la escuadra republicana, riñe, riñe y no para de reñir. ¡Tal vez porque no sirve para otra cosa!

*Eloy García. Catedrático de Derecho Constitucional.

La escuadra la mandan los cabos, es el título de un libro lleno del humor gallego al que llaman retranca, escrito por Manuel Benavides, que narra el desastre operativo que atenazó a la flota republicana durante la contienda toda vez que, sublevada el 18 de julio por sus oficiales contra la República, fuera domeñada en su mayoría días después por una contrarrebelión de cabos y marinería alentada desde la base radiotelegráfica de Chamartín, que animó a las tripulaciones a alzarse contra unos mandos que en algún caso acabaron arrojados por la borda. Se dio entonces la paradoja de que barcos que inicialmente habían trasladado a la Península legionarios del ejército de África, se revolvieran a continuación contra los franquistas y pasaran a defender la lealtad republicana hasta su internamiento final en Bizerta. El resultado fue que la superioridad de fuego y efectivos republicanos no sirvió de mucho a una escuadra capitaneada por fogoneros y marineros, que difícilmente podían manejar buques que requerían notable pericia técnica para ser gobernados. Benavides, un autor no sospechoso de veleidades fascistas y dotado de la buena pluma que le había permitido retratar a Juan March en el último pirata del Mediterráneo (1934), describe aquí a toro pasado (el libro se publicó en el exilio mexicano en 1945) con singular gracejo la casa de Tócame Roque que fue la flota republicana.

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