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Pedro Sánchez se pasa a la oposición
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Ramón González Férriz

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Pedro Sánchez se pasa a la oposición

Sánchez está utilizando estrategias que suelen darse en países con instituciones mucho más débiles, una menor calidad democrática y una cultura política mucho más viciada

Foto: Pedro Sánchez, en una imagen de archivo. (Getty/Anna Moneymaker)
Pedro Sánchez, en una imagen de archivo. (Getty/Anna Moneymaker)
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En las democracias, se da por sentado que la oposición haga determinadas cosas. Que acuse al Gobierno de pretender controlar la judicatura y acabar con la separación de poderes. Que afirme que el presidente dispone de una influencia desmedida sobre los medios. Que repita que el poder está poniendo en riesgo la neutralidad de las instituciones y la misma democracia. Que organice manifestaciones. Que denuncie persecuciones.

El PP de Alberto Núñez Feijóo hace varias de esas cosas. Muchos pensarán que exagera o miente. Pero, a fin de cuentas, es lo que se espera que haga la oposición. Lo novedoso en España, sin embargo, es que el Gobierno de Pedro Sánchez, que ostenta el poder y sus innumerables recursos, está haciendo las mismas cosas, pero al revés. Para él, quien pone en peligro la democracia no es quien dispone de una coalición mayoritaria, impulsa las leyes y controla todos los ministerios, la televisión pública y el CIS, y tiene el apoyo de la principal radio y el principal periódico del país. Es la oposición. Ella es el verdadero peligro. Se trata de una estrategia política muy frecuente. Pero es novedoso que la utilice un partido como el PSOE.

¿De quién es el poder?

En la España reciente, el primero que usó esta retórica para denunciar una conspiración y movilizar a los fieles fue Pablo Iglesias. Fue él quien, cuando era vicepresidente, dijo que "estar en el Gobierno no es estar en el poder". Había gente más poderosa que un ministro, dijo, en referencia a los grandes actores económicos. Es cierto. Pero Sánchez ha ido más allá. Su ya célebre carta a la ciudadanía transmitía que el presidente cree que son más poderosos que él los periódicos de derechas, los jueces, los partidos de la oposición y, en realidad, todo aquel que cuestione su actuación o la de su esposa. Cualquiera que describa hechos o exprese ideas que vayan más allá de ciertas líneas rojas, que él ha trazado unilateralmente en su mente, es culpable de disponer de un poder que democráticamente no le corresponde.

¿Dimisión?

Mi opinión es que su amenaza de dimitir es solo un truco para mejorar las expectativas electorales de su partido y afianzar su poder mediante una movilización plebiscitaria de sus seguidores. En las últimas veinticuatro horas, esta ha adquirido un tono sentimental y agonista que el escritor del siglo XVI Étienne La Boétie definió con una expresión maravillosa: se trata de una "servidumbre voluntaria".

Pedro Sánchez quiere oponerse al poder estando en el poder, movilizar a la contra teniendo la iniciativa, ser la oposición y el Gobierno

Pero aunque el lunes Sánchez decida renunciar a su cargo, lo hará sembrando dudas sobre la estructura de poder que rige a las sociedades liberales. En ellas, efectivamente, la separación de poderes, la libertad de expresión y la economía de mercado distribuyen el poder de una manera que no se puede corregir plenamente mediante las mayorías parlamentarias. Los jueces pueden investigar a la cónyuge del presidente —aunque luego desestimen su culpabilidad—, la oposición puede tratar de destruir la reputación del jefe de Gobierno —por desagradable que, en ocasiones, eso resulte—, y los periódicos pueden cuestionar sus actos o los de su entorno —aunque lo hagan con agresividad—. Esto, sin duda, genera sus propios problemas de legitimidad, que sería absurdo, negar o minimizar. Pero nadie puede considerar un ataque ilegítimo que otros dispongan de poder. Esa es la base de nuestro sistema. La carta de Sánchez lo cuestiona. No es infrecuente que los políticos lo hagan. Pero es impropio de un líder y un partido de hechuras ideológicas tradicionales.

Instituciones correctas, cultura en declive

Como decía ayer en su columna mi colega Ángel Villarino, se ha vuelto un tanto estéril seguir aludiendo a términos como "populismo" o "polarización" para caracterizar la conducta de nuestro presidente. Pero hay dos hechos ciertos. Por un lado, España tiene las instituciones políticas adecuadas para que una democracia funcione bien. El sistema de contrapesos que establece la Constitución, los jueces, la prensa, los partidos, la sociedad civil, los altos funcionarios o hasta el Estado de bienestar responden a los estándares exigibles a las democracias funcionales y garantistas. Por otro lado, sin embargo, nuestra cultura política está en declive. Sánchez y el PSOE están utilizando estrategias que suelen darse en países con instituciones mucho más débiles, una menor calidad democrática y una cultura política mucho más viciada. Este último giro de guion de Sánchez es mucho más propio de democracias precarias de América Latina, o del Este de Europa, que de un país con los estándares institucionales de España.

Foto: La sede del PSOE en Madrid. (Europa Press/Ricardo Rubio)

¿Pueden las instituciones de calidad resistir una cultura política en decadencia? Mi respuesta es que, al menos a medio plazo, sí. La democracia no está en peligro en España. Pero cuando los Gobiernos consideran que su cometido principal consiste en oponerse a lo que Donald Trump llamó el deep state —en nuestro caso, fundamentalmente, el poder judicial— la cosa puede torcerse. Cuando creen que uno de sus cometidos es arremeter contra la prensa, la cultura democrática se deteriora. Cuando consideran que, en realidad, no son tanto el Gobierno como la oposición a la oposición, pervierten su función. Y ahora mismo eso es lo que están haciendo el PSOE y Pedro Sánchez —también Sumar y los independentistas, pero eso forma parte de sus raíces ideológicas—. Quieren oponerse al poder estando en el poder. Movilizar a la contra teniendo la iniciativa. Ser la oposición y el Gobierno. Hay muchos precedentes de esta estrategia en países con democracias peores que la nuestra. Ninguno ha salido bien.

En las democracias, se da por sentado que la oposición haga determinadas cosas. Que acuse al Gobierno de pretender controlar la judicatura y acabar con la separación de poderes. Que afirme que el presidente dispone de una influencia desmedida sobre los medios. Que repita que el poder está poniendo en riesgo la neutralidad de las instituciones y la misma democracia. Que organice manifestaciones. Que denuncie persecuciones.

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