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Juan González-Barba Pera

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Elogio del turista

Un mundo en movimiento trenzado de desplazamientos pacíficos es un mundo mucho mejor que otro salpicado de guerras, conflictos y desplazamientos forzosos, y el turismo funciona como un antídoto

Foto: Un grupo de turistas ante la Sagrada Familia. (EFE/Alejandro García)
Un grupo de turistas ante la Sagrada Familia. (EFE/Alejandro García)

En el marco de la transición verde, el turismo sostenible se ha convertido en uno de los temas estrella. Sin ir más lejos, este medio, junto a la Diputación de Málaga, coorganizó recientemente la VIII Edición del Foro Turismo, en el que la transformación del modelo turístico con la sostenibilidad en mente fue objeto de debate desde diversos ángulos: el sector, la Administración local, el impacto sobre la economía, la estrategia ESG de empresas que, aun no siendo del sector, inciden en él (bancos, transportistas y muchas más, porque la transversalidad del turismo es grande) y la conciencia social de la sostenibilidad. Este Foro es representativo del tipo de debates que, en torno a este tema, se celebran en muchos otros países. Pero en todos ellos hay un gran ausente, que paradójicamente es el principal protagonista: el turista. Si acaso, se le considera en la única faceta de homo economicus: el gasto que genera, estrategias de captación, huella de carbono que deja su actividad, entre otros aspectos. Pero el turista –y me refiero principalmente al practicante del turismo de masas- es polifacético, y su mera existencia ha supuesto un gran avance en la historia del desplazamiento humano. Sin él, seríamos mucho peores como sociedad, no solo en términos económicos, por eso es injusto que sea cada vez más incomprendido a medida que se intensifica la conciencia verde en nuestras sociedades.

Lo primero que llama la atención es que el turista de masas casi nunca es uno mismo, sino el otro anónimo. El ciudadano local de Barcelona o Sevilla que protesta porque sus ciudades se han vuelto muy incómodas a causa de la gran afluencia de turistas –carestía de la vivienda, destrucción de la vida de barrio con los apartamentos turísticos, etc.- quizá no haya dudado en algún momento de su vida en viajar a París, Roma, Venecia o Praga a poco que se haya podido costear el viaje. El activista medioambiental posiblemente haya frecuentado a lo largo de su vida reuniones de coordinación en alguna de las ciudades mencionadas u otras y ya, de paso, no habrá dejado de visitar sus monumentos más célebres. El turista discernidor, conocedor de la cultura e historia del lugar que visita, se lamenta de la masa mimética mientras trata de vislumbrar desde la distancia a la Gioconda, entre brazos alzados que buscan inmortalizar el momento con su móvil, sin percatarse de que está haciendo lo mismo y ocultando a los turistas que están detrás la obra maestra de Leonardo da Vinci. Muchos de ellos, de vuelta a sus ciudades de origen, quizá se muestren comprensivos con las pintadas que cada vez proliferan más: “turistas no”, “tourists go home”, como si no fuera con ellos.

En ciertos ámbitos, tiende a presentarse a los turistas como culpables de un fenómeno devastador, que destruye el frágil equilibrio medioambiental, la armonía de la vida tradicional, la accesibilidad a la vivienda a un costo asequible, o el disfrute de una cerveza y unas tapas de calidad a precios razonables. En otras palabras, los turistas serían como termitas humanas, destructivas, que hacen la vida mucho más incómoda a los residentes de toda la vida. Es innegable que el turismo de masas tiene estos y otros efectos colaterales negativos, que poderes públicos y empresas que se benefician de estos flujos han de contribuir a remediar. Pero la solución no puede endosarse a la principal responsabilidad del turista, y mucho menos cuestionando la misma existencia del fenómeno y estigmatizando a quien lo practica.

Entre otras razones, porque no hay escapatoria al turismo de masas. Quien busque el último rincón recóndito para una aventura extrema, en el corazón de la selva tropical, en el pico más inexpugnable, en la cala de la isla más alejada, en el desierto más inhóspito, comprobará que otros antes que él (o ella) ya estuvieron ahí, que publicitaron el momento, y que otros –agencias, emprendedores locales- comprendieron que incluso ese lugar tenía potencial turístico. Porque los flujos turísticos, como los de un líquido, también se rigen por la ley de los vasos comunicantes. Cuando un destino está saturado, aparecen otros que hasta entonces no habían brillado tanto. Se descubre la belleza donde no se intuía que existía, porque, como decía Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, un día, los hombres descubrirán que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema. El caracol manchado del turismo puede ser, también, la ausencia de turistas, porque el turista genuino busca lo primigenio, alejado de la congestión de las masas. Esta ha sido una de las claves iniciales del desarrollo del turismo rural. Además de todas las actividades que permiten al turista de origen urbano entrar en comunión con la naturaleza, en sus orígenes el atractivo de este tipo de turismo estribaba también en la ausencia de aglomeraciones. Casi todos aspiran a que su lugar perdido se convierta en un polo de atracción turística, tan solo se trata de dar con la clave, con el reclamo infalible, acompañado de una publicitación exitosa, al alcance de la inmensa mayoría gracias a internet y las redes sociales.

Foto: La playa en verano va a ser cada vez menos agradable. (EFE/J.C. Cárdenas)

Frente a los que sostienen que el turismo de masas pone en riesgo los modos tradicionales de vida, en realidad este entronca con la auténtica tradición del género humano: la movilidad sin límites. ¿Qué suponen tradiciones que, a lo más, tienen unos pocos siglos de antigüedad frente a la inmensidad de decenas de miles de años? Si damos a la tradición el máximo tiempo posible –la sedentarización del hombre en poblados tras el descubrimiento de la agricultura y la ganadería-, nos retrotraemos doce mil años atrás, y eso solo en ciertas regiones. Aun así, la comparación con la tradición del hombre en movimiento palidece: unos doscientos cincuenta mil años desde que el Homo sapiens, después de un largo proceso evolutivo, apareció en África y desde allí se fue lentamente diseminando por los cinco continentes. Es más, la revolución neolítica no acabó con los desplazamientos. Subsistió como forma de vida el nomadismo ligado a ciertos tipos de ganadería. Una vez que se establecieron organizaciones sociales y políticas más complejas, apareció como uno de los motores de la actividad humana el afán de conquistar territorios y pueblos: las invasiones recurrentes caracterizaron la historia humana literalmente hasta nuestros días, como nos recuerda la agresión rusa en Ucrania. Las emigraciones de pueblos e individuos en busca de subsistencia económica han sido otro de los elementos recurrentes de la historia humana, y aún continúan en su faceta individual y familiar.

Desplazamientos con retorno al punto de partida se han producido, antes de la edad contemporánea, fundamentalmente de la mano del comercio y por razones religiosas. Unos pocos comerciantes y peregrinos, así como conquistadores y religiosos, en el curso de sus desplazamientos, nos dejaron observaciones de los nuevos territorios y pueblos que atravesaban, pero aún no estábamos ante la esencia de la actividad turística. Para eso tendríamos que esperar al siglo XVIII en que se puso de moda el Grand Tour entre europeos septentrionales adinerados, con Italia como destino preferente, ampliado en el siglo XIX a puntos más exóticos de la Europa meridional con los viajeros románticos. Aún se trataba de una actividad elitista y minoritaria.

Fue ya a principios del siglo XX cuando se amplió el número y la condición de los viajeros, el proceso se aceleraría a partir de su segunda mitad, hasta llegar a la eclosión de nuestros días con el low-cost. El que casi una quinta parte de la humanidad, según las estadísticas de la OMT, haga algún desplazamiento turístico al año –entendido de la manera más amplia posible- supone un hito en la historia de la humanidad. Por marginal que sea el aprendizaje de otros pueblos y territorios visitados, queda como poso de cualquier viaje turístico la conciencia de la diversidad del mundo, la aceptación de que es positivo que así sea, y ello con total ausencia de cualquier afán de conquista y posesión de lo diferente. El turismo, a escala planetaria, revierte así lo que había sido la tónica desde la revolución neolítica y, solo desde este punto de vista, ya nos ha hecho mejores. La propensión al desplazamiento está bien implantada en los genes humanos desde los albores de la aparición del Homo sapiens sobre la Tierra, y el turista es su mejor encarnación. Protejámoslo, cuidemos de que no desfallezca el afán viajero del hombre. Porque un mundo en movimiento trenzado de desplazamientos pacíficos es un mundo mucho mejor que otro salpicado de guerras, conflictos y desplazamientos forzosos, y el turismo, a su manera y bien encauzado, funciona como un antídoto contra esto último.

*Juan González-Barba, diplomático y exsecretario de Estado para la UE (2020-21)

En el marco de la transición verde, el turismo sostenible se ha convertido en uno de los temas estrella. Sin ir más lejos, este medio, junto a la Diputación de Málaga, coorganizó recientemente la VIII Edición del Foro Turismo, en el que la transformación del modelo turístico con la sostenibilidad en mente fue objeto de debate desde diversos ángulos: el sector, la Administración local, el impacto sobre la economía, la estrategia ESG de empresas que, aun no siendo del sector, inciden en él (bancos, transportistas y muchas más, porque la transversalidad del turismo es grande) y la conciencia social de la sostenibilidad. Este Foro es representativo del tipo de debates que, en torno a este tema, se celebran en muchos otros países. Pero en todos ellos hay un gran ausente, que paradójicamente es el principal protagonista: el turista. Si acaso, se le considera en la única faceta de homo economicus: el gasto que genera, estrategias de captación, huella de carbono que deja su actividad, entre otros aspectos. Pero el turista –y me refiero principalmente al practicante del turismo de masas- es polifacético, y su mera existencia ha supuesto un gran avance en la historia del desplazamiento humano. Sin él, seríamos mucho peores como sociedad, no solo en términos económicos, por eso es injusto que sea cada vez más incomprendido a medida que se intensifica la conciencia verde en nuestras sociedades.

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