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En las autonomías y Europa, Vox ha matado una de sus dos almas
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Ramón González Férriz

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En las autonomías y Europa, Vox ha matado una de sus dos almas

Ya no queda nada de esa alma conservadora que, mal que bien, había estado presente en Vox durante más de una década. Ahora es, solamente, derecha no liberal nacionalista

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal (i), en los pasillos del Congreso de los Diputados. (Eurropa Press/Eduardo Parra)
El líder de Vox, Santiago Abascal (i), en los pasillos del Congreso de los Diputados. (Eurropa Press/Eduardo Parra)
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Esta semana, Vox ha matado una de las dos almas que convivían en su interior. Esa alma ya estaba francamente débil. La salida de integrantes como Iván Espinosa de los Monteros, Rubén Manso o Juan Luis Steegmnann, y la creciente influencia ideológica de Jorge Buxadé, eran una señal inequívoca de ello. Pero tras romper los gobiernos autonómicos de coalición por su negativa a que estos acojan a menores inmigrantes, y tras abandonar en el Parlamento Europeo el grupo de los Conservadores y Reformistas, ha acabado de matarla. Es una señal de desesperación. Pero quizá no una decisión irracional. Sus líderes creen que, cuanto más se radicalicen, mejor les puede ir. Es así como interpretan su propia historia.

Los orígenes conservadores

Cuando Vox apareció en 2013, sus líderes se veían a sí mismos como la encarnación del PP verdadero, al que Rajoy había traicionado. Estaban irritados con este por su moderación general, pero en especial por tres cosas: porque en 2011 subió el IRPF; porque no revirtió medidas como el matrimonio gay o la ley del aborto que había impulsado José Luis Rodríguez Zapatero; y porque, según ellos, estaba siendo blando con el procés independentista catalán. Los referentes ideológicos de Vox, contaban esos líderes, eran el Partido Republicano de los neoconservadores y de John McCain, Margaret Thatcher, y el Partido Popular de José María Aznar y sus herederos en la Comunidad de Madrid.

Durante cuatro años, con esa orientación ideológica, y con Abascal como líder desde 2014, el partido no consiguió nada. Literalmente nada. De modo que, en 2017, cambió de estrategia. Tras reunirse con las demás formaciones de la derecha radical europea en la ciudad de Coblenza, en un evento muy publicitado y dominado por las aportaciones del ideólogo estadounidense Steve Bannon, Abascal empezó a hablar de la "derecha alternativa" y a utilizar un lenguaje grandilocuente sobre el Occidente amenazado y el papel de esas formaciones como salvadoras morales de Europa. Seguramente no fue por ese giro ideológico, sino por la suma de la crisis de los refugiados del año anterior, el referéndum ilegal en Cataluña y la llegada al poder de la izquierda con Pedro Sánchez, pero fue entonces cuando el partido empezó a despegar y a tener presencia institucional. Y, sobre todo, a convertirse en una muleta imprescindible para que el PP pudiera gobernar en la mayoría de espacios en los que aspiraba a hacerlo.

Tras el estancamiento, otro giro radical

No era poco. Pero, después de eso, Vox no ha tenido el éxito del que han gozado la mayor parte de sus pares europeos. Ha acumulado poder, sobre todo, en Gobiernos autonómicos; curiosamente, instituciones que dice querer eliminar. Y hoy dispone en el Congreso de un 65% de los asientos que tenía hace cinco años. Mientras tanto, los partidos de Giorgia Meloni y Geert Wilders son los más votados en Italia y Países Bajos, y ambos lideran sus respectivos gobiernos, y Alternativa y Agrupación Nacional son las segundas fuerzas en Alemania y Francia. Su respuesta ante este estancamiento ha consistido en distanciarse cada vez más de su conservadurismo original, que mantenía algunos elementos liberales y aspiraba a una relativa transversalidad, e ir caminando cada vez más hacia la derecha. Hacia las teorías de la conspiración. Hacia el radicalismo. No solo para parecerse menos al PP. Sino también, ahora, para competir con Alvise Pérez y los émulos que, sin duda, le saldrán.

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal. (Europa Press/Eduardo Parra) Opinión

Los dos hechos acontecidos esta semana han sido el paso definitivo. Es perfectamente legítimo aspirar a una política migratoria distinta, pero rechazar el reparto de menores extranjeros llegados de manera irregular es una inmensa deslealtad hacia Canarias, además de una forma de crueldad. No hay en ello ningún rasgo del “conservadurismo compasivo” que proclamaba el neoconservadurismo, que pretendía al mismo tiempo reducir la inmigración ilegal y mostrarse generoso con los sueños de los menores recién llegados. De hecho, no tiene nada de conservador. Es una forma de pánico moral y de extremismo.

Es señal de lo mismo que, en el Parlamento Europeo, Vox haya abandonado el grupo de los Conservadores y Reformistas —que lidera el partido de Meloni, que hasta hace cuatro días era la principal referencia europea de Abascal— y se haya sumado al de los Patriotas, en el que ya no se encuentra ningún rastro de conservadurismo liberal. En él hay partidos autoritarios como el Fidesz húngaro; Thatcher se habría llevado las manos a la cabeza ante el programa económico de Agrupación Nacional; y, dada su vida privada, cualquiera debería sospechar de la sinceridad con que Matteo Salvini habla de su preocupación por los valores cristianos. Es un grupo que, en nombre del tradicionalismo, pretende destruir el liberalismo.

De modo que ya no queda nada de esa alma conservadora que, mal que bien, había estado presente en Vox durante más de una década. Ahora es, solamente, derecha no liberal nacionalista: lo contrario de lo que Aznar pensaba que debía ser la derecha. Sus líderes esperan que reducir su nicho sirva, al menos, para frenar su estancamiento. Se podría decir que eso es lo que les enseña su propia historia: cuando algo no funciona, hay que volverse siempre más radical. Pero tras esta sucesión de movimientos, hoy Vox es solo una caricatura oportunista de lo que quería ser cuando nació. Ha muerto lo poco que quedaba de su alma conservadora liberal. ¿Le saldrá bien? Sería una buena noticia que no.

Esta semana, Vox ha matado una de las dos almas que convivían en su interior. Esa alma ya estaba francamente débil. La salida de integrantes como Iván Espinosa de los Monteros, Rubén Manso o Juan Luis Steegmnann, y la creciente influencia ideológica de Jorge Buxadé, eran una señal inequívoca de ello. Pero tras romper los gobiernos autonómicos de coalición por su negativa a que estos acojan a menores inmigrantes, y tras abandonar en el Parlamento Europeo el grupo de los Conservadores y Reformistas, ha acabado de matarla. Es una señal de desesperación. Pero quizá no una decisión irracional. Sus líderes creen que, cuanto más se radicalicen, mejor les puede ir. Es así como interpretan su propia historia.

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