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Cómo discutir sobre inmigración sin pánico ni complacencia
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Ramón González Férriz

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Cómo discutir sobre inmigración sin pánico ni complacencia

Hay dos bandos: quienes consideran que la inmigración está creciendo y es dañina para el tejido social y quienes defienden que es una obligación moral acogerlos

Foto: Llegada de un grupo de inmigrantes a Canarias. (EFE/Ángel Medina G.)
Llegada de un grupo de inmigrantes a Canarias. (EFE/Ángel Medina G.)
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Durante quince años, mientras en España la inmigración crecía a un ritmo extraordinario —se pasó de alrededor de medio millón de inmigrantes a finales de los años noventa a casi seis millones a principios de la década de 2010— se discutió muy poco sobre ella. Quizá en el país había un consenso tácito en que se trataba de un efecto inevitable de nuestro enriquecimiento, y que de hecho era imprescindible para que este se produjera.

Eso empezó a cambiar durante la crisis y, luego, con la llegada de refugiados en 2015 y 2016. Pero lo que lo cambió todo fue el auge de Vox a partir de 2017. Ahora, cuando vuelve a haber seis millones de extranjeros en España, la inmigración se está convirtiendo en el tema central, junto con las disputas territoriales, de la política. Con una particularidad: mientras la derecha parece querer hablar de la inmigración a todas horas, el Gobierno del PSOE, que ha pasado del “Welcome Refugees” a la firma del tratado sobre inmigración más restrictivo en la historia de la Unión Europea, es reacio a hablar de ella si no es con vaguedades.

Pero si, como sucede en el resto de Europa, vamos a hablar mucho de inmigración, deberíamos hacerlo bien y no basar nuestras posiciones en tópicos falsos.

Ya se han formado dos bandos con ideas fijas. Por un lado, están quienes consideran que la inmigración está creciendo desproporcionadamente y es dañina para el tejido social. Quita el trabajo a los locales y acapara las prestaciones del Estado de bienestar, dicen sus detractores. Y, sobre todo en el caso de los inmigrantes musulmanes, daña algunos rasgos de nuestra democracia, como la igualdad entre hombres y mujeres. Los más extremos consideran que supone una islamización de nuestro país y una sustitución de la población mayoritaria por la llegada de fuera.

Foto: Hein de Haas, codirector del Instituto Internacional de Migración de la Universidad de Oxford y autor de 'Los mitos de la inmigración'. (Marijn Smulders)

En el otro lado están quienes consideran que es una obligación moral acoger a quienes proceden de países pobres o viven situaciones desesperadas. Gente que considera que la diversidad es un bien absoluto y beneficia a todos. Una versión más tecnocrática de esta visión positiva dice que la inmigración es imprescindible para mantener el Estado de bienestar y llevar a cabo tareas para las que faltan manos. Más allá de nuestras preferencias, los inmigrantes nos pagarán las pensiones, resumen muchas veces quienes pretenden ser prácticos y realistas. Puede que nuestro problema sea que hay muy poca inmigración.

¿Quién tiene razón? Según el mejor libro sobre la inmigración que he leído, 'Los mitos de la inmigración. 22 falsos mantras sobre el tema que más nos divide', del profesor neerlandés Hein de Haas, publicado en castellano hace unos meses en la editorial Península, nadie.

Derribando tópicos

Para empezar: no vivimos una gran oleada migratoria. La migración ha sido más o menos estable en las últimas décadas; hoy, como ayer, alrededor del 97% de la población mundial vive en su país de nacimiento. Tampoco está en máximos históricos la llegada de refugiados: tras el pico de mediados de la década pasada, ha regresado a las cifras habituales. Es cierto que últimamente la inmigración ha crecido en Europa y en Estados Unidos más de lo esperado, pero en su mayoría llega a los países de destino de manera perfectamente legal. Si acaba siendo ilegal, es porque se queda más tiempo de lo que su permiso le permitía, no porque llegue en una patera o salte una valla. En el caso de Europa, y aunque los datos son fragmentarios, De Haas estima que no hay más de cuatro millones de inmigrantes ilegales, un 0,8% de la población total y, como mucho, un 13% de la inmigración.

No vivimos una gran oleada migratoria (ha sido más o menos estable) y tampoco está en máximos históricos la llegada de refugiados

Pero De Haas también niega muchos de los mitos que manejan los progresistas o los tecnócratas para defender la inmigración. En primer lugar, la inmigración no es beneficiosa para todo el mundo: es muy probable que, entre la población receptora, quienes se benefician más sean los ricos; y que quienes ya tenían salarios bajos sigan ganando poco y no se beneficien en nada. Aun en el caso de que el PIB suba con la llegada de inmigrantes, es un error centrarse solo en los efectos económicos, porque “para los trabajadores locales, los cambios sociales y culturales [que acarrea la inmigración] pueden resultar profundamente perturbadores, y en ocasiones hostiles”, dice De Haas. Los ricos rara vez notan esos cambios: “Casi nunca viven en los mismos barrios ni trabajan en los mismos lugares que los trabajadores migrantes poco cualificados”, añade.

El mito economicista más poderoso que desmonta De Haas es aquel según el cual “los inmigrantes son necesarios para resolver los problemas de unas sociedades envejecidas”. No es así, dice. La migración no nos salvará de los problemas demográficos ni del desequilibrio en el gasto de las pensiones. Para que lo hiciera, habría que traer tal cantidad de inmigrantes —por ejemplo, 3,4 millones al año solo en Alemania, diez veces la cantidad que el país recibe ahora— que es completamente imposible atraerla o hacer que la sociedad la acepte. La solución que suelen proponer los políticos que quieren menos inmigración, que consiste en fomentar la inversión y el crecimiento en los países de origen, también es falsa: eso, en lugar de reducir la inmigración, la aumenta, porque los inmigrantes suelen proceder de países con un cierto grado de desarrollo y riqueza.

Ahora, a discutir

Lo mejor del libro es que no puede adscribirse a ninguna de las posturas ideológicas preestablecidas, aunque De Haas considera que la inmigración es inevitable y, en agregado, más beneficiosa que perjudicial (yo pienso lo mismo). Pero ahí están las palabras clave: “en agregado”. En general, a la gente nos dan igual los resultados agregados que fascinan a los tecnócratas o seducen a quienes piensan a muy largo plazo. Lo que nos importa es cómo nos afecta a nosotros un fenómeno determinado, y en muchas ocasiones nos inquieta más el impacto cultural —es decir, el aspecto, el olor y el sonido de lo que consideramos nuestras calles— que el económico.

Foto: Militantes ultraderechistas durante una protesta. (Reuters/Stringer)

Eso es razonable. No lo es la mezcla de pánico y optimismo que hoy domina esta conversación. Podemos decidir cuánta inmigración es demasiada, pero es absurdo pensar que España será un país musulmán en cincuenta años: hasta los musulmanes que vienen aquí se están volviendo gradualmente más laicos. Tampoco es razonable, por supuesto, hacer como si no pasara nada: la izquierda debería dejar claros cuáles son sus argumentos, y no solo rehuir el tema. ¿Podremos hablar de esto como adultos razonables? Apuesto a que no, pero al menos, lean el libro de Hein de Haas para ver cómo sus convicciones, sean cuales sean, se tambalean un poco.

Durante quince años, mientras en España la inmigración crecía a un ritmo extraordinario —se pasó de alrededor de medio millón de inmigrantes a finales de los años noventa a casi seis millones a principios de la década de 2010— se discutió muy poco sobre ella. Quizá en el país había un consenso tácito en que se trataba de un efecto inevitable de nuestro enriquecimiento, y que de hecho era imprescindible para que este se produjera.

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