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El PSC, la élite empresarial catalana y la verdadera razón del concierto
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Ramón González Férriz

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El PSC, la élite empresarial catalana y la verdadera razón del concierto

Cuando los socialistas afirman que Cataluña "ha pasado página" lo que quieren decir es que las élites catalanas ahora piensan que es el PSC quien mejor puede defender sus intereses

Foto: El presidente de la Generalitat, Salvador Illa. (EFE/Quique García)
El presidente de la Generalitat, Salvador Illa. (EFE/Quique García)
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El 19 de septiembre de 2012, hace doce años, empezó el procés independentista. Artur Mas había pedido un pacto fiscal para Cataluña y Mariano Rajoy lo iba a rechazar. Ante esa negativa, Mas declaró que abría un debate sobre la respuesta que daría, pero afirmó “que no hay que hablar de rupturas totales porque dentro de Europa esto no tendría sentido”. Y añadió: “No nos hemos vuelto locos […] Romper no está en mi vocabulario”. Sin embargo, inmediatamente después, los líderes independentistas apostaron, precisamente, por romper.

Hubo muchas razones para ello. Pero una de las principales fue que parte de la élite económica y política catalana sentía que Madrid estaba creciendo de una manera desproporcionada. Se estaba convirtiendo, a expensas de Barcelona, en la ciudad más dinámica de España y en su nueva líder económica. Muchos catalanes consideraban que las razones que se lo permitían no eran totalmente legítimas. Lo atribuían a las viejas privatizaciones de Aznar y a las conexiones del Ibex 35 con el Gobierno central. Al “efecto capitalidad” y al palco del Bernabéu. A unas políticas fiscales que consideraban "dumping". O al simple nacionalismo español. Había que pasar al ataque. Después de su larga historia como líderes de la economía española, Cataluña y Barcelona no podían quedarse atrás.

Durante buena parte de la década pasada, esas élites eran conscientes de que la independencia era imposible. E incluso indeseable. Sandro Rosell, expresidente del Barça y uno de los representantes de esta comunidad empresarial relativamente joven y con fuertes conexiones políticas, lo resumió muy bien: “Votaría ‘sí’ en un referéndum, pero de ganar la independencia, me iría de Cataluña”. Sin embargo, pensaban que los políticos independentistas eran la mejor garantía para conseguir más poder, más dinero y más protección.

En los últimos años, la sensación de vulnerabilidad de las élites catalanas ha crecido. Esperanza Aguirre había dimitido dos días antes de la declaración de Artur Mas, su sucesor Ignacio González acabó ingresando en la cárcel por corrupción y Cristina Cifuentes tuvo un triste final político. Pero con la llegada de Isabel Díaz Ayuso al poder en 2019 aumentó la percepción de que Madrid iba como un cohete gracias a sus políticas de laissez faire y, al mismo tiempo, de que estas eran tramposas. No solo eso. Las élites barcelonesas veían cómo Málaga se convertía en un polo de atracción para las empresas tecnológicas. El PNV gestionaba bien los aspectos puramente administrativos de su Gobierno en el País Vasco, en parte gracias al concierto. Hasta Zaragoza destacaba. En Barcelona, con una alcaldesa, Ada Colau, que parte de esa élite detestaba, la capacidad de liderazgo económico disminuía. Pero lo hacía, en buena medida, por culpa del procés que ella misma había incitado. El Barça era un desastre. Cataluña se había quedado prácticamente sin bancos. Y Grifols hacía cosas raras. Sin embargo, lo más humillante para esta gente sofisticada y rica es que parecía no haber otro modelo económico para crecer que el turismo barato.

Pasar página

Cuando los socialistas afirman que Cataluña “ha pasado página” lo que quieren decir es que esas élites ahora piensan que es el PSC quien mejor puede defender sus intereses. No es un partido que les encante: a fin de cuentas, se trata de la formación que vota masivamente la clase trabajadora, y entre cuyo liderazgo hasta se cuelan los charnegos. E incluso algunos desagradables españolistas, como la nueva directora de comunicación de Salvador Illa, Cristina Farrés, que no procede de uno de los periódicos tradicionales de Cataluña, sino del parvenu y antiindependentista Crónica Global, lo que ha sorprendido a muchos. Pero, a fin de cuentas, la conexión del Gobierno de la Generalitat con el Gobierno nacional es privilegiada. Y los líderes de ambos, Illa y Pedro Sánchez, no han dado por bueno el independentismo, pero sí el diagnóstico que puso en marcha el procés: que hay que blindar a las élites catalanas, que hay que reducir el auge de Madrid de alguna forma —a fin de cuentas, piensan, los socialistas no la gobernarán en la próxima década, por lo menos—, y que hay que quitar poder a las viejas élites madrileñas porque estas son centralistas, carcas y ventajistas. ¿Cuál es la mejor forma de hacerlo? Volvemos a la casilla de salida del 19 de septiembre de 2012: un pacto fiscal.

Soy escéptico con la posibilidad de que finalmente se alumbre un concierto económico. El Gobierno de Sánchez no da ningún valor al significado de las palabras y les otorga uno distinto según la coyuntura. Y quizá a ese Gobierno le quede poca vida. Pero el proyecto socialista de desplazar mayores cuotas de poder hacia Barcelona, cuyas élites económicas se sienten heridas, desprotegidas y desdeñadas, es una realidad. El plan saldrá mal: esta particular versión del viejo proteccionismo regional tiene poco futuro en el mundo global en el que vivimos ahora. Y el problema económico de Cataluña va más allá del mucho o el poco poder político que esté en manos locales: es un problema de mentalidad, visión y osadía. Pero debemos pensar en el concierto, sea cual sea la forma que adapte finalmente, en esos términos: un dopaje para unas élites que no quieren hacerse a la idea de que son sus propios errores los que han hecho que Barcelona y Cataluña hayan perdido liderazgo relativo dentro de España. El PSC y Sánchez quieren echarles una mano. Se trata, piensan, un proyecto de Estado.

El 19 de septiembre de 2012, hace doce años, empezó el procés independentista. Artur Mas había pedido un pacto fiscal para Cataluña y Mariano Rajoy lo iba a rechazar. Ante esa negativa, Mas declaró que abría un debate sobre la respuesta que daría, pero afirmó “que no hay que hablar de rupturas totales porque dentro de Europa esto no tendría sentido”. Y añadió: “No nos hemos vuelto locos […] Romper no está en mi vocabulario”. Sin embargo, inmediatamente después, los líderes independentistas apostaron, precisamente, por romper.

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