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La Diada: una obra de teatro en busca de significado
Hay que darle un significado a una jornada que no consista en que el poder no independentista diga lugares comunes del progresismo catalán acerca de la integración, la lengua y el autogobierno y los demás intercambien insultos
¿Recuerdan
Ayer, mientras seguía las múltiples ceremonias de la Diada de Cataluña, tuve la sensación de que esta se ha convertido en una de esas obras. Todo el mundo parecía interpretar resignadamente el papel que le tocaba. Pero a todos se les notaba la falta de ganas. El presidente Illa dio un discurso digno y trivial acerca de la diversidad de Cataluña y la existencia de un proyecto en común, pero al mismo tiempo sabe perfectamente que a la mitad de los catalanes la idea de un presidente no nacionalista le resulta un contrasentido o algo peor. Los independentistas de ERC ofrendaron flores en el Fossar de les Moreres, pero recibieron insultos, como botiflers o traïdors, que en los años anteriores se dirigían a los no independentistas. Oriol Junqueras intentó rescatar su carrera apareciendo por sorpresa en una comida de su partido celebrada en una terraza de Barcelona, pero pareció exactamente lo que es: un político que se presenta a unas primarias, no un mártir. Jordi Turull, el secretario general de Junts, aseguró que con la Diada el independentismo quedaba “reforzado”, aunque según la Guardia Urbana participaron en la manifestación veinte veces menos personas que hace una década; 60.000 frente a más de un millón en Barcelona, aunque hubo marchas también en otras ciudades. Las viejas organizaciones civiles del independentismo, Ómnium y ANC, reclamaron unidad al mismo tiempo que señalaban culpables internos: “¡Basta de lamernos las heridas! ¡Organizaos!”, gritó Lluís Llach. El Nacional, el periódico oficial del irredentismo, hizo una transmisión en directo de los acontecimientos del día —“Algunos manifestantes llevan caretas del presidente Puigdemont”, decía la actualización de las 16:30—, aunque me apostaría algo a que ni siquiera sus lectores habituales están ya demasiado interesados en ello.
Un monopolio caducado
Durante más de una década, los independentistas han tenido el monopolio de la Diada. Pensaron que esta pertenecía a la mitad de los catalanes y que esta mitad tenía derecho a utilizar la fiesta con una finalidad estrictamente partidista. Ayer, por primera vez en catorce años, el 11 de septiembre se celebró con un president no independentista y con el independentismo en minoría en el Parlament y profundamente enfrentado por motivos, también, estrictamente partidistas. A ello se sumaba la justificada sensación de que los jóvenes cada vez hablan menos catalán y están menos interesados en la independencia. ¿Cuál era, entonces, su significado?
Un sentido
Quienes somos indiferentes a los días nacionales pensamos en ocasiones que lo mejor que podríamos hacer es eliminarlos del calendario. Pero para mucha gente son importantes y, en consecuencia, probablemente lo más sensato sea otorgarles un sentido lo más transversal posible. El PSC e Illa lo intentaron ayer, pero aún no les sale: cuando la portavoz de la Generalitat, Sílvia Paneque, dijo que Cataluña tiene “voluntad de existir”, parecía más una actriz interpretando a una nacionalista que una nacionalista.
Llevamos 12 años de procés. El independentismo está en descomposición. ERC corre el riesgo de convertirse en un partido marginal. Junts se halla sometido a la voluntad de un líder que hace muchos años que no se reúne con nadie que no le adule. Y la derecha radical, Aliança Catalana, ascenderá tanto como lo permita el talento de su líder, Sílvia Orriols. En este contexto, hay que darle un significado a una jornada que no consista en que el poder no independentista diga lugares comunes del progresismo catalán acerca de la integración, la lengua y el autogobierno y los demás intercambien insultos, que es exactamente lo que sucedió ayer.
Pero, ¿qué significado? Muchos creen tener una respuesta a esa pregunta —la lucha por la independencia, la reivindicación de ese autogobierno, la memoria histórica o el censo de los verdaderos catalanes—, pero ninguna es suficientemente transversal. Se podría decir que eso sucede ahora en todas las sociedades dominadas por la fragmentación: la unidad es imposible, incluso, en el día dedicado a la celebración de la unidad nacional. Pero el riesgo real es que la Diada se convierta en una mera obra de teatro, en un ritual que nadie tiene muchas ganas de llevar a cabo, pero que es imprescindible realizar para que no se pueda decir que no ha habido función.
A los que somos indiferentes a los días nacionales esto no nos parecería grave. Una Diada anodina y apesadumbrada me parece perfecta tras años y años de excesos emocionales y agresividad. Pero a lo mejor esta mala y desganada obra no es lo que quieren los catalanes que siguen pensando que el 11 de septiembre debe tener algún sentido.
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