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Tribuna
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Los votantes no suelen castigar la corrupción. Tampoco lo harán ahora
A veces, los ciudadanos creen que todo el sistema es corrupto y da relativamente igual quién mande. Otros, los votantes no confían en la oposición o en los jueces y consideran que los procesos judiciales están viciados
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Si el Gobierno es corrupto, perderá las próximas elecciones, ¿verdad? Parece una pregunta fácil. Pero no lo es. La respuesta más realista sería: "No lo sabemos. Quizá, con suerte, las siguientes".
Para confirmarlo, basta con acudir a la experiencia. Los primeros casos sonados de corrupción del Gobierno de Felipe González se conocieron a finales de los años ochenta, pero el PSOE se mantuvo en el poder hasta 1996. En 2013 se empezaron a publicar los papeles de Bárcenas, pero Mariano Rajoy ganó las elecciones de 2015 y siguió en la presidencia hasta 2018; no sabemos cuánto habría durado si no hubiera triunfado una improbable moción de censura.
El argumento es aún más claro en el caso de las Comunidades Autónomas. El fraude de los ERE en Andalucía se inició en el año 2000, pero el PSOE gobernó hasta 2017. La investigación del caso Gürtel se inició en 2007, pero el PP gobernó Valencia hasta 2015. En Cataluña, los casos ITV y 3% no impidieron que Artur Mas fuera presidente de la Generalitat entre 2010 y 2016; ese año, le sustituyó alguien de su mismo partido, Carles Puigdemont. Los casos Lezo y Púnica no han tenido ningún impacto en el Gobierno de la Comunidad de Madrid, que, una década después de que se dieran a conocer, sigue en manos del PP.
La paradoja
No es algo que solo suceda en España: también pasa en Italia, Japón o Estados Unidos. Como resumió Oskar Kurer, uno de los mayores expertos globales en la corrupción: "En muchos lugares se observa una paradoja: la corrupción es impopular, pero algunos políticos corruptos son populares" Es tan contraintuitivo que los votantes no expulsen a los gobernantes corruptos que muchos politólogos han intentado explicar por qué se trata de un patrón generalizado, incluso en países ricos y con instituciones comparativamente sólidas.
Las respuestas varían. Como demostró un artículo académico sobre la burbuja inmobiliaria española, la gente piensa que la corrupción es tolerable si cree que le beneficia personalmente (puede leerse aquí). A veces, los ciudadanos creen que todo el sistema es corrupto y, por lo tanto, que da relativamente igual quién mande. En otras ocasiones, los votantes no confían en la oposición o en los jueces y consideran que las denuncias de corrupción y los procesos judiciales están viciados. Otro estudio reciente, que hoy resulta especialmente pertinente, señala "la aversión de los ciudadanos a informarse de los casos de corrupción que afectan a su partido preferido". Aunque subraya una derivada aún peor: "Entre los ciudadanos que tienen mayor conocimiento e interés por la política, y que prefieren estar informados sobre este tema, exponerse a la información de un escándalo de corrupción que afecta a su partido preferido no conlleva una reducción en la probabilidad de votarlo", (puede leerse aquí).
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Ayer, este periódico enumeraba los treinta "familiares y cargos de Pedro Sánchez" imputados en distintos casos de supuesta corrupción. No sabemos aún cuáles serán las consecuencias penales o su impacto en la ciudadanía. Pero me he permitido escribir los párrafos anteriores para recordar a los lectores que, muy probablemente, los votantes del PSOE y los demás partidos que mantienen en pie su Gobierno no lo tendrán muy en cuenta a la hora de votar. En las próximas elecciones, algunas de las explicaciones que he mencionado intervendrán para que el votante de izquierdas, y de los nacionalismos vasco y catalán, piensen que, a pesar de todo, este Gobierno es mejor que otro formado por el PP y, posiblemente, Vox.
Pero lo hará también otro motivo del que Sánchez es un verdadero maestro con pocos precedentes: la polarización. Sánchez la ha instigado desde 2019 para presentar la política española como un asunto binario en el que hay un gobierno que lucha por la democracia y los derechos sociales —el suyo— y una oposición autoritaria y reaccionaria que quiere destruir las libertades. Ha sido una táctica inteligente no solo para lograr que el PSOE resista electoralmente, sino también para algo igualmente difícil: cohesionar una coalición parlamentaria casi ingobernable.
El nuevo equipo de Moncloa que rodea a Sánchez, liderado por Diego Rubio, va más allá: cree que la polarización es buena y que la amenaza de la derecha es tan grande que este Gobierno puede permitirse forzar las reglas de juego y colonizar las instituciones.
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Seguramente, sin embargo, no esperaba tener que utilizar ese mismo argumento para defenderse de las acusaciones de corrupción. Y eso es exactamente lo que hará: "Los jueces de derechas, los medios de derechas y los partidos de derechas nos acusan falsamente porque somos impecables y porque queremos defender el progreso y tus derechos. ¿A quién vas a creer?", dirá su argumentario, aún en formación. Si el Gobierno actual lograra repetir en el poder después de las próximas elecciones, su argumento sería el de tantos otros predecesores: "El pueblo nos ha escogido, y por lo tanto somos inocentes".
Resulta frustrante, pero es un hecho que a los votantes les cuesta castigar la corrupción. A la prensa afín, en ocasiones, todavía más. En consecuencia, suelen ser los jueces quienes, en primera instancia, tienden a castigar a quienes han incurrido en ella. Ese es exactamente el escenario en el que nos encontraremos ahora. El espectáculo será largo y feroz.
Si el Gobierno es corrupto, perderá las próximas elecciones, ¿verdad? Parece una pregunta fácil. Pero no lo es. La respuesta más realista sería: "No lo sabemos. Quizá, con suerte, las siguientes".