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¿Está irremediablemente corrupta la democracia en España?
España está aquejada de un problema de cultura democrática que se remonta a la Transición y que se ha agravado en los últimos tiempos
Cuando Obama fue elegido presidente, tenía todavía por delante veintiún meses de mandato como senador de Illinois a los que debía renunciar. En este caso, la ley marca que el gobernador del estado nombre un senador interino que agote el mandato sin recurrir a elecciones. Y fue así como el gobernador Blagojevich intentó vender por un millón de dólares el escaño senatorial. No solo no lo consiguió, le supuso la cárcel.
Contrariamente a lo que se pudiera creer, el affaire narrado no es un supuesto de comportamiento criminal aislado ni insólito en los Estados Unidos, sino algo relativamente frecuente (se puede comprobar por la lista de los siete gobernadores que antecedieron y siguieron a Blagojevich en Illinois) sin que quepa colegir que en Norteamérica la corrupción política campe por sus respetos. Más bien lo contrario. Los Estados Unidos son una nación patriota en la que, por muchas disfuncionalidades que aflijan a su democracia, la Constitución impera. Es decir, no hay desfase entre el obrar político de la realidad y lo que dispone la legalidad constitucional. Otra cosa es que no nos gusten sus normas, pero ese es un reparo ideológico y no interesa en esta columna que solo aspira a aclarar la diferencia entre venalidad y corrupción política.
La corrupción es un término anfibológico que encierra dos significados no coincidentes, la criminalidad contra lo público y la degradación política que lamina el juego institucional. Aunque, evidentemente, una criminalidad extendida a toda la sociedad puede terminar derivando en corrupción política, la venalidad como categoría penal se define como la conducta ilícita que afecta solo a los individuos que de una u otra forma participan en la apropiación criminal de los bienes del Estado, de lo que es de todos. Tan antigua como el hombre.
Por el contrario, la corrupción política es una creación moderna que aparece con la sociedad, esto es, que cabe cuando existe una sociedad que opina y asume como válida -y hasta como normal- una situación en la que la conducta pública de los que gobiernan es radicalmente opuesta a lo que las normas prescriben.
Entonces, la corrupción en sentido ético-político significa la existencia de dos realidades contrapuestas, una que se proclama como norma imperante, como legalidad que debe guiar el comportamiento de los hombres desde las instituciones y otra que, efectivamente, rige la vida cotidiana. Esta última es la que con pleno conocimiento de todos opera como verdadera regla de conducta generalmente admitida, hasta el punto de haber consumado un verdadero cambio ontológico (de esencia interna) en el ser político. No son solo dos mundos coexistentes - el de las normas y el de la realidad - que como líneas paralelas no se tocan, sino que además -y con plena aquiescencia social- lo real se está convirtiendo en otra sustantividad que paulatinamente se acaba imponiendo en los hechos y en los comportamientos. Eso sucedió en la fenecida Unión Soviética, en la que el socialismo era todo menos una realidad, que fue incapaz de imponer su irrealidad cuando se vio necesitado de defender su pervivencia, a la que no salvó ni la fuerza de sus armas (y eso que eran nucleares).
¿Qué está pasando en España? ¿La criminalidad política se extiende y progresa cada día más? Puede ser, pero me temo que eso no es lo verdaderamente grave, con serlo mucho. El punto crítico estriba en el alejamiento creciente entre el quehacer real cotidiano y los comportamientos que impone la democracia. Un alejamiento que no es circunstancial sino que está siendo estructural y que empieza a metamorfosear la política.
Me explico. Una cosa son las instituciones democráticas y otra las prácticas o conductas políticas que exigen. Y en España ambas no siempre resultan coincidentes porque la transparencia se confunde interesadamente con la publicidad obviando – como alguna vez recordara Marta García Aller en este medio- que la primera encierra una degradación democrática al ignorarse que la representación es un trust que somete a los gobernantes a la regla de desconfianza. Que dar cuentas de las responsabilidades exige dimitir cuando hay error político o, de hecho, que las garantías procesales excepcionales tienen como contraprestación cierta presunción de culpabilidad. Que los partidos son mecanismos del juego democrático y no correas de transmisión del líder ni medios de reparto clientelar. Y es que en el fondo, España está aquejada de un problema de cultura democrática que se remonta a la Transición y que se ha agravado en los últimos tiempos en la medida en que las prácticas de poder personal han ido sustituyendo a las conductas que naturalmente acompañan a un gobierno constitucional.
Para decirlo de forma más clara, en nuestro país -y con la aceptación más o menos tácita de todos- se atisba por todas partes un cambio en el que las relaciones personales de mando y obediencia comienzan a reemplazar al gobierno objetivo de las leyes. En España, el gobierno del poder se está desprendiendo de la política para quedar cada vez más reducido a puro mando. Lo importante empieza a ser el mando y sus atributos y no la finalidad a que se dirige ese mando, la dirección de los asuntos comunes. El resultado parece claro, la Constitución fenece en brazos del interés personal de quien gobierna, que ha hecho de la política su profesión y de su permanencia imperativo vital irrenunciable. ¿Cabe remedio?, ¿cómo?, ¿regenerando la política?
Difícil tarea la que se sugiere por quien desde nuestro Gobierno ideó tal eslogan, por la sencilla razón de que no es posible regenerar lo que apenas ha tenido vida, ya que la práctica constitucional española ha adolecido desde 1978 de un cierto déficit democrático que ahora se agrava hasta correr peligro de convertirse en la nueva naturaleza política. ¿Cómo proceder entonces?
Pues muy fácil, introduciendo un operar democrática en nuestra política. Pero ¿es posible? Probablemente, sí, a cambio de que quienes ejercen el poder de manera contraria a la esencia de la política democrática, muden su hacer. Pero ello seguramente supondría el fin de un obrar presidido por la lógica de mando y ¡cuán plácido es ser obedecido! Qué cómodo es oír siempre ¡tienes razón! Y, al contrario, qué molesta y trabajosa es para todos la democracia. No solo para el gobernante, también para el que resulta gobernado.
*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.
Cuando Obama fue elegido presidente, tenía todavía por delante veintiún meses de mandato como senador de Illinois a los que debía renunciar. En este caso, la ley marca que el gobernador del estado nombre un senador interino que agote el mandato sin recurrir a elecciones. Y fue así como el gobernador Blagojevich intentó vender por un millón de dólares el escaño senatorial. No solo no lo consiguió, le supuso la cárcel.