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La proyección exterior de nuestra monarquía parlamentaria
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Juan González-Barba Pera

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La proyección exterior de nuestra monarquía parlamentaria

Los países que tenemos monarquías parlamentarias como forma de Estado contamos con una jefatura de Estado que potencia el alcance e impacto de la presencia en el mundo del país en cuestión

Foto: Felipe VI durante el discurso de Navidad. (Reuters/ Ballesteros)
Felipe VI durante el discurso de Navidad. (Reuters/ Ballesteros)

¿Cómo se explica que en las monarquías parlamentarias, cuyo jefe de Estado está desprovisto de todo poder político, los reyes y su familia inmediata desempeñen un papel tan relevante en la proyección exterior de sus respectivos países? Para contestar a esta pregunta es preciso hacer previamente una breve referencia a la originalidad de esta forma de monarquía respecto a otras que la precedieron.

La monarquía parlamentaria es una institución que solo explica la historia y no la racionalidad de la teoría política desarrollada durante la Ilustración, y que plasmó en la práctica la experiencia revolucionaria norteamericana y francesa. El presidencialismo republicano encarnó en igual medida el poder ejecutivo y la representación de la nación, apoyada en su segunda función por símbolos como la bandera y el himno. Las repúblicas americanas se inspiraron en el modelo estadounidense y las que se independizaron de Francia lo hicieron en el modelo de su ex metrópoli. En los casos en que la fractura con el Antiguo régimen no fue revolucionaria, sino gradual —y el caso inglés fue el paradigmático—, el poder ejecutivo fue compartido durante un tiempo entre el rey y el gobierno elegido por un parlamento más o menos representativo en función de la amplitud del derecho de voto. La llamada monarquía constitucional fue desapareciendo de dos maneras en los países que, a medida que alcanzaban la plena democratización, optaron por mantener separadas la jefatura del Estado y la del poder ejecutivo: bien diferenciando entre un primer ministro que, con su gobierno, encarnaba el poder ejecutivo en exclusiva, y un presidente de la república con funciones representativas y de arbitraje y con poderes residuales, bien conservando la forma monárquica, pero privando al rey de cualquier poder político y reservando su función representativa al ámbito de lo simbólico.

En las repúblicas parlamentarias, el presidente no llega a alcanzar la fuerza del símbolo, porque su elección supone una división previa, la que se manifiesta en una elección competitiva, bien directa, bien indirecta a través del parlamento u otros colegios electorales. El buen desempeño de esta labor representativa de toda la nación dependerá de su talante y desempeño personales así como del nivel de polarización del país: de este modo, en países como Portugal, cuya sociedad hace gala de un consenso cívico digno de encomio, el presidente logra desempeñar con éxito la función representativa que la constitución le reserva; en cambio, en otros, la polarización complica esta labor hasta el punto de que el presidente a veces trueca la función representativa por una confrontación con el primer ministro si es de distinto color político.

La monarquía parlamentaria es una institución que solo explica la historia y no la racionalidad

Son pocas las monarquías parlamentarias en la actualidad, y la mayoría se encuentran en Europa: el Reino Unido, Bélgica, Luxemburgo, Países Bajos, Dinamarca, Noruega, Suecia y España. En todos estos países, el rey o la reina —y su familia más próxima— simbolizan la unidad de la nación, a la que representan. La unidad es una ficción, porque nunca es completa, entre otras razones, por la existencia de porcentajes variables de ciudadanos que no se quieren ver representados por sus reyes, pero siempre menores de aquellos que no votaron por tal o cual presidente en cualquier república parlamentaria. La gran virtud de la monarquía parlamentaria es la de, por no partir de una división de origen, ser una institución que contribuye al consenso básico democrático al que me referí en un artículo anterior, especialmente útil en tiempos de polarización. La desventaja respecto al presidente en una república parlamentaria es que la ejemplaridad que se requiere de la jefatura del Estado no puede ser exigida de igual manera si falta, de ahí que se deban arbitrar mecanismos excepcionales para propiciar, e incluso exigir, la abdicación del rey —o reina— en tales casos.

La monarquía parlamentaria española tiene una diferencia respecto a sus equivalentes europeas, y es su previa historia monárquica accidentada, sin un proceso paulatino de "vaciamiento" de competencias sostenido en el tiempo: la precedieron, tras la abdicación de Alfonso XIIl, último monarca constitucional, una breve república, una cruenta guerra civil, una larga dictadura, una restauración decretada por Franco sin atender al orden dinástico, hasta llegar a su consagración constitucional en 1978. Por eso, el valor simbólico de nuestra monarquía tiene un matiz importante: no solo simboliza a la nación, sino que simboliza a la nación reconciliada consigo misma.

La transición a la democracia desde el apartheid en Sudáfrica fue un ejemplo exitoso de transición pacífica, que seguí de cerca porque viví allí en ese tiempo durante mi primer destino diplomático. Los negociadores sudafricanos fueron especialmente transparentes con la comunidad internacional, y, de hecho, invitaron a las embajadas a seguir in situ las negociaciones que se desarrollaron en Kempton Park, a las afueras de Johannesburgo. Recuerdo el interés que suscitaba el modelo español de transición, y las preguntas que nos hacían sobre las particularidades de nuestro caso. En particular, estaban interesados en los mecanismos generadores de confianza desde un recelo absoluto hasta conseguir un acuerdo en que todos se vieran ganadores —o, lo que es igual, que nadie se viera perdedor—, gracias a la consagración de una democracia plena.

El valor simbólico de nuestra monarquía tiene un matiz importante: no solo simboliza a la nación, sino que simboliza a la nación reconciliada

El papel que desempeñó el Rey Juan Carlos, aunque no era aplicable al caso sudafricano, era motivo de interés en la medida que contribuyó a la reconciliación nacional. La persona emblemática de la democracia sudafricana, Nelson Mandela, que hizo de la reconciliación de un país profundamente dividido su horizonte político, siempre reconoció a la monarquía parlamentaria española su papel en este proceso. En el discurso de aceptación del premio Príncipe de Asturias a la cooperación internacional, que recibió ex aequo junto a Frederik de Klerk en 1993, se refirió así a la España que visitaba: "España puede unir lo antiguo y lo nuevo, y forjar una identidad común a partir de la riqueza de su diversidad regional, de culturas y de civilizaciones". En su toma de posesión como presidente, el 10 de mayo de 1994, tuvo una especial deferencia, en cuanto al orden y extensión de la audiencia, con el entonces Príncipe de Asturias, don Felipe de Borbón, que acudió representando a España, porque la monarquía parlamentaria española era también un símbolo de reconciliación, de la que Nelson Mandela fue la personificación por excelencia en el siglo pasado.

España, al contar con una jefatura de Estado que simboliza la reconciliación consigo misma, se vale de ella para reconciliarse también con su pasado, esto es, le permite retener y subrayar lo mejor de su historia, que incluyó a comunidades y territorios que no forman parte de la España actual. Esto es importante porque existe la tentación, criticable, pero inevitable, de considerar el pasado a través de los valores imperantes en el presente, y en pocos ámbitos geográficos sucede esto como en el Mediterráneo. Ningún país europeo ha tenido el trato íntimo con judíos y musulmanes que ha tenido España en su historia. Con independencia de las vicisitudes de nuestras relaciones actuales con los países árabes e Israel, estas se desenvuelven en un trasfondo histórico de luces y sombras. Resaltemos las primeras y releguemos las segundas, y nadie mejor que la Corona, símbolo de la reconciliación actual, para simbolizar todo lo que nos une en nuestra historia compartida con árabes y judíos.

Pude comprobar que esta dimensión simbólica opera en la realidad cuando la ministra Trinidad Jiménez me incluyó en la delegación que acompañó a los aún Príncipes de Asturias, don Felipe y doña Letizia, en un viaje que realizaron en abril de 2011 a Israel, Palestina y Jordania. En los tres países, el Príncipe de Asturias recibió tratamiento de jefe de Estado, siendo recibido, respectivamente, por el presidente Shimon Peres, el presidente Mahmud Abbas y el Rey Abdallah de Jordania. En las palabras y gestos de sus interlocutores translucía que en el Príncipe de Asturias no solo veían al representante de la España actual, cuyo poder político representaba la ministra de jornada, sino también a un símbolo que potenciaba lo mejor de cuanto fuimos juntos y, por tanto, contribuía a proyectarnos como país mucho más allá de nuestra circunstancia actual.

Nadie mejor que la Corona para simbolizar todo lo que nos une en nuestra historia compartida con árabes y judíos

Si esto sucede en un ámbito como el árabe y el judío, cuál no será el impacto del símbolo de reconciliación que es el Rey en las relaciones con las repúblicas de América Latina. Más allá de las desavenencias puntuales que puedan surgir en el ámbito político o económico con tal o cual país, que corresponde a los respectivos gobiernos abordar y solventar, quedan lazos históricos, culturales y sentimentales fortísimos. Las independencias rompieron dos siglos atrás la subordinación política, pero perviven, y con qué fuerza, esos otros lazos de todo tipo. España no ha pretendido institucionalizar esta relación simbólica que propicia la monarquía parlamentaria —más allá de la asistencia del rey a las cumbres iberoamericanas— como sí hizo, por ejemplo, el Reino Unido, cuyo rey es el jefe de la Commonwealth, integrado por países que pertenecieron en su día al Imperio (aunque tras el ingreso de Mozambique, Togo y Gabón se ha ampliado el concepto) y, además, es el jefe del Estado de quince de sus integrantes, incluido el Reino Unido. A pesar de esta ausencia de institucionalización similar a la británica, en este caso respecto a América Latina, es sin duda en este ámbito de nuestras relaciones exteriores donde el papel del Rey es más relevante.

Las monarquías parlamentarias europeas son, por su propia historia, profundamente europeístas, más allá de la pertenencia o no de sus respectivos países a la Unión Europea, de la que no son miembros ni el Reino Unido ni Noruega. En los albores de las diferentes monarquías en nuestro continente, y, desde luego, en la época de las monarquías absolutistas y constitucionales, los reyes y reinas se sabían parte de una familia europea, en cuyo seno luchaban, hacían las paces, se casaban y, por ello, tenían lazos de parentesco, que a veces propiciaban uniones de reinos distintos. La actual monarquía española es, si cabe, aún más europeísta que el resto de las europeas —entendido el europeísmo, esta vez en sentido estricto, como proyecto de integración europea—, lo que obedece a las circunstancias que rodearon su restauración y legitimación. A la muerte de Franco y tras la entronización del Rey Juan Carlos, España estaba excluida de las distintas organizaciones europeas. La democratización —y consiguiente conversión de la monarquía con poderes absolutos en una parlamentaria— era condición sine qua non para el ingreso de España en las entonces Comunidades Europeas. Así, fue la Constitución de 1978 la que nos permitió volver a ocupar la plaza que nos correspondía en el concierto de países europeos.

La actual monarquía española es, si cabe, aún más europeísta que el resto de las europeas

El que las monarquías parlamentarias se sigan sintiendo parte de una familia europea ya no trae causa de un pasado en que fueron familia en sentido literal, por más que perdure el recuerdo y los lazos de parentesco. Lo son porque el proceso de integración europea ha permitido que nuestros pueblos sientan una cercanía sin precedentes como partícipes de un proyecto compartido, sentimiento que los reyes y reinas europeos, en tanto que representantes simbólicos de sus respectivas naciones, no pueden sino reflejar. Porque, además, los matrimonios entre casas reales se han convertido en la excepción y no la regla. De hecho, parte del atractivo y popularidad de las distintas casas reales europeas entre su opinión pública nacional, la europea y la del resto del mundo, proviene de la contribución de sus cónyuges de origen no real. La aportación del punto de vista y modos y estilos compartidos con el resto de los ciudadanos también se refleja en el interés que suscitan las casas reales europeas en otros países, especialmente en los de régimen republicano, que son la mayoría.

En definitiva, los países que tenemos monarquías parlamentarias como forma de Estado contamos con una jefatura de Estado que potencia el alcance e impacto de la presencia en el mundo del país en cuestión. En el caso de España, el Rey Felipe VI contribuye de manera destacada a que así sea.

¿Cómo se explica que en las monarquías parlamentarias, cuyo jefe de Estado está desprovisto de todo poder político, los reyes y su familia inmediata desempeñen un papel tan relevante en la proyección exterior de sus respectivos países? Para contestar a esta pregunta es preciso hacer previamente una breve referencia a la originalidad de esta forma de monarquía respecto a otras que la precedieron.

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