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Pedro Sánchez ha saltado el tiburón
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Ramón González Férriz

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Pedro Sánchez ha saltado el tiburón

Una expresión del lenguaje televisivo, que se utiliza cuando en una serie se produce un giro de guion contraproducente, ayuda a entender las últimas iniciativas del Gobierno y su declive

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juanjo Martín)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juanjo Martín)
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El Gobierno parece un tanto errático. Iniciativas como la conmemoración de la muerte de Franco ocupan un espacio enorme en su argumentario y luego, de repente, desaparecen. Anuncia una batería de medidas contra la crisis de la vivienda, pero luego se ve que no podrá implantar muchas de ellas. Ni se molesta en buscar argumentos para justificar que ha destituido al presidente de una empresa de la que el Estado solo posee el 10%. Y crea un decreto ómnibus, que mezcla regulaciones dispersas, convencido de que todo el mundo —incluido un socio engañado y una oposición insultada— debe votar a favor.

Antes, el Gobierno contaba con un relato coherente. Y, en cierta medida, ganador. ¿Qué ha pasado? Hay una explicación en el lenguaje televisivo que puede ayudar a entenderlo. Pedro Sánchez ha saltado el tiburón.

La escena del tiburón

Happy Days fue una comedia de situación estadounidense de los años setenta que mostraba una visión idealizada de la vida de clase media. Su protagonista era un adolescente sano y convencional que contrastaba con un amigo más rebelde y guapo llamado Fonzie, que llevaba tupé y chaqueta de cuero. Fue la serie más vista en Estados Unidos durante años. Aunque, como sucede tantas veces, llegó un momento en el que los guionistas ya no sabían cómo prolongar ese éxito. ¿Qué giros de guion podían seguir haciendo interesante una serie cuya trama se agotaba? Una primera decisión fue quitarle algo de protagonismo al joven majo y dárselo al malote. Funcionó muy bien y la audiencia se disparó. Pero había que ir más allá para asegurarse de que cada episodio tenía más espectadores que el anterior. El director probó de todo. Y al final se le ocurrió una escena. La familia visitaría Los Ángeles con el rebelde Fonzie. Y este aceptaría un reto para demostrar su valentía. Practicaría esquí acuático —¡con la chupa de cuero puesta!— y saltaría por encima de un tiburón. Años más tarde, uno de los guionistas recordaría su exasperación al tener que escribir esa escena: “Mira en qué se ha convertido nuestra serie —le dijo a un colega—. Ya no es ni graciosa, y ahora resulta que Fonzie tiene que saltar por encima de un tiburón”.

Con el tiempo, la expresión “saltar el tiburón” se aplicaría a las series que dan giros de guion precipitados e incoherentes para seguir manteniendo la atención de los espectadores. La escena de Fonzie no marcó el final del éxito de Happy Days ni significó su retirada de la programación, pero ahora se considera un punto de inflexión, el momento en que la serie dio un giro absurdo y empezó a declinar. En algunos ambientes estadounidenses, la expresión se aplica también a cuestiones de la vida cotidiana. Si haces algo inesperado e incomprensible para que el jefe se percate de tu valía o para recuperar a una ex, pero tiene pinta de que te va a salir mal, te pueden decir: “Tío, has saltado el tiburón”. Ahora mismo, Sánchez encarna esa expresión en la política.

Una iniciativa tras otra

Como sucedió con Happy Days, los fans de este Gobierno seguirán pendientes de la pantalla e intentarán entender los cambios argumentales. En el pasado, ya sucedió con la carta del presidente para explicar su desaparición durante cinco días y su posible dimisión, la solución a la “epidemia” que representaba el consumo juvenil de pornografía o los ataques a la fachosfera; ninguna de esas escenas ha tenido mucha continuidad en la trama. Pero el show debe continuar y a una parte de la audiencia casi todo le parece bien. Algunos han asegurado ya que eximir del pago del IRPF a los propietarios de pisos que los alquilen a jóvenes es un giro de izquierdas. También que conmemorar la muerte de un dictador, con la cual no terminó la dictadura, puede ser útil para que los jóvenes dejen de votar a Vox.

Pero las nuevas líneas van más allá y son aún más extremas. María Jesús Montero, jefa de la oposición en Andalucía, ha dicho que no permitirá que se otorguen privilegios a ninguna comunidad, pero también, como ministra de Hacienda, ha asegurado a los independentistas que tendrán un concierto económico. Félix Bolaños ha propuesto vaciar de contenido la acusación particular en los juicios para proteger a familiares del presidente. Se han hecho incontables gestos y cesiones para conseguir que haya presupuestos en Cataluña y España, pero luego se ha asegurado que es irrelevante que no se apruebe ninguno de los dos. Presentar decretos para que estos no sean aprobados deja en evidencia el lema de la legislatura, según el cual Sánchez tiene tras de sí a la mayoría de españoles, pero se hace igualmente. Se cambia el presidente de una empresa solo para recordar a los demás quién manda. Mientras, en mitad de una crisis del consumo televisivo, se prepara la subasta de un nuevo canal que tal vez compre un grupo sumido en una crisis de deuda, pero afín al Gobierno.

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Sánchez recurre a trucos cada vez más osados para mantener viva la trama. Muchos de ellos son inconsistentes e improvisados, o simplemente no tienen ningún futuro. Y quizá alguno de sus guionistas ya esté exasperado. Nada de eso va a hacer que el Gobierno deje de ser popular entre sus votantes, ni va a suponer su fin. Pero nos hace pensar que, efectivamente, Sánchez ha saltado el tiburón.

El Gobierno parece un tanto errático. Iniciativas como la conmemoración de la muerte de Franco ocupan un espacio enorme en su argumentario y luego, de repente, desaparecen. Anuncia una batería de medidas contra la crisis de la vivienda, pero luego se ve que no podrá implantar muchas de ellas. Ni se molesta en buscar argumentos para justificar que ha destituido al presidente de una empresa de la que el Estado solo posee el 10%. Y crea un decreto ómnibus, que mezcla regulaciones dispersas, convencido de que todo el mundo —incluido un socio engañado y una oposición insultada— debe votar a favor.

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