Aunque vieron naufragar el proyecto político que auspiciaron, lo que les supuso a muchos de ellos persecuciones y/o exilios, sin embargo, mantuvieron en pie el estandarte liberal
El 27 de marzo de 1960, hace ahora 65 años, murió Gregorio Marañón. Fernando Valera, último presidente del Gobierno español de la República en el exilio, manifestó entonces el duelo de “las tres Españas: la Oficial, la Peregrina y la Silenciosa” por el deceso de este “español insigne”. Al recordar sus años tras la más incivil de nuestras guerras, señaló que, desde que Marañón regresó a España, había aprovechado “los resquicios de libertad que a él le toleraban en razón de su renombre internacional para proclamar sus ideas liberales, protestar de persecuciones arbitrarias y trabajar por la reconciliación y concordia de los españoles”.
Ahora que parece imponerse la democracia iliberal en buena parte del mundo occidental —término acuñado en términos políticos en Foreign Affairs en 1997 por el periodista de origen indio Fareed Zakaria, hoy una de las caras visibles de la CNN—, es buen momento para regresar sobre el liberalismo que encarnó aquel médico humanista y su generación en uno de esos momentos históricos de hiperexaltación nacionalista y proteccionista, donde el sistema parlamentario liberal fue asediado, acusado de “debilidad” y, en no pocas ocasiones, derribado.
Cuando Marañón y sus contemporáneos —singularmente, José Ortega y Gasset y Manuel Azaña— accedieron a la esfera pública, el viejo liberalismo decimonónico agonizaba. Hacía ya prácticamente medio siglo —desde luego, desde la Comuna de París de 1871— que las reivindicaciones sociales y sufragistas visibilizaban a los olvidados con el sistema nacido con las revoluciones atlánticas: mujeres, incipientes clases medias y obreros. Aquel 1914, cuando apelaciones belicistas cundían por doquier en Europa anunciando los cañones de agosto, por decirlo con Barbara Tuchman, nacía en España una generación que aspiró a modernizar el país —europeizar, diría Ortega—, esto es, a que ciencia, cultura, sanidad y democracia, se convirtieran en cuestiones de Estado.
Sin embargo, en 1922, un lustro después de caer el zarismo en Rusia de la mano comunista, llegó el fascismo a Italia. Con Mussolini se asistía por vez primera al reemplazo de un régimen parlamentario liberal por una dictadura totalitaria. Inmediatamente, bajo promesas de regeneración y salvación nacional, proliferaron por Europa dictaduras autoritarias, nacionalistas y proteccionistas. En España, el régimen de Primo de Rivera llevó a Marañón a la cárcel acusado de participar —de manera injusta— en la conspiración cívico-militar de la sanjuanada en los albores del verano de 1926.
Los liberales de aquella generación, que había impulsado el acceso de la mujer a todos los niveles educativos a través de instituciones como la Residencia de Señoritas —dirigida por María de Maeztu desde 1915—, imbuyeron entonces su liberalismo de aspiraciones de justicia social. De esa corriente nació el germen reformista que inspiró la República que apadrinaron en abril de 1931 —tal como recordaría Azorín en un conocido artículo de entonces— y que llevaría a Indalecio Prieto a declararse “socialista a fuer de liberal”.
Aquel régimen que reconoció el voto femenino, trató de resolver con carácter inmediato los problemas que el país arrastraba desde inicios de la contemporaneidad: cambio de la estructura agraria y jurídica de la propiedad de la tierra; políticas de laicización del Estado; mecanismos de modernización y racionalización en la estructura del ejército; reconocimiento de las singularidades nacionales del país; y puesta en marcha de un auténtico “Estado cultural”, por decirlo con Juan Pablo Fusi.
Con todo, la II República nacía de manera contracíclica. Pronto se vio al desbordado por tensiones centrífugas, violencias contra la propiedad y la vida —en muchas ocasiones anticlericales, lo que enajenó al catolicismo del régimen— y, en fin, golpes de Estado de militares y revolucionarios —1932 y 1934— que, aunque fracasados y sometidos por la legalidad constitucional, auguraban la peor de las pesadillas que, finalmente, llegó en el verano de 1936.
El levantamiento militar, fracasado pero no sometido, origen de la Guerra Civil y antesala de la dictadura de Franco, supuso un punto de no retorno para el país y, también, para la tradición liberal española. Si en el mundo occidental el liberalismo superó su crisis con la victoria en el campo de batalla sobre el totalitarismo nazifascista, en España quedó en un limbo al menos hasta la década de 1960. Entonces, el desarrollismo al que se asistió al calor del Plan de Estabilización, puso en marchar una eclosión editorial que llevó al franquismo a perder su capacidad de controlar y censurar el mundo cultural. Fue en ese contexto cuando, al tiempo que la disidencia política encontraba caminos de expresión en publicaciones como Cuadernos para el Diálogo o Triunfo, se comenzó a recuperar la tradición liberal a través de iniciativas como la renacida Revista de Occidente o Alianza Editorial —ambas de la mano de José Ortega Spottorno, hijo del filósofo—. Hasta ese momento, coincidiendo prácticamente con la muerte de Marañón, solo la obra aislada de algunas personalidades como la del propio médico o Ramón Menéndez Pidal —al que Jon Juaristi le acaba de dedicar una espléndida biografía—, mantuvieron vivo el legado liberal en España.
Entretanto, en Europa occidental, se asistió a los conocidos como Treinta años Gloriosos, cuando aquel social-liberalismo, entroncado con otras tradiciones ideológicas —democristianas, socialistas y laboristas, singularmente—, estuvo en el germen de los Estados de Bienestar: educación y sanidad universales, gratuitas y de calidad. Esa realidad solo llegaría a España de manera plena ya con la democracia. Para entonces, el neoliberalismo había comenzado su predicamento en la década de los setenta. Aunque no cabe duda de que algunas de sus medidas contribuyeron de manera decisiva a la caída de la otra dictadura totalitaria, la soviética, en 1989, la desregulación masiva e irresponsable de los mercados a la que asistimos cuando el Milenio tocaba a su fin, estuvo en el origen de la gravísima crisis sistémica financiera y bancaria de 2008. Y lo que es peor, la doctrina neoliberal generó en el imaginario colectivo una idea peyorativa de lo liberal, asimilándolo a las peores prácticas del capitalismo financiero.
Es pues tiempo de subrayar la mejor herencia histórica liberal: la que reivindica la ejemplaridad ética en un mundo, el nuestro, donde aflora la corrupción y la preservación de los Derechos Humanos se encuentra en franco retroceso; la que entronca con el Parlamentarismo como portavoz de todas las sensibilidades ciudadanas en un tiempo, el actual, donde asoman fraudes democráticos cuando no pocos gobiernos eluden la voz y pluralidad ciudadana expresada en las urnas al ignorar deliberadamente las más elementales y seculares costumbres parlamentarias; la que hace de la separación de poderes el fundamento del equilibrio del Estado en un momento, el nuestro, donde asistimos perplejos a cómo diferentes gobiernos —muchos de gran raigambre democrática y liberal— buscan eludir los límites constitucionales por interés ideológico o de partido; y, en fin, la que defiende y fomenta las libertades y la iniciativa individual frente a los abusos del poder en un tiempo, el actual, en el que, como es evidente, estos se han debilitado y asisten a amenazas mayúsculas como las que nos llegan desde el entorno digital.
"Reivindiquemos la acepción del término liberal en textos clásicos como El Quijote, donde aparece como sinónimo de generosidad"
En tiempos de nacionalismo exacerbado y xenófobo, que levanta todo tipo de muros fronterizos y señala como un estigma la diferencia de la otredad, reivindiquemos la acepción del término liberal en textos clásicos como El Quijote, donde aparece como sinónimo de generosidad, dadivosidad o magnanimidad.
En tiempos de zozobra, incertidumbre y sectarismo, evoquemos la biografía de aquellos intelectuales que, como Marañón y su generación, aunque vieron a naufragar el proyecto político que auspiciaron, lo que les supuso a muchos de ellos persecuciones y/o exilios, sin embargo, mantuvieron en pie el estandarte liberal. Con todo, la historia les dio la razón pues, como escribió el propio Marañón en el prólogo a Españoles fuera de España (publicado 1947, el momento de mayor intransigencia del franquismo): “Otros hombres más fuertes te han arrojado de tu patria. Pero ¿qué dirán de ellos y de ti los hombres de mañana? ¿Están seguros de ser ellos los que tengan razón mañana mismo? Porque la historia no la hacen los que creen hacerla, sino también los que la cuentan; y la voz del perseguido, sin saber tener la razón que la persecución da hasta al que no tiene razón, esa voz es, a la larga, la que más alto suena”.
En tiempos de pensamiento confuso y desordenado deviene en esencial, en fin, recordar lo mejor de la tradición liberal y regresar a la definición de lo que significa ser liberal que, con su prosa limpia y clara, nos ofreció el propio Marañón en pleno franquismo: “Estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo y no admitir jamás que el fin justifica los medios”.
*Antonio López Vega, profesor invitado del ITAM-México y director para América Latina de la Fundación Ortega-Marañón.
El 27 de marzo de 1960, hace ahora 65 años, murió Gregorio Marañón. Fernando Valera, último presidente del Gobierno español de la República en el exilio, manifestó entonces el duelo de “las tres Españas: la Oficial, la Peregrina y la Silenciosa” por el deceso de este “español insigne”. Al recordar sus años tras la más incivil de nuestras guerras, señaló que, desde que Marañón regresó a España, había aprovechado “los resquicios de libertad que a él le toleraban en razón de su renombre internacional para proclamar sus ideas liberales, protestar de persecuciones arbitrarias y trabajar por la reconciliación y concordia de los españoles”.