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Los partidos españoles están gestionados como las antiguas empresas familiares
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Ramón González Férriz

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Los partidos españoles están gestionados como las antiguas empresas familiares

Cada vez menos militantes, cada vez menos discrepancia, cúpulas grandes y dependientes. Los líderes políticos—de Abascal a Puigdemont o Sánchez— están convirtiendo los partidos en cascarones vacíos que dominan como quieren

Foto: Sánchez en un mitin del PSOE. (Europa Press)
Sánchez en un mitin del PSOE. (Europa Press)
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¿Por qué la democracia no funciona? Hay muchas respuestas, pero una parece obvia. La democracia no funciona porque los partidos no funcionan.

El politólogo irlandés Peter Mair lo explicó mejor que nadie. Los ciudadanos no nos afiliamos a los partidos y, si tenemos alguna queja, la vehiculamos por medio de otras estructuras, como un lobby, una ONG o una organización local. Al mismo tiempo, los líderes de los partidos se instalan en las instituciones y consideran que su trabajo consiste en gestionar los organismos públicos, no en negociar, y a veces chocar, con sus votantes. El espacio en el que los ciudadanos y los políticos interactuábamos y generábamos vínculos, decía Mair, se está vaciando.

En España eso significa que los partidos funcionan cada vez más como anticuados negocios familiares. El caso más literal es el de Podemos, un partido en el que Irene Montero se ocupa de los asuntos organizativos y Pablo Iglesias de la propaganda, y tienen a sus órdenes como directora general a una amiga íntima de la primera desde que eran compañeras universitarias, Ione Belarra. Cuando esta tuvo un hijo, Montero afirmó: “Bienvenido, querido sobrino. La familia crece”.

Los demás casos no son tan transparentes, pero siguen la misma plantilla. Desde que Carles Puigdemont ha liderado Junts, el partido ha perdido poder local y autonómico. Sin embargo, ninguno de sus subordinados cuestiona públicamente su errática gestión, porque dan por sentado que es el propietario del 100% del capital de la organización y tiene derecho a hacer lo que quiera. Los empleados, los clientes y los proveedores de la empresa viajan a la sede central, el pretencioso chalé de Waterloo, para pedirle favores, recibir sus instrucciones y darle la razón. Su esposa trabaja en una pequeña delegación de la empresa —la red de televisiones locales de Barcelona— con un sueldo superior a su relevancia.

Foto: El presidente del PP de Cataluña, Alejandro Fernández, posa para El Confidencial en el Ateneo de Madrid. (O. C.)

En el caso de ERC, Oriol Junqueras ha sido el amo del partido durante trece años. Lo fue incluso cuando estuvo en la cárcel por, entre otras razones, manejar mal el dinero que se le había encomendado, e incluso mientras era presidente de la Generalitat Pere Aragonès, un tipo al que siempre pareció considerar una especie de sobrino majo pero incapacitado para coger las riendas. Vox es un partido basado en la purga sistemática de quienes no acatan las directrices de Santiago Abascal, que ha conseguido someter al resto de líderes y les hace tragar directrices que contradicen sus necesidades electorales básicas. Es lo que está sucediendo ahora mismo con la sumisión del partido a lo que hace Donald Trump a más de seis mil kilómetros de distancia. Como ocurre con tantos dueños de pymes disfuncionales, a Abascal no le importa tanto que su organización crezca como asegurarse de que él tiene el poder completo sobre ella.

El caso de Sumar es diferente. Parece el de una autónoma, Yolanda Díaz, que, en lugar de disponer de una verdadera estructura empresarial, lo subcontrata todo a pymes locales. Es un ejemplo muy claro del vaciamiento del que hablaba Mair: Sumar es un partido de Gobierno que está formado por una gran cúpula, pero que carece casi por completo de una base.

Foto: Pedro Sánchez en la clausura del Congreso de Aragón. (EFE) Opinión
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¿Y los grandes?

El PP nacional no reproduce esta estructura, pero sí lo hace su delegación más importante, la de Madrid. En ella todo el poder está concentrado en una persona, Isabel Díaz-Ayuso, hasta el punto de que es más relevante, y mucho más conocido, su asesor personal, Miguel Ángel Rodríguez, que cualquiera de los miembros de su consejo, ninguno de los cuales parece tener peso estratégico. No es que no haya disidencia: es que es simplemente inimaginable que la pudiera haber.

Y, al fin, está el caso de Pedro Sánchez, que ha conseguido dominar por completo una organización que antes, por su magnitud, parecía una cotizada, y que ahora ha revertido a manos de un solo propietario y administrador único. Este se ha deshecho de todas las personas más cualificadas que él que en un principio le acompañaron en el Gobierno. No tiene rivales internos —y cuando los tiene, como en el caso de Emiliano García-Page, acaban sometidos—, e incluso hizo un amago de marcharse para ver en qué medida sus servidores actuales le mostraban fidelidad. Es posible que su esposa haya utilizado su parentesco para generar negocios paralelos que no parece que hubieran sido muy viables de no existir esa relación familiar. No se puede hablar de un sucesor porque hoy líder y organización parecen haberse fusionado en él. Su destino es ya el mismo y los cargos y las bases lo aceptan como tal.

Los partidos españoles se están vaciando de militancia, conflictos ideológicos y disidencias. Se han convertido en organizaciones absurdamente jerarquizadas y monotemáticas cuyos líderes parecen confiar más en sus fans en las redes sociales y los medios que en sus militantes, que por lo demás son cada vez más escasos y sumisos. Esos líderes, a resultas de todo ello, pueden acaparar todo el poder y gestionar sus organizaciones como las viejas pequeñas empresas. Es inconcebible una democracia sin partidos. Si los partidos funcionan mal, pues, la consecuencia es obvia.

¿Por qué la democracia no funciona? Hay muchas respuestas, pero una parece obvia. La democracia no funciona porque los partidos no funcionan.

Oriol Junqueras Pablo Iglesias Santiago Abascal
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