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Tribuna
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Las extrañas reglas del Sr. Sánchez
El problema (dramático) es que en España la idea de que existen obligaciones éticas por coherencia con el sistema democrático no cuenta con el respaldo de la clase política
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En la época de esplendor de Berlusconi, uno de los más importantes procesalistas de Italia, Franco Cordero, publicó un divertido e interesante libro titulado
Creo sinceramente que los diferentes episodios nacionales (que me perdone don Benito) que recogen la relación del actual Gobierno y su presidente con las leyes y los tribunales merecerían una crónica técnico-jurídica para que fuese estudiada en las Facultades de Derecho o en las de Ciencias Políticas, sin perjuicio de las versiones destinadas a recrear nuevos esperpentos.
En esa línea se inscriben los sucesos de Badajoz, que más o menos, conoce toda España: David Sánchez estaba abocado a sentarse en el banquillo por decisión de la jueza de instrucción que conocía de la causa incoada contra él y contra el presidente de la Diputación, Sr. Gallardo, entre otros, que había de acompañarle. En las altas esferas del partido (o sea, Sánchez, que sintetiza todos los poderes) se valoró la noticia como una injusticia insoportable fruto de una persecución judicial infundada. Los habituales voceros y palmeros corrieron a difundir la catilinaria antijudicial, elevada ya a la condición doble de dogma y razón más que suficiente para tomar las medidas que fueran precisas para abortar el proceso contra el hermano del presidente.
Dicho y hecho, y a grandes males, grandes remedios. Algún preclaro jurista dio con la solución perfecta: aforando al Sr. Gallardo, el coimputado, haciéndolo miembro de la Asamblea de Extremadura, todo el procedimiento tendría que trasladarse al Tribunal Superior de Justicia como órgano competente para juzgar a un diputado, y, con él, a todos los sujetos implicados, aunque no sean aforados, como es el caso de David Sánchez y de los demás encausados.
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El pequeño problema era que el Sr. Gallardo no era diputado, y aunque figurara en la lista que en su día presentó el PSOE a las elecciones, no podía acceder a esa condición si no se daban dos condiciones. La primera, que un diputado abandonara la Asamblea, y la segunda, que todos los que figuraran en la lista por delante del Sr. Gallardo renunciaran a su puesto en la lista y al derecho a ocupar la vacante
Ni que decir tiene que todos los afectados fueron invitados a renunciar, por las buenas o por las malas. Eso no se sabe por ahora, aunque sí se sabe que la mayoría de ellos vive de cargos digitalmente obtenidos, y tienen que ser estómagos agradecidos y obedecieron. En total, cinco personas tuvieron que quitarse de en medio para consumar el plan. Un alarde de ingeniería electoral, destinada a catalogarse como "fórmula pacense para el aforamiento".
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Así que dicho Sr. Gallardo se hizo con el acta de diputado y con la ansiada condición de aforado que "beneficia" también a David Sánchez, aunque el tiempo, y la decisión que tome el TSJ de Extremadura, dirán si ha sido un beneficio, más allá de ganar tiempo.
De los motivos por los que fue inculpado el hermano del presidente no voy a ocuparme, pues no es ese el tema que en estos momentos interesa, sino el desvergonzado método para eludir el inminente juicio que ha sido el aforamiento de un coimputado para así trasladar la competencia al TSJ de Extremadura y frustrar el inevitable juicio, que de todos modos se celebrará antes o después, a pesar de los esfuerzos que a buen seguro hará el fiscal en pro del archivo de la causa.
Una vez digerido el asombro por la enormidad de lo sucedido, muchos se preguntan, como es lógico, si el Derecho tiene o no una respuesta ante la desvergonzada maquinación urdida para burlar la normal aplicación de la Ley. La primera reflexión que aflora es que se ha manipulado la Ley Electoral haciendo irrelevante el orden de los candidatos para lograr que la condición de parlamentario llegue a quien no le correspondía.
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El problema está en que no existe un terminante mandato imperativo que impida las renuncias ex post dentro de los que integran una misma lista, ni siquiera en el caso de que la renuncia obedezca a motivos tan espurios como es el de evitar el inicio del juicio contra David Sánchez. Siendo así, no es posible sostener que se ha falseado la normalidad del proceso electoral, que incluye el sentido del voto (a una lista) de los electores, y con ello se ha incurrido en fraude de ley electoral, aunque se pueda aplicar esa calificación a lo sucedido, pero con mero valor coloquial.
La inevitable consecuencia es que ningún tribunal, ni tampoco la Junta Electoral, puede anular las renuncias, con lo cual solo se abren dos vías para la reacción crítica. La primera es la existencia misma de los aforamientos, tema en permanente debate y que está pendiente de una necesaria revisión y reducción. Mientras tanto, crece el número de observadores, juristas o no, que han llegado a la conclusión de que, en la práctica, los aforamientos no obedecen a un afán de preservar la independencia del parlamentario frente a acusaciones temerarias o infundadas, sino al deseo de dificultar la acción de la justicia colocando una barrera protectora frente a potenciales decisiones incriminadoras de los jueces ordinarios determinados por la Ley, y eso explica la renuencia de la clase política a acabar con ellos por mucho que se diga que entrañan una quiebra del principio de igualdad.
Se puede decir que el cambio de tribunal, en sí mismo, no ha de tener tanta significación, pues sostener otra cosa sería tanto como atribuir precipitación o irreflexión a los jueces ordinarios frente a la mesura y prudencia de los Tribunales Superiores o del Tribunal Supremo. Pero no se trata de eso, sino de algo lamentable, y es que, según enseña la experiencia, la lentitud de los TSJ y del mismo TS, garantiza, cuando menos, el alejamiento del riesgo de un juicio inmediato que interesa evitar, y así se inscriben las razones del presidente del Gobierno, hermano de un acusado y jefe natural de los demás imputados.
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Hay otra reflexión obligada, que pasa, cierto, por asumir que el sistema jurídico no puede resolverlo todo ni tener una respuesta para cada ocasión en que los detentadores del poder retuercen las leyes en su propio beneficio personal y político. Cuando eso sucede, no se deben intentar soluciones "imaginativas" que pasen por forzar el sentido del derecho, el cual ha de ser respetado y, si se hace preciso, modificado.
Mientras que eso no suceda, hay que limitarse a censurar hechos como el que da motivo a estas líneas en base a la responsabilidad política y a las obligaciones éticas de los elegidos. Esa es la única vía para alcanzar una democracia sólida y respetable. Se trata, claro está, de algo tan importante, y a la vez tan etéreo, como es la moral pública, asumiendo que los comportamientos debidos que ordena esa moral no son exigibles en nombre de una ley.
El problema (dramático) es que en España la idea de que existen obligaciones éticas por coherencia con el sistema democrático no cuenta con el respaldo de la clase política, ni tampoco es mayoritaria una cultura ciudadana de exigencia de probidad a los representantes públicos.
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Si esa cultura existiera, las facturas por actos como el que vengo comentando se abonarían en el momento de votar. Pero a nuestros gobernantes esa posible perspectiva de futuro, no les inquieta especialmente, sea porque no creen en ella o sea por la preferencia del problema inmediato, y sobre las supuestas consecuencias electorales, se dirán, cuán largo me lo fiais.
*Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal y abogado.
En la época de esplendor de Berlusconi, uno de los más importantes procesalistas de Italia, Franco Cordero, publicó un divertido e interesante libro titulado