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Tribuna
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El fracaso de una generación de izquierdas
Muchos eran radicales que querían desbancar al PSOE y sus medios de comunicación. Otros eran académicos que creían que podían dar un aire científico a la política. Pero todos han acabado sometidos a Pedro Sánchez y a sus cambiantes necesidades
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La semana pasada se cerró un ciclo para una generación de españoles de izquierdas de entre cuarenta y cincuenta años aproximadamente. Esta empezó a adquirir protagonismo público en los años de la crisis financiera y llegó al poder político y mediático en 2018, tras la moción de censura. Algunos eran radicales y su propósito inicial era romper para siempre con el viejo PSOE y su peculiar dominio de los medios y la academia; otros habían estudiado en las mejores universidades internacionales y veían la política en términos tecnocráticos. Unos fundaron elDiario.es y Podemos, se convirtieron en tertulianos profesionales o decidieron confluir en Sumar. Otros, llenaron las instituciones para asesorar científicamente —con datos, excels y papers— a los ministros.
Pero todos acabaron poniendo su carrera al servicio de las cambiantes necesidades de Pedro Sánchez. Tenían en él algo que supongo que debe ser muy ilusionante: fe política. Y el jueves pasado se quedaron perplejos. Ya no era El Confidencial quien les contaba que ese proyecto estaba corrompido, sino los medios en los que muchos de ellos trabajan y los únicos que la mayoría de ellos consumen. El shock fue moral, pero, sobre todo, estético. Lo que acababa con su sueño de regeneración y progreso era una vieja y odiosa escena de la política española de toda la vida, de la que ellos —ilustrados, puritanos o tecnócratas— se sentían ajenos: tres hombres de aspecto vulgar se repartían cientos de miles de euros en comisiones por obras públicas y hablaban despreocupadamente de unas prostitutas.
Después de mucho tragar
Y eso que ya habían tragado mucho antes. Redactores de elDiario.es se preguntaban hace tiempo en privado por qué demonios su periódico, nacido para transgredir, se había vuelto tan sumiso al PSOE. Fundadores de Podemos se asombraban de que el proyecto político en el que se habían dejado años de vida se hubiera convertido en una mera empresa familiar. Numerosos asesores de los ministerios o hasta de la Moncloa, profundamente antinacionalistas, asumieron estupefactos la amnistía. Algunos descubrieron que Yolanda Díaz, en realidad, no tenía tanto talento político; o contemplaron cómo, a pesar de todas sus teorías sobre las instituciones contramayoritarias y los órganos de control, su Gobierno cogía a un fanático partidista y lo colocaba al frente del CIS, o nombraba gobernador del Banco de España a un ministro cuyas decisiones debía supervisar el Banco de España. En El País, un directivo reprochaba al Gobierno no tanto sus malas decisiones, sino lo difícil que le ponían al periódico defenderlas. Economistas entusiastas de Sánchez tenían datos que decían que cosas como la limitación del precio de los alquileres, o el aumento desmesurado del coste de las pensiones, acabarían mal, pero obviamente a Sánchez le daban igual esos datos y ellos se tenían que callar.
Había entre ellos cínicos; gente que, simplemente, tenía que ganarse la vida y que descubrió que los sueldos en la Administración pública son muy altos si eres un académico precario o un periodista normal. O que agradecía una repentina fama mediática. Pero la mayoría de los que yo he conocido eran verdaderos creyentes. Tenían fe política. Veían lo que estaba mal, pero pensaban que compensaba. A fin de cuentas, teníamos un Gobierno de izquierdas que se tomaba muy en serio la redistribución de las rentas y, por encima de todo, que era un freno a la extrema derecha. "Somos la excepción en Europa y tenemos que seguir siéndolo", decían con un visible orgullo, pensando que en eso consistía su trabajo.
El viernes, cuando vi cómo muchos de ello se derrumbaban al darse cuenta de que todo lo que habían despreciado como bulos era cierto, y que su proyecto difícilmente podía sobrevivir, o siquiera conservar su aura, sentí una incómoda satisfacción. Era gente que, durante siete años, nos había sermoneado bastante. Te explicaba morosamente por qué te estabas equivocando, por qué ibas con malas compañías, por qué —como me dijo un muy alto cargo de Moncloa— la polarización no solo era conveniente: era una gran noticia. Era gente tan convencida de ser lista que durante el fin de semana no he sabido decidir qué posibilidad era más ridícula: que esa consternación ante los audios fuera fingida o que fuera real.
Esa generación de izquierdistas seguirá adelante. Ya lo está haciendo: los periodistas que no sabían de la corrupción ahora nos la explican, en Podemos no se acuerdan de que formaron parte de este Gobierno, las confluencias ponen carita seria exigiendo responsabilidades, pero no se van a ir; muchos asesores volverán a la academia y a sus reflexiones sobre el declive de la democracia; otros conseguirán un puesto en el extranjero. Así es la vida. Pero por culpa de tres tipos vulgares que se repartían comisiones y prostitutas, el ciclo en el que habían depositado tantas esperanzas se ha acabado. Ya elaboraremos un poco más el dictamen, pero déjenme resumirlo así: ha sido un fracaso.
La semana pasada se cerró un ciclo para una generación de españoles de izquierdas de entre cuarenta y cincuenta años aproximadamente. Esta empezó a adquirir protagonismo público en los años de la crisis financiera y llegó al poder político y mediático en 2018, tras la moción de censura. Algunos eran radicales y su propósito inicial era romper para siempre con el viejo PSOE y su peculiar dominio de los medios y la academia; otros habían estudiado en las mejores universidades internacionales y veían la política en términos tecnocráticos. Unos fundaron elDiario.es y Podemos, se convirtieron en tertulianos profesionales o decidieron confluir en Sumar. Otros, llenaron las instituciones para asesorar científicamente —con datos, excels y papers— a los ministros.