La defensa de lo valioso requiere esfuerzo diario y compromiso silencioso, transmitiendo a las nuevas generaciones raíces y recuerdos que les ayuden a afrontar el futuro con sentido
Creo que era Chesterton quien decía que si uno aprecia un poste o una valla y quiere que permanezca igual con el paso del tiempo, deberá dedicarle un trabajo constante: repintar, reparar, devolverle la dignidad que el tiempo roba. Nada perdura solo.
Por eso la actitud conservadora no es pasividad, sino un ejercicio activo de preservación. No consiste en detener el cambio, sino en decidir qué merece ser salvado y poner manos, corazón y tiempo en protegerlo.
Con los años me he vuelto conservador. Valoro cosas que antes despreciaba. Vuelvo cada verano al pueblo del que juré no volver a veranar para "conocer mundo". Ahora quiero que mis hijos jueguen en la plaza de la iglesia con el mismo candor que yo lo hacía. Creo que lo mejor para ellos es que todo siga como estaba, como estuvo cuando yo era pequeño.
El tiempo, sin embargo, es cruel. Deja cicatrices: recuerdos de lo que ya no será igual, dolores que se anticipan al saber que ellos también sufrirán un día al ver desaparecer sus juegos, la tienda, el bar, la abuela.
Pero ese dolor no justifica el desarraigo: es el peaje que pagaremos para poder legar a nuestros hijos esos mismos lugares y recuerdos que —como yo— algún día despreciarán, y que tal vez, con la madurez, vuelvan a valorar.
Conservar es combatir la entropía: preservar un orden que no solo guarda un recuerdo, sino que sirve para forjar valores que usarán como asideros para afrontar la vida. Para mí, esa convicción ha hecho de la familia el eje de mi propósito. Por eso, ser conservador nace del amor y no del rechazo a lo ajeno o a lo que nos resulta diferente. Conservar no es tararear canciones pretéritas o anhelar pasados imaginarios. Tampoco la solución está en cambiar sin criterio ante el altar de un progreso sin rumbo.
Conservar también es ser hospitalario con el que viene, porque la tradición solo vive si se sabe acoger, enseñar y transmitir.
Parece que España no se encuentra porque está todo el tiempo buscándose para atrás o para adelante. Hay un ímpetu innecesario en querer cambiarlo todo al ritmo de viejas marchas o de música caribeña. Una necesidad irreal de reinventarse todo el tiempo. Y quizá la respuesta esté en detenernos y volver allí donde alguna vez sentimos el cariño de un abuelo.
Sé que un día mis hijos olvidarán este pueblo para perseguir otros horizontes. Está bien: hay que irse para aprender a volver. Y si al volver encuentran que las campanas suenan igual, que la valla sigue en pie, que la fuente aún murmura en la siesta, quizá entonces comprendan que alguien —sin que ellos lo supieran— estuvo todo ese tiempo repintando, reparando y cuidando.
Ese alguien seremos todos los que cuidamos el pueblo, independientemente de si nacimos en él o solo lo veraneamos. Tenemos que entender que el verano no es solo una estación, sino un patrimonio frágil que nos atraviesa y que, si lo dejamos caer, se pierde para siempre. Y por eso debemos cuidarnos de quienes confunden conservar con gritar, con agitar el polvo para fingir movimiento, con encender hogueras que nada preservan. El verdadero conservador no incendia lo que quiere salvar, ni cambia cada día de bandera: se arremanga, guarda silencio y trabaja, aunque no se note, para que aquello que merece la pena no se pierda jamás.
*Abelardo Bethencourt, cofundador y director general de Ernest.
Creo que era Chesterton quien decía que si uno aprecia un poste o una valla y quiere que permanezca igual con el paso del tiempo, deberá dedicarle un trabajo constante: repintar, reparar, devolverle la dignidad que el tiempo roba. Nada perdura solo.