La política española ya no pretende solventar problemas, solo señalar culpables
Todos los esfuerzos se dedican a culpabilizar al adversario, no a gestionar los acontecimientos. Es consecuencia de que el Estado ya no es capaz de responder a muchos retos devastadores y los políticos lo saben
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto a la presidenta de la Junta de Extremadura, María Guardiola, visita el Puesto de Mando Avanzado de Jarillas, para conocer la evolución de los fuegos. (Europa Press/Carlos Criado)
En una democracia saludable, la pregunta más importante que debe hacerse un político es: ¿cómo podemos aumentar el bienestar de los ciudadanos? En la España actual, sin embargo, esa pregunta ha adoptado un papel secundario. Los políticos están mucho más interesados en otra: ¿cómo podemos echar la culpa a nuestros rivales de todo lo malo que pasa?
Seamos realistas: esta última no es una pregunta anómala. Los políticos siempre han estado obsesionados con ser populares y eximirse de toda responsabilidad cuando las cosas se tuercen. Y el camino más corto para ello, cuando no disponen de soluciones, o piensan que estas tardarán demasiado en llegar, es culpar a los demás.
Pero hoy el juego de la atribución de las culpasocupa casi toda la política. Es como si ese fuera el fin último de ésta. Todo el aparato institucional y comunicativo; todas las propuestas del presidente nacional y la mitad de las de los presidentes autonómicos; las declaraciones de los ministros y consejeros y las ideas de sus asesores; la programación de los medios públicos y los posts en las redes sociales: parece que todas las energías se dediquen básicamente a culpabilizar al adversario. Un espectador poco informado podría llegar a pensar que ese es el trabajo real de los políticos: ser una mezcla de tertuliano y activista, pero solo raramente un gestor. La búsqueda de soluciones a los problemas siempre puede postergarse.
La incapacidad del Estado
Lo peor de todo es la razón por la que esto está sucediendo con una creciente intensidad. En los últimos años, el Estado no está respondiendo con eficacia a muchos de los acontecimientos a los que debe hacer frente. Los inesperados y los que debería haber previsto. El Estado falló en la dana. El Estado está fallando en los incendios. El Estado —todas sus instituciones, gestionadas por diversos partidos y políticos, y técnicos y funcionarios de toda clase— no vio venir la atroz crisis de vivienda que estamos experimentando. El Estado no sabe qué hacer con el hecho de que la capacidad adquisitiva de los españoles sea más o menos la misma que hace veinte años, con la salvedad de dar más dinero a los pensionistas. No sabe qué hacer con el crecimiento de las listas de espera sanitarias y con el estancamiento o el empeoramiento de los resultados educativos durante la última década. El Estado recauda cada vez más, pero es legítimo preguntarse para qué, si sus servicios son cada vez peores. Ante esta sucesión de fracasos, buena parte de nuestros políticos se dedican a lo que creen que puede eximirles: una intensa, y en ocasiones bochornosa, tarea de comunicación. Contar una y otra vez que ellos no han sido.
Por supuesto, todos los problemas mencionados en el párrafo anterior son difíciles de gestionar. Todos ellos pueden verse de manera distinta y los políticos y la sociedad pueden proponer soluciones divergentes, en ocasiones seriamente enfrentadas, que den pie a un debate público enconado y tenso. Sería iluso, además, pensar que los políticos pueden solventarlos todos de manera rápida y barata: son realmente difíciles, abrumadores. Pero uno pensaría que su trabajo es ese. Sí, se trata de una tarea ingrata: pensar soluciones es complejo; lograr una mayoría parlamentaria que las apoye y encontrar fondos para sufragarlas requiere a veces grandes esfuerzos; tratar de convencer a la parte de la población que se opone a ello es desagradecido y muchas veces imposible. Si los políticos no hacen reformas es porque estas son difíciles. Pero en eso consiste gestionar un Estado democrático y eficaz.
Menos comunicación, más gestión
No pretendo que los políticos sean seres puros, indiferentes al poder y al gusto de ganar. Entiendo muy bien que, ante las dificultades que presenta la realidad, y las limitaciones cada vez más evidentes que tiene el Estado para abordarlas, sientan un alivio infantil al publicar un tuit malicioso o colocar tres palabras hirientes en un canutazo. Pero la reiteración de todo ello resulta hoy exasperante: nuestro espacio político parece ocupado por gente cuya verdadera vocación no es la gestión de lo público, sino esa innoble aspiración de ostentar el poder y eludir sus responsabilidades. Los periodistas tenemos parte de culpa de ello: al contar la política como una pelea en el fango, hemos contribuido a que los políticos se comporten como los protagonistas de una. Muchos ciudadanos, además, parecen entusiasmados con ese espectáculo.
Ahora bien, aunque sabemos que las campañas electorales son necesarias, seguramente no queremos vivir en una perpetua e incesante, que es lo que nos sucede ahora, incluso en mitad de una tragedia. Sabemos que el insulto y la teatralización de las discrepancias forman parte de la política democrática, pero es exasperante que, como sucede ahora, conste casi únicamente de eso. Sabemos que la realidad es compleja y los problemas enormemente difíciles, pero la política debería volver ser una profesión basada en la pregunta "¿cómo podemos aumentar el bienestar de los ciudadanos?" y no, como ahora, en una mezcla de tertulia y activismo.
En una democracia saludable, la pregunta más importante que debe hacerse un político es: ¿cómo podemos aumentar el bienestar de los ciudadanos? En la España actual, sin embargo, esa pregunta ha adoptado un papel secundario. Los políticos están mucho más interesados en otra: ¿cómo podemos echar la culpa a nuestros rivales de todo lo malo que pasa?