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Pedro Sánchez y el error (y la caída) de Robespierre
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Jaime Nicolás Muñiz

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Pedro Sánchez y el error (y la caída) de Robespierre

El problema para el Gobierno está en el normal buen funcionamiento de la Justicia. Pero esto no es más que lo que impone la Constitución

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Susana Vera)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (Reuters/Susana Vera)

Sánchez y Robespierre. Han leído bien, pero no extraigan conclusiones precipitadas: Sánchez y Robespierre ni en metáfora son pareja, ni política ni de otra clase. Sin embargo, hay entre ellos algunas coincidencias que con mirada histórica saltan a la vista al contemplar la torpe manera con que el presidente viene manejando su "guerra judicial" y la súbita defenestración de Robespierre, que evidenció otra torpeza estratégica, esta fatal e irreparable, de Robespierre, llevándolo fulminantemente a la guillotina a primera hora de la tarde del 10 de Termidor del Año II (un tórrido 28 de julio de 1794). Al atardecer del día anterior habían sido apeados, él y Saint-Just, violenta e inesperadamente, de la tribuna de la Convención y conducidos en arresto con otros cabecillas jacobinos a la sala del Comité de Seguridad General por decisión del órgano supremo de la Revolución, la misma Convención que solo veinticuatro horas antes había aclamado entre aplausos poco menos que vehementes a Robespierre cuando defendía lo mismo que al día siguiente propiciaría su caída.

Todo sucedía conforme a la draconiana legislación de la Ley de Sospechosos, una ley para tiempos de guerra de 17 de septiembre de 1793, aprobada ya en pleno Terror, en defensa de la libertad de comercio (así rezaba su título), reformada y convertida el 22 de Pradial (10 de junio de 1794) del Año II del nuevo calendario republicano en una despiadada ley de excepción, que solo seis semanas después se aplicaba a sus atónitos promotores, declarados sospechosos enemigos de la República, en el cadalso de la Plaza de la Revolución. Legalmente y sin juicio alguno. El error, lo adelanto, fue negarse Robespierre a identificar a los singularizados terroristas a los que amenazaba de inminencia con la guillotina.

Pero hablemos primero de Sánchez. El error estratégico del presidente del Gobierno en su particular 'lawfare' contra el Poder Judicial tiene una base personal que ni lo explica ni menos aún justifica. A Sánchez le preocupa, es lógico, el futuro judicial de personas tan allegadas como su esposa; su hermano David (a) Azagra; sus amigos políticos Cerdán, Ábalos y personajes secundarios como Koldo e incluso Leire; y un "adoptado", el fiscal general del Estado, el jefe de una institución constitucional que Sánchez siempre ha considerado a las órdenes del Gobierno y a quien ahora extiende su manto protector en recompensa tal vez por la ayuda que de Álvaro García Ortiz ha recibido en su lucha obsesiva contra una presidenta autonómica.

No he de adentrarme en las minucias judiciales que afectan a esas personas de su círculo íntimo, aunque nadie puede ignorar que las salidas de todos esos procedimientos afectan sin remedio a Pedro Sánchez y podrían conllevar su caída política. El frente que ha abierto Sánchez tal vez sea demasiado ancho para sus espaldas (y las del común de los mortales), pero no justifica que el presidente del Gobierno, para resultar airoso en estos trances, se haya permitido salirse de su papel institucional y actuar contra la separación de poderes, descalificando duramente actuaciones judiciales y casi dictando sentencias por su cuenta y riesgo; o haya arremetido con descaro contra la institución judicial o sus integrantes, no contra una "ínfima minoría", como se aduce con hipocresía, sino contra todos, indiscriminada y anónimamente.

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Lo ha hecho Sánchez y lo han hecho ministros de su gobierno y colaboradores múltiples, entre ellos algunos jueces y magistrados en activo o jubilados. Muchos de estos han ejercido legítimamente sus libertades ciudadanas, pero algunos otros deberían haberse abstenido, entre ellos la ministra portavoz del Gobierno y el ministro de Justicia, el único miembro del Ejecutivo que no podía permitirse desprenderse de la toga con la que se subió al estrado en el solemnísimo acto de apertura de los tribunales y más ha apoyado la andanada de su jefe político.

Injuriosamente, el Gobierno ha calificado de disparatadas y criminales las actuaciones judiciales; ha negado la posibilidad de que ni siquiera hayan aparecido indicios justificativos de instrucción alguna; y ha anunciado decisiones condenatorias adoptadas de antemano, acusando así, directamente, de prevaricadores a jueces y magistrados de enjuiciamiento, sin ahorrar en su acusación al mismísimo Tribunal Supremo.

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En el caso de David Sánchez, por empezar aquí, la sentencia no está escrita y, dada, la inanidad del personaje, no es imposible que salga indemne penalmente. Él se ha manifestado, en todo caso, con torpeza, como beneficiario pasivo por ser hermano de quien es. Quizá eso no baste para una condena, pero no parece fácil que el presidente de la Diputación pacense (de quien mejor es no hurgar en sus fracasados tejemanejes) y otros políticos y funcionarios partícipes en la burda operación de dar a David un empleo público poco menos que ficticio a costa de los contribuyentes (uno más de los vergonzosos enchufes del tipo de los de las amigas de Ábalos) puedan librarse de merecidas condenas. En todo caso, indicios hay, hasta reventar. Y no es admisible que el presidente del Gobierno de la Nación se prevalga de su condición para descalificar solapadamente las diligencias adoptadas contra su hermano. O ¿no se refería a Beatriz Biedma, la instructora del caso?

En cuanto a Begoña Gómez, tampoco es de excluir que un tribunal o un jurado la absuelva de los delitos imputados, nada fáciles de sustanciar en parte, sin que por ello sus integrantes puedan ser tachados de prevaricadores. Y Peinado, el instructor del sumario, con mejor o menor acierto, solo está tratando a Begoña como una ciudadana, sin que ninguna de sus actuaciones le haya hecho merecedor, ante los ojos de las instancias revisoras, de su expulsión de la instrucción. Pero indicios delictivos hay, y la justiciable los ha reconocido de momento ante el instructor. No son pruebas, pero para consolidarlos o no está la fase de enjuiciamiento, aunque por Sánchez no habría instrucción ni enjuiciamiento ni siquiera por los negocios privados de su mujer. Bastaría su prejuicio interesadísimo acerca de la inocencia de su ser querido. Pero el Estado de derecho no funciona así.

El presidente no debería insistir en su inquina contra el instructor, al que ya acusó de prevaricador en vano, sin verdad ni justicia ni necesidad. Tenga cuidado con que no se le vuelvan las tornas. O ¿tampoco se refería a Peinado? ¿No piensa, además, que, dada su íntima relación familiar, el "juez" Sánchez debería haberse abstenido de opinar y sentenciar desde el primer momento? Así, el presidente solo se perjudica a sí mismo. [Cosa muy distinta es la campaña que Begoña está sufriendo a cuenta de los negocios de su padre, presentándola, como beneficiaria, como mucho por indicios, de unos dineros procedentes de delito y hasta empleada en ellos. Esto es simplemente intolerable.]

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Los casos de los exsecretarios de Organización y sus estrechos colaboradores son distintos. Sánchez prefiere distanciarse algo y hasta ahora no los ha mezclado en su ataque al Poder Judicial, por mucho que, políticamente, estas diligencias son para él, sin duda, las más peligrosas. Pero esta cuestión aquí no resulta relevante.

Y en cuanto al caso de fiscal general del Estado, a lo que parece, Sánchez se lo ha tomado sin necesidad como una cuestión personal. Al presidente también le habría gustado suplantar instructor del sumario, pero, como no pudo, parece que ahora Sánchez y su tropa dirigen su guerra judicial contra la Sala Segunda del Alto Tribunal. Pero en el sumario hay indicios de delito que han justificado la apertura de juicio oral por el órgano colegiado competente. Una sentencia favorable es bien probable, pero ¿no interfiere en la Justicia la andanada preventiva contra la Sala por si considerara en su día que no fue tan errática la instrucción? O ¿tampoco va la cosa contra Hurtado y la Sala?

Sánchez está siguiendo una estrategia equivocada y la está ejecutando torpemente. Lo uno va con lo otro, y, a la vista de los últimos pasos dados en los asuntos de su esposa y de su hermano, ni él ni su círculo directo van a modificar sustancialmente su actitud. Enzarzados en el embrollo que ellos mismos han tejido, no les va a ser fácil salir de su agresiva actitud. Lo estamos viendo ya. Sobre todo en el caso de Begoña Gómez, en que desde el Gobierno se declaran literalmente escandalizados y horrorizados ante el fantasma del jurado, que no tiene por qué agravar el resultado final, pero que inexplicablemente no parecía contemplado ni por la defensa jurídica ni la política de la esposa del presidente.

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Para justificar el ataque del Ejecutivo al Judicial ha tenido que armar un buen pretexto: una deshumanizadora campaña de jueces y magistrados contra el Gobierno democrático. A tal fin, ha tenido que forzar argumentos; ocultar; a veces mentir; caer en contradicciones. Todo eso mina el prestigio del presidente y daña su credibilidad. Al final todo sale a la luz. Por si no bastara, Sánchez y los suyos han tenido que emplear dos varas de medir. Por poner un ejemplo, critican por todo lo alto la defensa, ciertamente insostenible, por la presidenta madrileña de su pareja sirviéndose de su relevante posición institucional. No parece que el presidente se haya parado a mirarse en sus espejos palaciegos, pero ¿no es acaso peor, en cantidad y calidad, la utilización masiva por Sánchez del arsenal nuclear de medios públicos y privados a su disposición, desde toda clase de tribunas públicas e institucionales, para la defensa partidaria de sus intereses personales? En este caso, además, sin éxito reseñable en la empresa.

Queda claro que el problema no es una minoría despreciable de jueces contra lo que combate Sánchez. Lo que combate es el Poder Judicial de la Constitución. Pero el presidente no aporta ni pruebas ni indicios de una tendenciosidad arbitraria y delictiva en la actuación de jueces y tribunales en imaginado acoso al Gobierno ni de lo que se tilda de persecución político-judicial orquestada en contra del Ejecutivo, como si fueran los jueces y no el gobierno quienes representaran en estos casos el auténtico peligro para la separación de poderes. La Justicia está funcionando razonablemente como institución y sistema, y no es en un puñado de garbanzos negros donde estaría el problema. Si solo eso fuera, mal se podría hablar de un problema estructural de la Justicia que justificara una intervención excepcional y cuasicomisarial del Gobierno o las desconsideradas palabras de su presidente y otros miembros del Ejecutivo. Tampoco sería un problema corregirlo sin necesidad de socavar entre los ciudadanos la imprescindible confianza en la Justicia. Tal y como están las cosas, el problema para el Gobierno está en el normal buen funcionamiento de la Justicia. Pero esto no es más que lo que impone la Constitución.

Pero volvamos ya a la historia, que es mucho más que un pretexto. La pequeña historia es que la imponente figura de Robespierre, aun controlando, según se le acusaba y se le sigue reputando, todos los resortes del poder y ejerciéndolos con la brutalidad de un dictador, se deshizo en unos fugacísimos instantes. La causa de la caída no fue otra que su empecinamiento en acusar de terroristas desalmados a quienes lo eran sin duda, pero sin atreverse a individualizar nominativamente sus inquietantes amenazas y acusaciones. No consiguió más que dar tiempo a esos enemigos para ejecutar magistralmente su conspiración y llevar inmediatamente y sin piedad alguna a la guillotina al temido Robespierre y a una veintena de sus más íntimos colaboradores –una torpeza adicional de Saint-Just, con 26 años el diputado más joven de la Convención, potenció aún más la virulencia de la reacción. Quizás el "moderado" Robespierre, con su inmenso prestigio (pero menos capacidad política que la que se le presumía) hubiera podido salvar el pellejo, y hasta el poder, si la conspiración y el golpe no se hubieran ejecutado con la maestría de que hicieron gala sus instigadores. Otra lección histórica para los anales de la ciencia de la política.

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Los que luego quedarían etiquetados como termidorianos, los Barras, Carrier, Fouché, Tallien, Billaud-Varenne, Collot d’Herbois, Fréron, Vadier, repugnantes a los ojos de Robespierre, entre otras razones, por su salvajismo e inhumanidad en la represión de los enemigos de la Revolución (conocidos, como eran, por los ahogamientos masivos en el Ródano a su paso por Lyon, las ejecuciones no menos masivas por fuego de artillería en Burdeos y muchas otras expeditivas formas no menos crueles en la Vandea y tantos otros sitios, como conocido era también el helador desprecio de Fouché por la vida humana de los demás, tan grande que había hecho inscribir en el arco de entrada al cementerio de Nantes, su ciudad natal, por donde ingresaban a mantas cuerpos decapitados por orden de él mismo, el cáustico lema "La mort est un sommeil éternel"), no solo fueron un modelo de inteligencia estratégica y táctica y dispusieron de tiempo suficiente para preparar su acción, sino que actuaban impulsados por la más compulsiva de las angustias, el miedo pánico a su eliminación física en cuestión también de horas o días por sus rivales robespierristas. A Tallien le movía por añadidura la inmensa urgencia que experimentaba por tratar de salvar a su amante (luego pasajera esposa suya; al final, bajo el Imperio, princesa de Chimay), Teresa Cabarrús, conocida pronto como la Nôtre-Dame-de-Termidor, que esperaba en la prisión de La Force a ser embarcada camino de la guillotina en una de las carretas de la más próxima carga. La salvó.

Pero estos detalles quizás sobran en este momento. A quien le interese conocer en profundidad los hechos y las lecciones históricas del destronamiento de Robespierre los he de remitir a la monumental e interesantísima monografía de Colin Jones, La caída de Robespierre, Planeta, 2023, o a la muy seria y revisionista obra de François Furet. La Révolution, de Turgot à Jules Ferry, Hachette, 1988.

En especial recomiendo el libro a nuestro presidente del Gobierno, no por ninguna de las truculencias apuntadas ni porque su vida corra el más mínimo peligro, sino porque cometió el "error Robespierre" y lo hizo por todo lo alto en una entrevista radiotelevisada, cuando cuatro días después, ¡más inoportuno imposible!, en la solemne apertura del nuevo curso judicial el Gobierno iba a verse frente a la plana mayor de los destinatarios de su ataque, enjaezados con todas sus galas, aquellos a los que acababa de lanzar su sonora cañonada termidoriana contra el Poder judicial. Aunque sibilinamente amagaba, pero no daba, y con poca convicción parecía dirigir sus baterías solo contra un puñado de jueces y magistrados, que se cuidaba, como Robespierre, de nombrar, todo lo que consiguió con tal maniobra de anonimizar (y minimizar sin mucha credibilidad) sus denuncias fue que el Poder judicial se sintiera atacado en su conjunto por el jefe del Gobierno.

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Exactamente lo mismo que el torpe Robespierre, quien con su invencible renuencia a señalar con nombre y apellidos a sus detestables rivales, no logró más que los conspiradores pudieran convencer a la Plana (o Ciénaga) de la Convención republicana de que la guillotina podía caer sobre cualquiera de sus miembros y en cualquier momento. A Barras y compañía no les costó nada que esa Plana, el centro físico, los bajos, de la Convención, que reunía al mayor número de los diputados y siempre decidía el sentido de las votaciones, votara a favor de los decretos de acusación contra Robespierre y los suyos en los funestos términos de la Ley de Sospechosos y con las consecuencias trágicas que conocemos.

La comparación hay que tomarla con mesura, pues las circunstancias de hoy poco tienen que ver con las de la Francia de 1794, donde (Fouché tenía algo de razón) la vida no valía mucho. Lo que en nuestro caso podríamos llamar muy impropiamente "bandos en conflicto", el Ejecutivo y el Poder judicial, que las torpezas de Sánchez han puesto en riesgo de conflagración, están poblados por respetadísimos ministros, jueces y magistrados y consejeros del Poder Judicial, lo que nos permite albergar la certidumbre de una solución pacífica del conflicto sin mayor merma de la Constitución, la democracia y la separación de poderes que la ya sufrida.

La obstinación del presidente y de sus colaboradores evidencia que no son conscientes del error cometido, o que poco les importa. No parecen dispuestos a rectificar o pasar página. Pero, desde luego, no contaban con la clara respuesta que la entrevista de Sánchez en la televisión de todos con pretexto de la inauguración de la temporada de los telediarios iba a recibir por boca de la presidenta del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial en la solemne apertura del nuevo curso de la Justicia. Sin alzar la voz y ante el jefe del Estado, su discurso, en el que se envolvía delicadamente toda una réplica a los ataques gubernamentales a los jueces y al Poder judicial y a los preocupantes planes de reforma de la Justicia, Isabel Perelló ofreció al ministro de Justicia, que se situaba en la presidencia del acto en representación del Gobierno, la más ajustada de las lecciones de buen gobierno de las instituciones que reclamaban estos tiempos revueltos. Creo, por ello, que también este discurso tiene algo de histórico.

Foto: discurso-presidenta-supremo-gobierno-criticas-jueces

Quiera Dios que el "error Robespierre" de Pedro Sánchez no presagie similar caída de nadie, ni siquiera la suya.

*Jaime Nicolás Muñiz ha sido letrado del Tribunal Constitucional (1981-1985) y administrador civil del Estado (1972-2017).

Sánchez y Robespierre. Han leído bien, pero no extraigan conclusiones precipitadas: Sánchez y Robespierre ni en metáfora son pareja, ni política ni de otra clase. Sin embargo, hay entre ellos algunas coincidencias que con mirada histórica saltan a la vista al contemplar la torpe manera con que el presidente viene manejando su "guerra judicial" y la súbita defenestración de Robespierre, que evidenció otra torpeza estratégica, esta fatal e irreparable, de Robespierre, llevándolo fulminantemente a la guillotina a primera hora de la tarde del 10 de Termidor del Año II (un tórrido 28 de julio de 1794). Al atardecer del día anterior habían sido apeados, él y Saint-Just, violenta e inesperadamente, de la tribuna de la Convención y conducidos en arresto con otros cabecillas jacobinos a la sala del Comité de Seguridad General por decisión del órgano supremo de la Revolución, la misma Convención que solo veinticuatro horas antes había aclamado entre aplausos poco menos que vehementes a Robespierre cuando defendía lo mismo que al día siguiente propiciaría su caída.

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