El fiscal como poder constitucional de los menesterosos
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Eloy García

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El fiscal como poder constitucional de los menesterosos

El Ministerio Fiscal está llamado a desempeñar un rol que ponga coto a abusos inadmisibles y urge pensar en ello mientras asistimos al denigrante espectáculo de un Fiscal General encausado y conminado a sentarse en el banquillo

Foto: El fiscal general, Álvaro García Ortiz. (Europa Press)
El fiscal general, Álvaro García Ortiz. (Europa Press)

Uno de los preceptos de la Constitución, que más emblemáticamente refleja la novedad que encierra el texto de 1978, es el 124 relativo al Ministerio Fiscal. En esta ocasión, el constituyente, además de introducir atribuciones anteriormente desconocidas que dan pie a una funcionalidad constitucional que se añade a la estrictamente penalista tradicional —que convenientemente democratizada sobrevive en su esencia— otorga a su máximo titular una denominación inédita: Fiscal General del Estado.

Examinando el proceso de elaboración de la Constitución, no aparecen enunciados los motivos específicos de semejante innovación pero sí se constata que por alguna razón, que no aflora expresamente, existió una atmósfera favorable a configurar el Ministerio Fiscal de manera adecuada para poder afrontar importantes misiones constitucionales coherentes con las ideas que en materia de derechos e interés social preocupaban en los orígenes de nuestra Democracia y con el propósito de legalidad e imparcialidad que en lo sucesivo debería presidir sus actuaciones, incluido el nombramiento de su máximo responsable.

Así fue como los constituyentes concretaron de forma no exhaustiva los rasgos del Ministerio Fiscal para que con su remisión a una futura ley orgánica, quedara potencialmente expedito el camino para que hoy y tras cuarenta y seis años de polémicas y experiencias negativas, los intérpretes de la Constitución puedan reflexionar serenamente acerca del rol que debería desempeñar esta crucial magistratura sobre la que tanto lodo está cayendo estos días y en torno a la que conviene parlamentar ¡No todo van a ser lamentos y crujir de dientes cuando se habla en España de la Fiscalía!

¿Cabe extraer de la Constitución una lectura positiva de la función del Ministerio Fiscal, que lo dignifique democráticamente y lo aparte de la dependencia del Gobierno de turno que tanto daño está haciendo a la institución?

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Sólo redefiniendo las atribuciones de la Fiscalía como órgano constitucional, es posible romper la perversa dinámica en que nos encontramos -y articular también alguna alternativa constitucionalmente irreprochable- al modo en que ahora se produce el nombramiento de su autoridad máxima que termina haciendo del Fiscal General del Estado un agente subrepticiamente partidista, una instancia dependiente del gobierno… algo así como la cartera del ministro veintiséis.

Una opción que tal vez estuviera fundamentada en un esfuerzo por retomar el espíritu que sobrevuela un libro que causó enorme impacto en su época (el trabajo de Antón Menger El Derecho Civil y los pobres), en el que el tratadista socialista austriaco defendía la necesidad de construir un derecho civil atento a la protección existencial de los más débiles, aquellos que entonces se llamaban menesterosos.

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En este sentido, cabe decir que en el actual momento histórico la menesterosidad existencial ha transcendido el límite de las viejas clases y afectado a significantes minorías en una sociedad plural y fragmentada en la que —más allá de la riqueza o pobreza personal de cada quién— frecuentemente todos nos vemos dominados por una dependencia material de quienes nos proporcionan los instrumentos para hacer frente a las necesidades existenciales que precisamos para poder remediar nuestras carencias vitales, como ha venido a demostrarnos en fechas recientes el famoso apagón eléctrico.

¿Desde su función constitucional puede el Fiscal General del Estado contribuir a remediar esa menesterosidad sin forzar la letra de la Constitución? Sí, como a continuación se sugiere.

Para empezar, por la cuestión de género, para nadie es un secreto que la ley de 2004 chirría en su constitucionalidad, por mucho que el Tribunal Constitucional la avalara en una sentencia discutible que obvia el carácter sacrosanto de la presunción de inocencia del art 24.2 CE en favor de la suposición de veracidad de la denuncia procedente del género femenino. Pero más que objetar el fallo del Supremo interprete de la Constitución, lo mejor es proponer alternativas como la de dotar a la calificación de la Fiscalía del beneficio de la condición de prueba favorable inmediata, de suerte que cualquier agresión de género resultara prejuzgada desde el instante mismo en que se produjo por una magistratura pública que con su imparcialidad e independencia pudiera dictar medidas provisionales efectivas para amparar a la parte más débil, en espera del definitivo proceso judicial.

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Sería, por manejar un símil, como si en vez de aplicar el derecho de expropiación a un supuesto de interés público, se optara por establecer una menos gravosa servidumbre de paso que lesionaría menos los indiscutibles derechos del sacrificado propietario que es arrebatado de su dominio.

El segundo de los supuestos tiene que ver con los progresos de la época que extiende nuestra vida física bastante más allá de la capacidad del hombre para tener conciencia de sus actos. Todos conocemos situaciones en las que nuestros padres o mayores que disponen de una pensión aceptable o incluso considerable, no son capaces de administrarse y caen víctimas de todo tipo de desaprensivos; desde los bancos e instituciones con quienes tratan incautos, hasta los parientes o cuidadores que los estafan despiadadamente.

La reforma de la incapacitación por la ley 2021, ha sido un desgraciado fracaso que hace interminable —y enormemente costosa en términos procesales— la obtención judicial de la incapacidad de los mayores débiles que, mientras tanto, muchas veces son ultrajados y privados de sus bienes por sus teóricos protectores. Los dramas abundan.

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¿No sería más útil atribuir potestades al Ministerio Fiscal para que en nombre del interés público, tome medidas inmediatas de tutela y cautela que ha desterrado alegremente la legislación vigente? ¿Acaso no es el pesado sino de una generación que ya no tiene hijos ver en el Ministerio Fiscal un remedio a la menesterosidad en que van a incurrir debido a los impresionantes avances de la medicina y de la ciencia?

Finalmente, y teniendo presente también la realidad de los tiempos, ¿quién nos defiende antes las empresas prestadoras de servicios cuya propiedad o presencia pública garantizaba un mínimum de respeto al interés público?: un teléfono que no contesta.

¿Quién nos resguarda de los abusos de una AENA convertida ope legis en SA y a la que solo le interesan los beneficios del incremento descontrolado del tráfico aéreo?: los tribunales contenciosos que ven imposible ejecutar sus sentencias por una administración que ya no existe.

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¿Quién nos protege del abuso de posición dominante de una Iberia —compañía aérea sin accionistas españoles de peso— propiedad de una sociedad árabe?: la Corte de Londres.

¿Quién nos ampara frente a los abusos hipotecarios de unas entidades bancarias que aunque se disfracen de fundaciones, han abjurado de la condición de Montes de Piedad para los menesterosos?: Bruselas, que en definitiva presta el dinero a través de los fondos europeos.

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¿Dónde están el Fiscal y la Constitución en todos estos sangrantes casos de menesterosidad del ciudadano frente a los poderes?

El Ministerio Fiscal está llamado por la Constitución a desempeñar un rol que ponga coto a abusos democráticamente inadmisibles y, aunque sea solo por salud mental, urge pensar en ello mientras asistimos al denigrante espectáculo de un Fiscal General del Estado encausado y conminado a sentarse en el banquillo.

*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.

Uno de los preceptos de la Constitución, que más emblemáticamente refleja la novedad que encierra el texto de 1978, es el 124 relativo al Ministerio Fiscal. En esta ocasión, el constituyente, además de introducir atribuciones anteriormente desconocidas que dan pie a una funcionalidad constitucional que se añade a la estrictamente penalista tradicional —que convenientemente democratizada sobrevive en su esencia— otorga a su máximo titular una denominación inédita: Fiscal General del Estado.

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