Yo también estoy cabreado: los políticos no pueden ser el problema
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Jordi Sevilla

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Yo también estoy cabreado: los políticos no pueden ser el problema

El PSOE puede y debe ser más útil a nuestro país presentando un proyecto político diferente al actual, autónomo, más ilusionante que ser el mal menor, que aspire a ser reconocido por una amplia mayoría de ciudadanos como el mejor

Foto: La presidenta del PSOE, Cristina Narbona, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la secretaria de Organización del PSOE, Rebeca Torró Soler. (Europa Press/Carlos Luján)
La presidenta del PSOE, Cristina Narbona, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la secretaria de Organización del PSOE, Rebeca Torró Soler. (Europa Press/Carlos Luján)
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Escuchando a la presidenta del Congreso el pasado 6 de diciembre decir en su discurso que "la forma útil de hacer política es dialogar, pactar y pensar en el interés general" o que "sólo a través del consenso se llega a propuestas que beneficien a la mayoría" y que los representantes políticos deben "ser un paradigma del diálogo, un espacio de acuerdos del que la sociedad se sienta orgullosa" no pude evitar pensar, parafraseando a Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió nuestra democracia? ¿Cuándo y por qué todo esto dejó de ser real? ¿Por qué estamos queriendo reivindicar y normalizar "las dos Españas" que tanto daño nos han causado a lo largo de la historia? ¿Quién tiene interés en romper con el "espíritu del 78" que nos ha traído, a pesar de todo, los mejores 47 años de nuestra historia? ¿Cuándo hemos perdido los españoles "el derecho a buscar la felicidad" (Jefferson) colectiva y conjuntamente?

La principal anomalía del marco político español actual es la imposibilidad aparente de que los representantes de casi el 70% de los españoles en el Congreso de los Diputados y los únicos partidos de todo el arco parlamentario que conmemoran los aniversarios de nuestra Constitución, se sienten a hablar, discutir sin insultarse y buscar acuerdos para resolver los principales problemas de los ciudadanos hoy, en un mundo donde todo está cambiando y no para mejor.

Es una anormalidad que, en la política española de hoy, se imponga el insulto frente al diálogo, las acusaciones en lugar de las soluciones y los muros en vez de los pactos. Debería ser inaceptable para la ciudadanía, como para los líderes políticos, que, por esa polarización impuesta por los asesores del marketing político de uno y otro lado, el PSOE se sienta en la necesidad de aceptar chantajes de formaciones políticas muy alejadas de sus valores e incumpliendo sus promesas y el PP abrace, en parte por necesidad, a un partido de extrema derecha anticonstitucional y cuyo principal dirigente ha llamado a los suyos a tender un "cordón sanitario" al PSOE en el día de la Constitución.

Viendo el mundo político hoy en nuestro país, se extraen dos conclusiones, a cuál más cabreante: una, han desaparecido aquellos consensos básicos que, en una democracia, están fuera de toda disputa política porque son los que dan entidad a ese mínimo común denominador que nos une como ciudadanos, nacionales de un mismo país constitucional. Dos, los políticos y la política, lejos de ser quienes resuelven los problemas de la ciudadanía con sus acuerdos y medidas recogidas, sobre todo, en los Presupuestos, se han convertido en el principal problema para el país, según lo perciben las encuestas. Los encargados de solucionar problemas se han convertido ellos mismos, con sus comportamientos, en el principal problema.

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Empezando porque en democracia, la moralidad importa, razón por la cual el fin nunca justifica los medios ni es ético hacer de la necesidad virtud. Y parece que los dos principales partidos del país se deleitan en ver cuál de los dos incumple más veces estos principios básicos: la actual dirección del PSOE, resistiendo en el Gobierno contra viento y marea, en una legislatura que nunca debió empezarse con estos aliados, con la única argumentación de que así impide que pueda gobernar la extrema derecha hacia la que no deja de empujar al PP (¿cuántas promesas se han vulnerado, con este argumento?). Y este PP, con campañas de acoso y derribo por aire, mar y tierra contra el presidente del Gobierno, sin escatimar ofensas disparatadas, buscando no solo su deslegitimación, sino su desaparición de la escena, con mayor dureza, todavía, de la que ya usó contra Felipe González y contra Zapatero (¿dónde está aquel Feijóo que venía, no a insultar a Sánchez, sino a ganarle las elecciones?).

Una de las muchas pruebas del deterioro institucional de esta polarización extrema en el terreno político es la normalidad con la que se dicen y repiten afirmaciones como que "el Tribunal Supremo es proclive al PP, mientras que el Constitucional está controlado por el PSOE" como ejemplo no solo de la judicialización de la política, sino de la cada vez más evidente, politización de la justicia que, más allá del corporativismo existente, nos ha llevado a ver una protesta de los jueces, con toga, contra una ley que se estaba debatiendo en el Parlamento.

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Como español, estoy cabreado con unos políticos que, cuando el orden mundial se tambalea al sustituir, de la mano de Trump, Putin y Xi, la ley del derecho por la del más fuerte y ello está obligando a la UE a la mayor reflexión estratégica de su historia, en lugar de unirnos a los ciudadanos en torno a la búsqueda de los puntos comunes que definen nuestros intereses como país, siguen con su raca-raca electoral, dividiendo, separando a los ciudadanos en bloques irreductibles y enfrentándonos más por quién de los dos se instala en la Moncloa antes de por lo que se debe hacer desde allí para defender nuestro interés nacional.

Como socialdemócrata, estoy cabreado cuando el IX Informe Foessa de Cáritas dice que "España atraviesa un proceso inédito de fragmentación social: la clase media se contrae desplazando a muchas familias hacia estratos inferiores" y eso ocurre cuando la economía crece muy por encima de la media de los países avanzados de la OCDE solo cabe una conclusión: no se están repartiendo los frutos del crecimiento. Es decir, no se aplican políticas socialdemocráticas de redistribución. Conclusión que se refuerza cuando, más adelante, el mismo informe añade que un 48% de los trabajadores en activo, tienen empleos precarios, lo que incrementa la cifra de trabajadores pobres, es decir, quienes, teniendo trabajo, sus ingresos no son suficientes para sacarles de la situación de estar en riesgo de pobreza.

Después de siete años de Gobierno progresista, estamos construyendo un sistema social neofeudalista en el que la posición social de las personas depende, sobre todo, de la familia en la que nazca, no de sus méritos ni esfuerzo personal. Y, entonces, concluyo que no se están aplicando políticas socialdemócratas, sino que los diputados socialistas han estado respaldando, con su voto, medidas populistas e identitarias, impuestas por Junts, Podemos o Sumar.

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Como socialista estoy cabreado al ver a mi partido en una legislatura perdida, como un barquito en manos de gente con la que tengo poco o nada en común, como Puigdemont o Podemos. Y con una dirección de partido, con graves problemas de control interno que ha permitido casos de supuesta corrupción y de machismo/violencia de género, como los que afectan a dos secretarios de organización y a un candidato al puesto, sin que nadie haya asumido responsabilidades políticas por ello.

Y para que no falte de nada, también estoy cabreado como ser humano porque la primera vez que la especie afronta peligros como el cambio climático que altera su hábitat, la IA, que cuestiona nuestro ser, o el asalto a la democracia y a los derechos humanos en pleno movimiento migrante mundial, en lugar de discutir de esto, nos vemos obligados a soportar manifestaciones brazo en alto con banderas nazis, defendiendo que la tierra es redonda o que la penicilina es un gran invento que ha salvado millones de vidas humanas. A veces, viendo cómo caminamos hacia lo que se empieza a llamar "aniquilación antropológica", me entra la duda de que realmente seamos seres racionales, aunque rodeados de pasiones y sentimientos.

Estuve con Pedro Sánchez cuando respaldó su primera investidura con un acuerdo de Gobierno de centro reformista con aquel Ciudadanos (2016) y que descabalgó por el ataque brutal y la negativa de un Podemos que solo buscaba el sorpasso. Estuve con Sánchez cuando el "no es no" se aplicaba, sobre todo, a un candidato popular como Rajoy, ya muy quemado por las políticas de austericidio aplicadas, pero, sobre todo, ya muy salpicado por la corrupción de los casos Bárcenas, Gürtel, Púnica, Kitchen, hasta el punto de que hoy el PP es responsable del 40% de los casos de corrupción judicializados en España. Estuve con Sánchez cuando presentó la moción de censura que sacó de la Presidencia del Gobierno al presidente del primer partido político de nuestra democracia, condenado judicialmente por corrupción. Estuve con Sánchez cuando no dormiría tranquilo con un partido populista como Podemos en el Gobierno o que estaba en contra de conceder la amnistía a quienes habían intentado el mayor ataque al sistema constitucional español desde el 23-F.

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El abrazo con Iglesias tras las elecciones de 2019 abrió en mí las primeras dudas que se confirmaron cuando constaté un proceso de podemización de mi partido impulsado por un secretario general con un poder interno omnímodo. La amnistía por siete votos y, sobre todo, su justificación significó un desenganche paulatino que se agranda al constatar que la estrategia de polarización contra el PP es consciente y nos lleva a humillarnos ante un prófugo o unos populistas con los que no tengo nada en común respecto a la visión de España.

Nunca ha sido más necesaria la socialdemocracia y ha estado más ausente que a estas alturas del siglo XXI, marcado por la explosión controlada del orden mundial existente basado en normas y reglas que permiten la cooperación, para ser sustituido por otro en el que manda la fuerza y la confrontación. El resultado está siendo un crecimiento en la desigualdad social, la desaparición paulatina de la clase media, la inacción frente a la amenaza del cambio climático y el imperio de las grandes tecnológicas que utilizan la tecnología y, en especial, la inteligencia artificial como instrumento de control de los seres humanos convertidos en números de un algoritmo y sujetos de consumo, de bienes, servicios e ideología.

En palabras de la presidenta de la Comisión Europea, Von der Leyen, en su discurso sobre el Estado de la Unión 2025, "nuestra democracia está siendo atacada". Por el populismo, la manipulación de las informaciones falsas y la pérdida creciente de confianza ante las dificultades generadas por la polarización política para encontrar soluciones a los problemas de los ciudadanos. Vivimos un momento marcado por el control de los poderosos, la desafección/cabreo del resto y la pérdida de los espacios democráticos de convivencia y colaboración. Como dijo Thomas Mann en un artículo de 1938: "La democracia se ha precarizado al darla por sentada (olvidando) que tiene enemigos y que está amenazada desde dentro y desde fuera".

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Soy demócrata antes que socialista porque la democracia establece las mejores reglas de juego inventadas por los seres humanos para gestionar la convivencia entre personas diferentes, que tienen distintas creencias, opciones vitales y que no piensan igual sobre todas las cosas, pero que comparten un mismo terreno común, un mismo espacio al que solemos llamar nación, y que conviven, cooperan y trabajan juntos gracias a compartir las mismas reglas democráticas aceptadas de forma mayoritaria. La democracia es, pues, el imperio de la ley frente al imperio de la fuerza, el predominio de la razón inclusiva frente a emociones supremacistas y prejuicios excluyentes. La democracia, parafraseando a Kant, representa la mayoría de edad de los seres humanos que asumen decidir su futuro por sí mismos.

Pero si la democracia no cumple sus dos tareas esenciales: facilitar una convivencia sin insultos, ni polarización, sin adversario convertido en enemigo, y resolver los problemas de acuerdo con las reglas establecidas y por amplios acuerdos, surgen los desencantados y crecen las opciones extremistas que la destruyen. Ese es el escenario en el que estamos ahora. Y no es eso, compañeros, no es eso, lo que espero de mi partido, un partido constitucional, de Estado, socialdemócrata, abierto a pactos transversales para abordar los problemas que no se pueden resolver de otra manera (como la vivienda, política europea, regeneración democrática en serio o la imprescindible reforma de la Constitución) y con aspiraciones a conseguir una mayoría parlamentaria estable. Como decía Marco Aurelio, la mejor venganza es no actuar como tu adversario, es decir, no rebajarse a su nivel de mezquindad. Quienes insultan, levantan muros y buscan la confrontación permanente con el otro, no son demócratas ni creen en ella.

Y mirar, resignado, hacia otro lado, estar callado por una errónea disciplina leninista de partido, incompatible con la tradición socialista y los propios estatutos que reconocen las corrientes internas, no es una opción. Para mí, ser de izquierdas no es ser sumiso, sino radicalmente crítico y decir lo que piensas, incluso lo inconveniente, aun a riesgo de estar equivocado. Sobre todo, cuando hay tantas cosas en juego que afectan a los ciudadanos, sobre todo, a tantos que no llegan a fin de mes en medio de la riqueza general, que tienen trabajos precarios, a los jóvenes que no pueden acceder a una vivienda, siendo excluidos del ascensor social y a esos niños en situación de pobreza.

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Y creo que el PSOE puede y debe ser más útil a nuestro país presentando un proyecto político diferente al actual, autónomo, más ilusionante que ser el mal menor, que conecte con nuestra mejor tradición socialdemócrata, que aspire a ser reconocido por una amplia mayoría de ciudadanos como el mejor, no el menos malo. Un PSOE que rompa el marco de la confrontación donde siempre ganan los populistas y pierden los ciudadanos. Un PSOE que no sea arrastrado a la polarización donde quieren llevarle los enemigos de la democracia y que tienda la mano, aunque solo sea para dejar en evidencia a quien se la rechaza.

*Jordi Sevilla, exministro de Administraciones Públicas con José Luis Rodríguez Zapatero y economista.

Escuchando a la presidenta del Congreso el pasado 6 de diciembre decir en su discurso que "la forma útil de hacer política es dialogar, pactar y pensar en el interés general" o que "sólo a través del consenso se llega a propuestas que beneficien a la mayoría" y que los representantes políticos deben "ser un paradigma del diálogo, un espacio de acuerdos del que la sociedad se sienta orgullosa" no pude evitar pensar, parafraseando a Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió nuestra democracia? ¿Cuándo y por qué todo esto dejó de ser real? ¿Por qué estamos queriendo reivindicar y normalizar "las dos Españas" que tanto daño nos han causado a lo largo de la historia? ¿Quién tiene interés en romper con el "espíritu del 78" que nos ha traído, a pesar de todo, los mejores 47 años de nuestra historia? ¿Cuándo hemos perdido los españoles "el derecho a buscar la felicidad" (Jefferson) colectiva y conjuntamente?

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