Nuestro desarrollo constituyente evolutivo fue un proceso en el que lo político se vio condicionado por lo social. Fueron las exigencias de la sociedad las que impusieron el ritmo y las formas del cambio jurídico
Es difícil dar respuesta con una fecha concreta a cuándo comenzó la Transición Política en España.
En Portugal tiene sencilla contestación, el 25 de abril. Porque en Portugal -al igual que en España en 1931 o en Francia en 1789- estalló una revolución que desembocó en un proceso constituyente. Una ruptura (pars destruens), seguida de una construcción (pars construens) que concluyó en una Constitución que se auto-reconoce simbólicamente a sí misma en la conmemoración del momento fundacional. De igual manera lo era el 14 de abril para la II República española, lo es el 14 de julio en una Francia que todavía expresa la continuidad de la Revolución y en la que el pasado sigue estando presente.
Pero allí donde no ha mediado una ruptura destructiva del pasado y el gobierno es resultado de un proceso de cambio en la continuidad, la respuesta es más difícil porque todo proceso per se consiste en una dinámica evolutiva que tanto puede avanzar como retroceder. Y en la que los contemporáneos tienen harto difícil precisar dónde se hallan exactamente ya que lo único cierto es el movimiento en la continuidad. En un proceso existe siempre un fino hilo que une lo que fue ayer con lo que hoy es, que garantiza su supervivencia y que mientras subsista, la persistencia del proceso estará asegurada. Un filamento que si se rompe, pone fin a lo que el proceso en su esencia es.
El secreto de la Transición política española estuvo en avanzar desde la dictadura a la democracia vía evolutiva. Lo que no quiere decir que exista una conciencia compartida acerca de lo que el hecho significó y de cuáles fueron sus consecuencias, cómo acreditan las polémicas actuales.
La muerte del dictador supuso el fin de un sistema político que como señalaría en su día Linz, era autoritario pero no totalitario. El 20 de noviembre de 1975 los españoles se quedaron sin soberano y entregados al gobierno de unas instituciones de cartón piedra. Sin Franco, el régimen no era nada y, a priori, solo cabían dos opciones; la revolución democrática o algún tipo de dictadura encubierta soportada en la fuerza.
Pero la salida fue otra. La sociedad española -que con los años había madurado hacia la funcionalidad y era equiparable a cualquier sociedad europea- marcó el objetivo e impulsó la evolución y el cambio.
Emergió así, desde la sociedad, un Poder Constituyente evolutivo que hizo de la construcción democrática un proceso jalonado de sucesivos hitos en el que los hechos anteriores condicionaban y marcaban el tiempo a los posteriores.
Nuestro desarrollo constituyente evolutivo fue un proceso en el que lo político se vio condicionado por lo social. Un proceso en el que los principios políticos no condicionaron la estructura normativa. Fueron las exigencias de la sociedad las que impusieron el ritmo y las formas del cambio jurídico.
Una primera consecuencia de ello es que los políticos se situaron por detrás de los acontecimientos. Y si algunas personas (el Rey Juan Carlos y Adolfo Suárez) alcanzaron gran protagonismo, fue porque poseían lo que Luhmann llamaba inteligencia comunicativa, que les apercibió de cuáles eran los derroteros del sentir social y supieron trasladárselos al conjunto de la política.
La segunda consecuencia del proceso es que nuestra Constitución aparece como un resultado que carece del momento fundacional propio de las revoluciones. Un proceso que consiste en una cadena constante de acontecimientos no tiene un comienzo claro ni tendrá un final definido. Por eso resulta tan complejo datar exactamente el eslabón decisivo que hizo que el presente fuera diferente del pasado, que todo empezara a ser nuevo.
En ese sentido – tercera consecuencia – las construcciones de nuestro proceso constituyente evolutivo fueron manifestándose en el lapso temporal que va desde la muerte de Franco a la aprobación de la Constitución por referéndum en diciembre de 1978 y no se reducen a la Constitución misma. Cuando los padres fundadores de la Constitución redactaron su proyecto, lo sustancial ya estaba hecho y los grandes principios eran ya una realidad.
La monarquía parlamentaria había sido acordada en la Semana Santa de 1977 cuando se legalizó el PCE, único partido que defendía frontalmente la República. El Estado autonómico era una realidad en ciernes desde el momento en que días antes de la Constitución de las nuevas Cortes, la Generalitat se había restablecido en Cataluña. La libertad cívica se practicaba y los partidos y sindicatos manifestaban sus opiniones sin restricciones, en base a una serie de modificaciones legales que luego sería reincorporadas al texto constitucional del 78. Todos estos hitos se sumarán a la Constitución que, a su vez, los incorporará y ampliará con la amnistía.
Representan el momento constituyente de un proceso que hasta entonces no tenía parangón en el derecho comparado y que, intelectualmente responde más a las necesidades de la posmodernidad que de la modernidad, a los dictados del mundo fenomenológico que ahora está viniendo, que a las exigencias de la revolución y sus principios.
Justamente por eso, la Constitución española de 1978 es una Constitución del siglo XXI y la portuguesa -de 1976- una Constitución del siglo XX, la última del ciclo que sigue al fin de la guerra mundial. Por eso, también, la Constitución española ha sido tan admirada como hija de un proceso evolutivo que literalmente pasmó a los contemporáneos.
¿Pero dónde está el hito que desencadenó el curso como una marcha irreversible? ¿En la cabeza de alguien? ¿En el programa de un partido? ¿En el ideador de una ley que permitió pasar de la dictadura a la democracia sin ruptura de la legalidad?
El 15 de diciembre de 1976 los españoles acudieron libremente a las urnas para refrendar una ley que aunque fuera cocinada en un horno no democrático, era sentida por la inmensa mayoría como el paso decisivo hacia el gobierno constitucional y el avance sin reparos a la democracia. Contrariamente a lo que pedía la oposición, la sociedad – que no se abstuvo – votó sí. Sin coacciones ni falsificaciones dignas de reflejar.
El referéndum del 15 de diciembre fue limpio y resultó creíble – palabra mágica – para la sociedad que en aquel instante pasó a asumir el protagonismo de un proceso hacia la democracia que en aquel instante todavía no lo era.
El resultado – al que contribuyeron decisivamente los consensos implícitos establecidos días antes en el encuentro que el CITEPorganizó en el hotel Eurobuilding- sorprendió a todos. Especialmente a la oposición rupturista, que entendió muy bien el camino que la sociedad señalaba y el riesgo que corrían de quedarse al margen del favor social.
Aquí radicó justamente el éxito de Felipe González (saber conducir a su partido por la senda de la Transición) y lo mismo cabe repetir de los nacionalistas vascos o catalanes. Todo ello redundó en el carácter pluralista de la Transición, que dio lugar a una democracia de divergentes basada en el consenso.
Ese es el rasgo definitorio clave de la democracia española. Todo es posible si se hace en el acuerdo democrático. Incluida la reforma total de la Constitución (art. 168 CE).
La democracia del consenso es el único límite implícito que nuestro régimen conoce. El hilo de continuidad que no se puede romper, so pena de incurrir en una destrucción del orden constitucional.
La Transición que buscó -y quiso- el pueblo español, tiene su punto de partida en la forma creíble en que la sociedad dijo sí a la democracia el 15 de diciembre de 1976. Y puestos a celebrar algo, deberíamos festejar -en consenso- aquel aniversario.
*Eloy García, catedrático de Derecho Constitucional.
Es difícil dar respuesta con una fecha concreta a cuándo comenzó la Transición Política en España.