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Un debate sucio y amargo: el final de una época
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Un debate sucio y amargo: el final de una época

Tras el debate entre Rajoy y Sánchez, nadie en el PP ni en el PSOE puede sentirse orgulloso de lo que pasó anoche. Lo que vimos fueron dos rostros del fracaso

Foto: 'Duelo a garrotazos', de Francisco de Goya.
'Duelo a garrotazos', de Francisco de Goya.

Les aseguro que me es muy duro escribir este artículo. Ya sé que se espera de mí un análisis más o menos técnico y profesional de las vicisitudes del debate entre el candidato del PP y el del PSOE, pero esta vez voy a ofrecerles la visión de un ciudadano entristecido por un episodio del que ambos protagonistas van a tener mucho tiempo para arrepentirse.

Lo primero que pensé al acabar el debate -si es que puede llamarse así a esta sucia pelea navajera- fue: si tuviera a mi lado a un joven de los que votarán por primera vez el próximo domingo, me costaría convencerlo de que esto que acabamos de ver no es la política que siempre hemos defendido frente la demagogia populista de quienes medran en política por la vía de desacreditarla. Esos hoy se sienten más fuertes.

El caso es que la cosa empezó bien. Durante los 20 primeros minutos pareció que, por fin, íbamos a tener un debate serio y no un nuevo 'remake' de 'Operación Triunfo'. Pedro Sánchez entró al debate con seguridad, haciendo un acerado pero eficaz juicio crítico a la política económica del Gobierno y a sus consecuencias sociales. Mariano Rajoy parecía dispuesto a jugar a fondo la baza del empleo como columna vertebral de todo su discurso. Ambos con solidez, ambos con buenas y fundadas razones.

El debate fue una competición suicida sobre cuál de los dos gobiernos, el del PSOE o el del PP, lo ha hecho peor y ha sido más calamitoso para España

Sánchez iba ganando con claridad. En parte porque el tono era acertado y porque conectaba con el sentimiento de muchos de los que han padecido estos años de plomo: realidades vitales frente a cifras macroeconómicas, una estrategia de debate plausible y razonable para un líder de la oposición.

Y también porque Rajoy estaba cometiendo el mismo error que vimos cometer en su día a Zapatero: pasarse de triunfalista. Una cosa es que la recuperación haya comenzado (lo que es difícilmente discutible) y otra que seamos la envidia del mundo, de nuevo los héroes de la Champions.

Eso hacía que, más allá de la precipitación expositiva que hacía difícil seguir a Sánchez, su discurso resultara creíble y el de Rajoy no. En todo caso, hasta ahí el debate no era deslumbrante (ninguno de los dos ha deslumbrado jamás a nadie) pero sí digno, algo que podía escucharse con decoro.

Rajoy vio que la cosa le iba mal y reaccionó como los boxeadores tocados; para no dejarse caer, se agarró a su rival y comenzó a propinar golpes bajos y a arrastrarlo poco a poco a aguas pantanosas. Sánchez lo consintió y así comenzó a perder la ventaja que había adquirido hasta entonces.

Pronto nos encontramos con el debate soñado para Iglesias y Rivera: una competición suicida sobre cuál de los dos gobiernos, el del PSOE o el del PP, lo ha hecho peor y ha sido más calamitoso para España. Cada uno exhibía los fracasos del otro y se arrojaban a la cara los parados, las crisis financieras, los rescates, las pensiones congeladas o rebajadas, las mentiras y los incumplimientos. Y lo peor es que ambos fueron convincentes: de resultas del intercambio de golpes, los dos gobiernos de la crisis quedaron hechos un pingajo, como el país mismo.

A partir de ahí comenzó el descenso a los infiernos. Un debate sobre política social que tenía que haber ganado Sánchez de calle se convirtió en un tumulto de reproches entrecortados en el que resultaba difícil comprender nada. Por un momento se adueñó del escenario “la hucha de las pensiones” sin que nadie se molestara en explicar qué es y de dónde ha salido tal hucha, aunque parece ser que alguien la ha roto llevándose los ahorros de los ancianos.

Aún no puedo creerme que un dirigente socialista se haya dejado acorralar por Rajoy en un tema como el de los derechos de las mujeres. Una confusísima frase de Sánchez permitió al viejo zorro marrullero darse por ofendido, exigiendo explicaciones a su rival por haberle acusado de impedir a las mujeres tener hijos. Y Sánchez, en lugar de serenarse y despejar el equívoco diciendo sencillamente “Gallardón, Ley del aborto”, se aflojó y huyó: ya le comía la impaciencia por llegar al momento estudiado y ensayado durante días, la frase memorable, el golpe final y definitivo.

Garrotazo a garrotazo, los dos principales líderes de este país se fueron hundiendo en el pantano que ellos mismos eligieron como campo de batalla

En mayo de 2007 hubo un debate entre Alberto Ruiz-Gallardón y Miguel Sebastián, a la sazón candidatos a la Alcaldía de Madrid. Cuando el moderador propuso hablar sobre el modelo de ciudad y dio la palabra al candidato socialista, este inició su exposición sacando una foto, pretendidamente comprometedora, de una señora con la que supuestamente su rival mantendría una relación sentimental a la vez que complicidades ilícitas en operaciones urbanísticas.

Naturalmente, ahí se acabó el debate. La cosa fue tan extemporánea, arbitraria y obviamente prefabricada que todo lo que vino después ya no importó nada. Sebastián decidió que para sobrevivir tenía que matar y lo hizo de la peor forma posible: el golpe de efecto fue un autogolpe.

Ayer el moderador (que en ningún momento moderó nada) abrió la cuestión de la política institucional y el candidato socialista se hizo con la palabra, puso la pose de los grandes momentos y espetó: “Si usted gana las elecciones, el coste para la democracia será enorme porque el presidente debe ser una persona decente y usted no lo es”.

Qué disparate, por dios. ¿Cuántos votantes tendrá el PP el próximo domingo, seis, siete, ocho millones? Da igual cuántos sean, el insulto iba para ellos por tener la indecencia de votar a un indecente. A este candidato socialista nadie le ha contado que cuando se dice eso en público a un presidente del Gobierno, uno de los dos tiene que terminar explicándose ante un juez.

“Indecente” por un lado. “Ruin, mezquino y miserable” por el otro. Así estuvieron durante un rato interminable e insoportable. Y cuando el inoperante moderador decidió dejar de hacer el pasmarote y los invitó a hablar de Cataluña (nunca lo consiguió), se enzarzaron en otra refriega estúpida sobre sus sueldos, como si eso tuviera algo que ver con la política institucional de este país.

Garrotazo a garrotazo, los dos principales líderes políticos de este país se fueron hundiendo en el pantano que ellos mismos eligieron como campo de batalla. Aún tuvimos que soportar una hora larga de improperios en la que la palabra más repetida fue 'mentira'. Mentira, mentira, usted miente, usted miente más, y así hasta el vómito. Ni en un solo dato estuvieron de acuerdo: dos y dos son cuatro, mentira, mentira, mentira.

En la parte final, quizá conscientes del incendio que habían provocado, intentaron recomponer algo parecido a un debate, pero ya era tarde. Con tanta basura esparcida por el estudio, resultaba surrealista escucharles parlotear sobre cualquier cosa. Y finalmente hablaron más de África que de Cataluña, aunque ya daba todo igual: lo único que queríamos es que se acabara esa carnicería deprimente y que alguien recogiera los restos. Nunca fueron tan prescindibles los mensajes finales.

Nadie en el PP ni en el PSOE puede sentirse orgulloso de lo que pasó anoche. Lo que vimos fueron dos rostros del fracaso. Y lo siento de verdad: no por ellos, sino por el respeto que merece lo que representan y los millones de personas que, pese a Sánchez y Rajoy y no gracias a ellos, el domingo depositarán en la urna sus respectivas papeletas. Efectivamente, es el amargo final de una época.

Les aseguro que me es muy duro escribir este artículo. Ya sé que se espera de mí un análisis más o menos técnico y profesional de las vicisitudes del debate entre el candidato del PP y el del PSOE, pero esta vez voy a ofrecerles la visión de un ciudadano entristecido por un episodio del que ambos protagonistas van a tener mucho tiempo para arrepentirse.

Mariano Rajoy Pedro Sánchez