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El probable y peligroso fracaso de la reforma constitucional
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El probable y peligroso fracaso de la reforma constitucional

Debemos admitir que a día de hoy no disponemos de los materiales políticos necesarios para culminar esa obra, y los que tenemos son altamente inflamables

Foto: Un ejemplar de la Constitución española. (EFE)
Un ejemplar de la Constitución española. (EFE)

Si he entendido bien a Rajoy, su posición actual sobre la reforma de la Constitución es básicamente la siguiente:

Primero, díganme exactamente qué es lo que desean hacer. Segundo, convénzanme de que para conseguir eso es imprescindible tocar la Constitución, porque quizá podría lograrse por otras vías. Y tercero, explíquenme cómo piensan alcanzar un consenso tan amplio como el del 78 (90% del Parlamento y 90% de los votantes) para que de la reforma resulte una solución y no un conflicto que divida aún más al país.

Pensándolo con calma, creo que no le falta razón. Mientras no se pueda responder cabalmente a esas tres preguntas, seguir agitando la bandera de la reforma es, en el mejor de los casos, puro voluntarismo.

Foto: El rey Juan Carlos sanciona la Constitución de 1978. (Casa Real) Opinión

Quede claro que no niego la conveniencia de hacer reformas en la Constitución: soy un convencido de ello, y mucho más tras el grotesco bloqueo político del último año. Eso me diferencia de Rajoy, que es manifiestamente escéptico al respecto. Lo que discuto —y en ello sí coincido con el presidente— es que hoy se den las condiciones para emprender esa tarea con éxito.

La reforma constitucional se ha convertido en un fetiche, una etiqueta que todos exhiben aunque cada uno se refiere a objetos dispares. Como diría Iglesias, un significante con muchos significados diferentes, incluso mutuamente excluyentes. Recapitulemos:

El PP solo contempla cambios meramente cosméticos o instrumentales. Para él, la reforma del edificio es poco más que dar una mano de pintura y tapar un par de agujeros.

En el PSOE buscan una rehabilitación a fondo del edificio, aunque no saben bien por dónde empezar

En cuanto al PSOE, en sus tres últimos documentos serios (la conferencia política de 2013, la declaración de Granada y el acuerdo con Ciudadanos) se amontonan desordenadamente no menos de 40 propuestas que requerirían cambios constitucionales, que afectan a casi todos los capítulos del texto. Buscan una rehabilitación a fondo del edificio, aunque no saben bien por dónde empezar. Da la impresión de que para ellos lo valioso de la reforma no es tanto su contenido como el 'copyright' de la idea.

El problema es que actualmente el propio Partido Socialista está en obras, y hasta el verano no conoceremos su proyecto político ni quién lo conducirá. Una cautela elemental aconsejaría esperar a ver si finalmente el PSOE toma alguna orientación o continúa a la deriva.

Lo que Ciudadanos quiere mayormente es cambiar el sistema electoral y algunas cuestiones institucionales conexas. Les preocupa más la cuarta planta que el edificio en su conjunto. Que abandonen toda esperanza: lo del sistema electoral se discute calculadora en mano y lo que beneficia a unos perjudica a otros, así que el acuerdo en esa materia es metafísicamente imposible.

Unidos Podemos no habla de reforma, sino de “cambio constitucional”. Su plan —no lo ocultan— es sustituir esta Constitución por otra, derribar el edificio y construir uno nuevo sobre el mismo solar.

No existe en España masa crítica de consenso para una reforma constitucional que llegue a buen puerto. Es un ensueño encontrar un terreno de acuerdo

Y los independentistas ya pasan de la Constitución española. Han anunciado que están de mudanza, que se las piran en cuanto puedan, así que les trae sin cuidado lo que se haga del edificio que los acogió durante cuatro décadas —y que algunos de ellos ayudaron a construir—.

Nos guste o no, hoy no existe en España masa crítica de consenso para una reforma constitucional que llegue a buen puerto. Es un ensueño encontrar un terreno de acuerdo en el que quepan todos los espacios políticos. Y al igual que los frentes anti-PP me parecen estériles y contraproducentes, sería temerario embarcarse en esa aventura excluyendo de saque a 6,5 millones de votantes de Unidos Podemos y de los nacionalistas.

Abrir en el Congreso el melón de la reforma por el prurito de hacerlo solo serviría para constatar la imposibilidad de ponerse de acuerdo no ya en las respuestas, sino siquiera en las preguntas. ¿Y después, qué?

placeholder Plantear en el Congreso la reforma solo serviría para constatar la imposibilidad de ponerse de acuerdo. (EFE)
Plantear en el Congreso la reforma solo serviría para constatar la imposibilidad de ponerse de acuerdo. (EFE)

No obstante, algo importante ha cambiado respecto a la legislatura anterior. Por un lado, el PP ya no puede impedir que el procedimiento se ponga en marcha si los otros partidos deciden montar en el Congreso una ponencia, una subcomisión o lo que sea. Eso abriría formalmente la reforma.

Lo que sí puede hacer y hará el PP es impedir que de ahí salga cualquier cosa que no tenga su bendición. Sin sus votos no se alcanzaría la mayoría requerida en el Congreso, y en el Senado tiene mayoría absoluta. Además de que es ridículo imaginar una reforma constitucional sin el primer partido del país.

Seamos conscientes de que mucho peor que no reformar la Constitución sería intentarlo y fracasar: abrir la expectativa para tener que cerrarla poco después o que muera por consunción. Esa frustración sería un descalabro que debilitaría aún más a la Constitución misma, al prestigio de la democracia y al crédito de los partidos. En materia tan sensible, los pasos en falso nunca salen gratis.

Por otra parte, se ha cerrado el camino de una reforma parcial sin referéndum. Bastan 35 diputados para que cualquier cambio, por mínimo que sea, tenga que pasar por las urnas. Podemos ya ha dejado claro que lo hará. Naturalmente que lo hará: un referéndum sobre cualquier cosa sería un regalo para ellos, la ocasión de dar el salto cualitativo que necesitan. A partir de la convocatoria, crear el marco discursivo para excitar y capitalizar el voto del descontento es un juego de niños.

Foto: Mariano Rajoy besa a la presidenta del Congreso, Ana Pastor, en presencia del presidente del Senado, Pío García-Escudero, este 6 de diciembre. (EFE)

Imaginemos un consenso mínimo para algo tan aparentemente inocuo como suprimir la preferencia de los hombres sobre las mujeres en la sucesión a la Corona, o para mencionar por su nombre a las 17 comunidades autónomas. Den por seguro que en el primer caso tendríamos un plebiscito sobre la monarquía y en el segundo una pelea infernal por ver quién es nación y quién no. Está sucediendo en todos los referendos: alguien consigue que se vote por algo distinto a lo que se pregunta, y luego vienen los sustos y las tembladeras.

Es tentador quedar bien con la clientela forzando la creación inmediata de un órgano parlamentario que inicie la reforma. Pero debemos admitir que a día de hoy no disponemos de los materiales políticos necesarios para culminar esa obra, y los que tenemos son altamente inflamables.

Si he entendido bien a Rajoy, su posición actual sobre la reforma de la Constitución es básicamente la siguiente:

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