Una Cierta Mirada
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Crisis de Estado: no es la independencia, es la democracia
España solo ha pasado por dos verdaderas crisis de Estado: el golpe militar del 23 de febrero de 1981 y el golpe parlamentario de septiembre de 2017 en Barcelona
Abusamos tanto de las grandes palabras que cuando de verdad las necesitamos suenan vacías y rutinarias. Si todo se hace parecer trascendente, nada lo es. El hecho es que entre el 6 y el 7 de septiembre el Parlamento de Cataluña se ha sublevado contra el Estado y contra sus propias leyes fundacionales. El Parlament de Cataluña ha devenido en comuna o junta revolucionaria con pretensiones destituyentes (de la Constitución y el Estatut) y constituyentes (de una fantasmal república autoritaria).
La actuación caciquil de Forcadell en esas sesiones no se diferencia en nada sustancial de la de Diosdado Cabello en la asamblea títere de Maduro. Verla aplastar a las minorías y despreciar a sus propios juristas puede haber ayudado a muchos a comprender que esto no va tanto de independencia como de democracia. Hemos pasado por hechos terribles (el crimen de Atocha, los asesinatos de ETA, la matanza del 11-M o la reciente de Barcelona), pero solo por dos verdaderas crisis de Estado: el golpe militar del 23 de febrero de 1981 y el golpe parlamentario de septiembre de 2017 en Barcelona. Si entonces un parlamento fue asaltado desde fuera, ahora otro ha sido secuestrado desde dentro.
En ambos casos la insurrección viene desde dentro del Estado: en 1981 las fuerzas armadas, en 2017 las instituciones de la Generalitat. Ambas intentonas coinciden en el intento de liquidar la vigencia del orden constitucional. Entonces como ahora, su triunfo traería consigo el fin de la democracia en España, Cataluña incluida.
El hecho de que en esta ocasión no haya armas ni tiros (crucemos los dedos) no resta gravedad política al desafío. Está en juego algo que para mí es más valioso que la integridad territorial de España: las reglas de la democracia representativa como la única forma civilizada de gobierno que conozco. Con la aceptación de este chantaje institucional, la expresión “Estado de Derecho” quedaría sin sentido. Ni tendríamos un verdadero Estado, ni lo que quedara tras el despiece estaría fundamentado en un orden jurídico seguro y vinculante para todos.
Ver a Forcadell aplastar minorías y despreciar a sus juristas ayuda a muchos a entender que esto no va tanto de independencia como de democracia
En un escenario teórico, España quizá podría resistir la mutilación de una parte de su territorio. Pero jamás de esta manera. Jamás porque la voluntad de unos se imponga a la de todos. Y jamás llevándose por delante el principio de legalidad, base de la convivencia.
Los dirigentes independentistas domeñados por la CUP han cometido tres errores que les resultarán fatales:
El primero es privarse de su propia legitimidad de origen. Al derogar el Estatut, ni el Parlament que de él nació representa ya a nadie, ni el Honorable President puede exigir que se le reconozca como tal, ni el Govern está en condiciones de gobernar nada. Ellos mismos han secado la fuente de su autoridad.
El segundo error, aún más peligroso, es olvidar que se puede derrotar a un Gobierno, pero no a un Estado. No a un país democrático de la Unión Europea. No a la quinta economía de Europa y una de las quince mayores del mundo. No a una nación con quinientos años de existencia.
El tercero es imaginar que una pírrica mayoría parlamentaria basta para pasar como una apisonadora por encima de la mayoría de catalanes que quieren seguir siéndolo libremente y en plenitud dentro de España. El drama es que la oposición democrática catalana se vea forzada a reconvertirse en resistencia a la opresión, mientras algunos siguen calculando de qué lado les conviene estar. (Iglesias y Colau quieren decir el 1 de octubre: “creíamos que ganaríamos los unos, pero resulta que hemos ganado los otros”).
El presidente del Gobierno ha orquestado una respuesta coral, que implica a todos los poderes del Estado. Al ejecutivo, con los múltiples instrumentos disuasorios de una administración poderosa. Al legislativo, formando para la ocasión una “mayoría de concentración” con más de 250 diputados. Y por supuesto al poder judicial, primer protagonista en la tarea de cumplir y hacer cumplir la ley. A eso se refería Rajoy en su muy calculada declaración al decir que se hará todo lo necesario, “sin renunciar a nada”, para restablecer la legalidad.
El triunfo del proceso soberanista traería consigo el fin de la democracia en España, Cataluña incluida
Algunos defenderán con legítima convicción la unidad de España y la soberanía nacional. Pero quienes amamos más a la libertad que a la patria tenemos también una fuerte motivación para ponernos tras el Gobierno legítimo mientras dure este desafío.
Esto es lo que lamentablemente no ha comprendido Pablo Iglesias. Su coartada infantil de que el referéndum es solo una movilización inocua, algo así como salir de 'mani' un sábado por la tarde, es peor que cobarde y oportunista: es frívola. Es la línea que separa a un responsable político de un político irresponsable. Las dudas se le debieron disipar tras la admirable intervención en el Parlament de Joan Coscubiela, veterano sindicalista y antiguo dirigente del PSUC, que desempolvó, bienvenida sea, a la izquierda consecuente que entiende que la libertad siempre estará por encima de las soberanías, tantas veces usadas como instrumentos de dominación.
Mariano Rajoy vive el momento crucial de su carrera política. Sus adversarios querrán que pase a la historia por la corrupción, sus partidarios por la recuperación económica. Muchos señalarán, no sin razón, que él estuvo entre los pirómanos que encendieron la mecha para este incendio. Pero la verdad es que será recordado y valorado ante todo por su forma de conducir esta crisis.
Su misión es endiabladamente difícil, porque no se trata tan solo de sofocar un motín a bordo. Impedir un referéndum ilegal es relativamente sencillo cuando se dispone de los resortes de un Estado moderno. Lo difícil es hacerlo sin dejar en el cuerpo social heridas que resulten insanables en el futuro y dañen irreparablemente la convivencia de Cataluña con el resto de España y la de los catalanes entre sí. Porque destruir la base de esa convivencia es precisamente el propósito último de los cabecillas de la insurrección. Si lo consiguieran, su derrota a la corta se transformaría en una victoria a la larga. Bien lo saben ellos, de ahí su estrategia de extremar irracionalmente la confrontación. No es que se hayan echado al monte, es que quieren arrastrarnos a todos al monte.
Señor presidente, no he votado jamás a su partido ni creo que lo haga. Pero soy muy consciente de que si usted se estrella, nos estrellaremos todos. Así que para este viaje puede contar con el modesto respaldo de este ciudadano demócrata y progresista. Porque la corrupción de la ley también es corrupción. Y porque no se discute sobre el mobiliario o el reparto de las habitaciones mientras alguien está prendiendo fuego al edificio.
Abusamos tanto de las grandes palabras que cuando de verdad las necesitamos suenan vacías y rutinarias. Si todo se hace parecer trascendente, nada lo es. El hecho es que entre el 6 y el 7 de septiembre el Parlamento de Cataluña se ha sublevado contra el Estado y contra sus propias leyes fundacionales. El Parlament de Cataluña ha devenido en comuna o junta revolucionaria con pretensiones destituyentes (de la Constitución y el Estatut) y constituyentes (de una fantasmal república autoritaria).