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Los jueces vuelven a salvar una bola de partido
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Los jueces vuelven a salvar una bola de partido

El Tribunal Constitucional —como antes el Supremo— nos ha librado de lo que Rajoy llamaría "un lío colosal", en este caso inducido por el atolondrado proceder de su Gobierno

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Los libros de historia relatarán que hubo un intento de mutilar a España y derribar al Estado de derecho mediante un golpe de mano llamado 'el procés'. Y constatarán que el conflicto político de fondo tardó años en arreglarse (si es que se llega a arreglar), pero quienes frenaron el asalto a la legalidad no fueron el Gobierno ni los partidos políticos, sino principalmente el Rey y los jueces (incluyo aquí a los magistrados del Tribunal Constitucional, aunque no es propiamente un órgano jurisdiccional).

El Gobierno del PP nunca le ha tomado la medida al conflicto de Cataluña ni a la estrategia independentista. Y los líderes de la secesión nunca midieron bien el poder al que se enfrentaban, que no era el del Gobierno de Rajoy, sino el del Estado y la sociedad española. En ambas partes se subestimó al adversario.

Rajoy ha llegado tarde y mal a todas las citas insurreccionales del 'procés'

Rajoy no valoró la determinación separatista de llevar el desafío más allá de los límites de la razón y de la ley. Siempre confió en que darían un paso atrás, y por eso ha llegado tarde y mal a todas las citas insurreccionales del 'procés'. Por su parte, los independentistas se envalentonaron ante la debilidad de un Gobierno minoritario y la desorientación de los partidos, y despreciaron la fortaleza del Estado y la voluntad de la sociedad española de no dejarse despedazar. El espejismo los confundió, creándoles la ilusión de que ganarían una batalla que solo podían perder. Y, sobre todo, los hizo creerse invulnerables e impunes.

Todo ello se ha manifestado otra vez en esta última semana, quizá la más crítica desde la que siguió al 1 de octubre. Entonces fue el Rey quien tuvo que acudir al rescate, reconduciendo una crisis que amenazaba colapsar en cuestión de horas. Sin aquella intervención, quién sabe cómo estaríamos ahora. Posteriormente han tomado el relevo los jueces, que son quienes más y mejor están desactivando la subversión separatista. Incluso reparando torpezas del Gobierno, como la que este sábado puso al Tribunal Constitucional ante una situación límite.

En ningún discurso político y en ningún artículo de opinión he encontrado una disección tan precisa y un análisis tan certero de la estrategia secesionista como en los autos del juez Llarena. Acierta en el diagnóstico y en el tratamiento. Este juez ha comprendido que su misión como instructor no es encarcelar a un individuo a toda costa, sino crear las condiciones procesales para que los responsables de la conspiración contra el Estado respondan por todos sus delitos. Y si es posible, contribuir a cerrar el paso a nuevas intentonas.

Se dice que un juez no debe razonar como un político. Pero igual que cuando se persigue a una organización criminal hay que conocer y entender la lógica de los criminales, cuando se investigan delitos cometidos en el ámbito de la política hay que saber descodificar políticamente el comportamiento y los propósitos de los presuntos delincuentes. Entre otras cosas, para no caer en sus trampas y argucias. Eso es lo que hasta el momento ha hecho magistralmente el juez Llarena. No veo dónde está la contradicción entre la pulcritud jurídica y la sensatez política, ambas muy saludables en un caso tan complejo y trascendente como este. Una cosa es que la Justicia sea ciega y otra que deba ser idiota.

La investidura de Puigdemont cumple la misma función desestabilizadora que en la primera fase del 'procés' tuvo el referéndum del 1 de octubre

En esta segunda temporada del 'procés', la investidura de Puigdemont cumple la misma función desestabilizadora que en la primera tuvo el referéndum del 1 de octubre. En ambos casos se trata de desafiar al Estado poniéndolo ante un hecho consumado, aparentemente democrático (entonces una votación popular, ahora una parlamentaria) pero incompatible con la legalidad y con la dignidad de las instituciones.

Durante toda la jornada del sábado estuvimos a punto de entrar de nuevo en una situación crítica. Se puso al Tribunal Constitucional entre la espada y la pared. Si accedía a la petición del Gobierno, consumaría conscientemente una chapuza jurídica (el recurso preventivo), desautorizando el muy fundado criterio del Consejo de Estado y de sus propios letrados. Su autoridad moral quedaría gravemente lesionada cuando más se la necesita íntegra.

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Si la rechazaba, entregaría una victoria estratégica a los que quieren romper el Estado y pondría al Gobierno a los pies de los caballos. Y en ambos casos fracturaría al propio tribunal, deshaciendo la preciosa unanimidad con la que han respondido a todas las provocaciones del independentismo.

Ese escenario habría sido el sueño de Puigdemont y de la CUP: el Gobierno golpeado y descalificado, la Justicia dividida y el camino a la investidura del prófugo expedito. Mucho de lo avanzado hasta ahora para neutralizar la sublevación se habría perdido. Y todo por un ataque de pánico y una actuación descontrolada del Ejecutivo.

Afortunadamente, el Constitucional, como antes el instructor del Supremo, encontró la solución correcta y sabia. La más ajustada a derecho y, a la vez, la más operativa y útil para el interés del Estado.

Con la decisión del TC se acabó el vodevil grotesco de las entradas clandestinas en el maletero de un coche o las investiduras sin candidato presente

La resolución del alto tribunal es triplemente virtuosa:

Por un lado, arrebata a Puigdemont la manija del juego de su investidura y se la entrega a Llarena. La posibilidad de presentarse en el Parlament para que lo voten ya no depende de la voluntad del candidato fugado, sino de la del juez. Se acabó el vodevil grotesco de las entradas clandestinas en el maletero de un coche o las investiduras sin candidato presente. Da igual que mañana Puigdemont aparezca como David Copperfield en el hemiciclo: si no trae la autorización firmada por el juez, no le servirá de nada.

Se clarifica para todos el escenario legal de la investidura. Si Puigdemont quiere ser presidente, ya conoce el camino: volver a España, entregarse a la policía y esperar a que el juez decida si lo autoriza o no a acudir al Parlament para después regresar a prisión. Lo del permiso 'con garantías' es solo una payasada más.

Foto: El 'expresident' Carles Puigdemont, junto a los 'exconsellers' Antoni Comín, Clara Ponsatí, Lluís Puig y Meritxell Serret. (EFE)

El presidente del Parlament también conoce ya su camino si no quiere ingresar en el selecto club de los inculpados por la Justicia. Mañana podrá iniciarse el pleno. Si el candidato comparece porque el juez se lo ha permitido, se podrá debatir y votar. Si no, tendrá que suspender la sesión y consultar de nuevo a las fuerzas políticas para proponer a otro que pueda ser elegido legalmente. Mientras tanto, el 155 seguirá en vigor, a ver quién se cansa antes.

El Tribunal Constitucional —como antes el Supremo— nos ha librado de lo que Rajoy llamaría “un lío colosal”, en este caso inducido por el atolondrado proceder de su Gobierno. Menos mal que el Estado es más que el Gobierno y los partidos.

Los libros de historia relatarán que hubo un intento de mutilar a España y derribar al Estado de derecho mediante un golpe de mano llamado 'el procés'. Y constatarán que el conflicto político de fondo tardó años en arreglarse (si es que se llega a arreglar), pero quienes frenaron el asalto a la legalidad no fueron el Gobierno ni los partidos políticos, sino principalmente el Rey y los jueces (incluyo aquí a los magistrados del Tribunal Constitucional, aunque no es propiamente un órgano jurisdiccional).

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