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Ignacio Varela

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El suicidio de Macri y la eterna desventura argentina

Macri cayó en la tentación de sentirse providencial y de creer que con su entrada en la Casa Rosada se cerraba una oscura página de la historia y comenzaba otra, llena de luz y de color

Foto: El presidente de Argentina, Mauricio Macri, reconoce la derrota de Juntos Por el Cambio en las elecciones internas que se realizaron este domingo. (EFE)
El presidente de Argentina, Mauricio Macri, reconoce la derrota de Juntos Por el Cambio en las elecciones internas que se realizaron este domingo. (EFE)

Los argentinos, siempre ufanos de esa singularidad que los hace únicos e indescifrables para el resto del planeta, suelen repetir esta frase: si crees entender la Argentina, es que te la explicaron mal. Lo peor es que tienen razón.

No es fácil comprender cómo una votación sin valor decisorio alguno, perfectamente prescindible, ha dejado resuelta la elección presidencial. Teóricamente, este domingo se votaba para seleccionar en primarias al candidato de cada coalición. Como todas las coaliciones presentaban una candidatura única, el acto solo servía como un gigantesco sondeo preelectoral. Pues bien, el resultado del sondeo ha sido tan aplastante que la verdadera elección, la de octubre, ha quedado reducida a un trámite. La peste kirchnerista regresa al poder y Mauricio Macri, el bendecido por los dioses, el llamado a sellar la tumba del peronismo, termina aquí su carrera política.

Alberto Fernández se anota un contundente triunfo en las primarias en Argentina

Faltan más de dos meses para la primera vuelta de la elección presidencial. Pero hoy todos los analistas locales coinciden en que la máxima preocupación del momento es cómo garantizar la gobernabilidad y evitar una hecatombe económica de aquí al 10 de diciembre, fecha del traspaso de poderes.

Macri y Fernández se enfrentan a un difícil ejercicio: mantener la apariencia de una competición electoral que todos saben resuelta a favor del segundo y, a la vez, colaborar para que la situación del país dentro de cuatro meses no sea aún más calamitosa de lo que ya es.

La reacción de los mercados al triunfo kirchnerista ha sido fulminante. En 24 horas, el precio del dólar —verdadera clave de bóveda de la economía argentina— se ha disparado, lo que provocará una nueva escalada de los precios; las acciones de las empresas argentinas han perdido en unas horas el 60% de su valor; la prima de riesgo se ha puesto por encima de las nubes, y el Fondo Monetario Internacional se plantea ya cómo recuperar, por las buenas o por las malas, el monumental préstamo de 57.000 millones de dólares que entregó a Macri para ayudarle a salir del agujero.

Foto: Foto: Reuters.

Antes siquiera de comenzar oficialmente la competición electoral, Fernández y Macri están obligados a actuar más como socios que como rivales. El primero, para no recibir en diciembre un país en ruinas y demostrar que puede ser algo más que una marioneta de su vicepresidenta; el segundo, para preservar al menos el honor de ser el primer presidente no peronista desde 1928 que termina su mandato normalmente. Porque ni siquiera eso está garantizado en esta hora crucial. La palabra más escrita en la prensa argentina de hoy no es 'elecciones' sino 'responsabilidad'. Hay miedo.

Los Kirchner establecieron un régimen corrupto y clientelar que descoyunta la institucionalidad democrática, dividió dramáticamente la sociedad, descapitalizó al país y, para colmo, escindió también al propio peronismo. Solo el profundo hastío social de 12 años caminando hacia atrás hizo posible la victoria de Macri en 2015. Fue una promesa de regeneración higiénica del Estado, pero también de recuperación económica. La primera parte se cumplió, pero la segunda ha sido un desastre sin paliativos. Por eso un analista de 'La Nación' titulaba ayer su artículo “El castigo de los bolsillos desfondados”.

Macri creyó su propia propaganda y eso lo despegó de la realidad

El suicidio de Macri comenzó con una errónea percepción de la extraordinaria constelación astral que lo llevó al poder. Cayó en la tentación de sentirse providencial y de creer que con su entrada en la Casa Rosada se cerraba una oscura página de la historia y comenzaba otra, llena de luz y de color. Creyó su propia propaganda y eso lo despegó de la realidad.

Continuó con el destrato a sus socios de coalición, mucho más expertos que él en lidiar con el poder peronista. Desoyó a quienes le aconsejaban ampliar la base política de su Gobierno colaborando con el peronismo institucional, entonces enfrentado a la secta kirchnerista. Tampoco hizo caso a quienes le animaban a mostrar claramente, con toda su crudeza, la desastrosa situación económica que encontró al llegar al Gobierno. Prefirió atender a los chamanes de su camarilla personal, predicadores del fin de la política, que le susurraban que el optimismo siempre es preferible a la verdad y que no hay que dar disgustos al pueblo.

Foto: El presidente de Argentina, Mauricio Macri, vota en uno de los centros de votación asignados para las elecciones primarias en la ciudad de Buenos Aires. (EFE) Opinión
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Con ello, se desprotegió de forma fatal. Cuando tuvo que ajustar a la realidad las ficticias tarifas de los servicios públicos, liberar la cotización del dólar del cepo al que lo había sometido el kirchnerato, blanquear unas estadísticas oficiales completamente falsificadas, reconocer la verdadera dimensión de la inflación y hacer lo necesario para restablecer el crédito internacional de su país, crujió la clase media urbana que lo había llevado al poder y los sindicatos peronistas lo señalaron como traidor.

En las elecciones legislativas de 2017 aún tuvo un excelente resultado, lo que le hizo sentirse aún más invulnerable. En lugar de tratar de cerrar la grieta que fractura políticamente el país, creyó en la rentabilidad electoral de profundizarla. Luego, la economía colapsó y el cielo se desplomó sobre su cabeza. Su pecado final fue no darse cuenta de que su figura estaba abrasada y que la única forma de dar continuidad a su Gobierno era hacerse a un lado en estas elecciones.

Argentina es un escenario pionero de la actual batalla global entre el nacionalpopulismo y la democracia representativa

Cristina Kirchner es la persona más divisiva de la Argentina. Medio país la detesta y el otro medio la idolatra. Lo cierto es que está encausada en 13 procesos criminales por corrupción; solo su condición de senadora nacional la libra de acompañar en prisión a muchos de sus antiguos colaboradores y compinches. Y sigue sin aclararse su papel en el asesinato del fiscal Nisman.

No obstante, su talento estratégico está tan comprobado como su sectarismo. Acaba de dar otra prueba de ello. Situándose como vicepresidenta en la fórmula opositora, consigue tres objetivos a la vez: rebajar el rechazo que concita su figura, hacer posible la reunificación del peronismo y garantizar con su nombre en la papeleta la adhesión de los más fieles a la causa kirchnerista. Pero nadie duda de quién manda en ese negocio. Ha imitado para la ocasión el modelo Salvini. Además, como alguien ha señalado, “también Perón fue una vez vicepresidente y se quedó con todo”. Si yo fuera Alberto Fernández, tendría cuidado con los accidentes.

Argentina es un escenario pionero de la actual batalla global entre el nacionalpopulismo y la democracia representativa. Nada bueno para la razón puede salir de este movimiento involutivo. Pero provocarse cada 15 años una crisis pavorosa es tan argentino como el bife de chorizo. Si cada nación tiene sus desventuras, esta ha elegido una de las peores.

Los argentinos, siempre ufanos de esa singularidad que los hace únicos e indescifrables para el resto del planeta, suelen repetir esta frase: si crees entender la Argentina, es que te la explicaron mal. Lo peor es que tienen razón.

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