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El PP reza por las elecciones del 10-N
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El PP reza por las elecciones del 10-N

Los dirigentes del PP recitan la letanía que dicta la corrección política, pero ponen velas y hacen encomiendas al santoral entero para que PSOE y Podemos no se pongan de acuerdo

Foto: Pablo Casado, en el Congreso. (EFE)
Pablo Casado, en el Congreso. (EFE)

Hay una contradicción esencial en la retórica de los líderes de la derecha. No es posible sostener al mismo tiempo, como hizo ayer Pablo Casado, que un Gobierno de Pedro Sánchez con Podemos y los nacionalistas sería un desastre para España; que es deber patriótico no facilitar la investidura (y no proponer a los socialistas una mayoría alternativa), y que no se desea que se repitan las elecciones. Al menos una de esas cosas tiene que ser falsa. En el caso del PP, la falsedad está claramente en la tercera.

Los dirigentes del PP recitan la letanía que dicta el manual de la corrección política, pero ponen velas y hacen encomiendas al santoral entero para que llegue el 23 de septiembre sin que el PSOE y Podemos se pongan de acuerdo. Cada día que pasa con la izquierda bloqueada es para ellos un motivo de esperanza. Por eso, Pablo Casado lleva varios meses aplicando la máxima napoleónica de no distraer al enemigo cuando se equivoca.

Foto: Casado comienza el curso político con un acto en Ávila. (EFE)

De todos los partidos presentes en el Congreso (incluidos los nacionalistas), el PP es el único cuya mejor apuesta pasa por otras elecciones generales. El único que contempla ese escenario como una oportunidad y sin apenas temores o aprensiones. La razón es sencilla: todo lo que pueda suceder el 10 de noviembre es menos malo para ellos que lo que ya les ha sucedido y que lo que tienen por delante si la legislatura del 29 de abril se pone en marcha, aunque sea cojitranca.

Entre el 2 de septiembre de 2015 y el de 2019, el Partido Popular ha sufrido una hecatombe. Lo abandonaron 6,5 millones de votantes y perdió más de 200 parlamentarios en ambas Cámaras. Lo repudiaron en las urnas todos los segmentos de edad excepto el de los mayores de 65 años. Fue expulsado del Gobierno sin ofrecer apenas resistencia. Quedó anegado por una miríada de casos de corrupción. El espacio político que durante décadas monopolizó férreamente se fragmentó, con un partido pujante dispuesto a sobrepasarlo (Ciudadanos) y una amenazadora escisión en su flanco derecho (Vox).

En el actual grupo del PP, solo queda una persona que sepa lo que es estar en el Gobierno y no existen expresidentes autonómicos ni exalcaldes

Su nuevo líder, imbuido de pasión adanista, lo sometió a una mutilación espectacular de su capital humano. En el actual grupo parlamentario del PP, solo queda una persona que sepa lo que es estar en el Gobierno de España, y no existen expresidentes autonómicos ni exalcaldes de grandes ciudades. En un partido con tan acendrada cultura de gobierno, eso se parece más a un genocidio político interno que a una renovación razonable. Tanta calamidad lo ha conducido, además, a la bancarrota económica: su caja, antaño rebosante, hoy tiene telarañas y apenas da para pagar los salarios del personal burocrático. De hecho, el único inconveniente de una nueva elección sería afrontar el gasto de la campaña.

En la noche del 26 de mayo, Pablo Casado era un cadáver político y su partido estaba listo para el derrumbe. Una base electoral envejecida y desconcertada, 66 diputados inexpertos para atravesar el desierto y todas sus alcaldías y gobiernos autonómicos en almoneda. Pero, como ya había ocurrido unos meses antes en Andalucía, sus competidores lo salvaron. Rivera no logró el sorpaso por poco; después, la inercia de su nueva identidad política le condenó a resucitar a aquel a quien aspiró a enterrar. Por el afán de no ser bisagra, Ciudadanos se ha quedado con el modesto papel de partido-escolta, consolidado como segunda fuerza de la derecha y, en el discurso, como una borrosa fotocopia del PP. Arrimadas pedaleando para no perder la rueda de Cayetana. Y Vox barbarizando en las tribunas, pero apuntalando sumisamente en los parlamentos los gobiernos de la derechita cobarde.

placeholder La bancada popular aplaude a Cayetana Álvarez de Toledo. (EFE)
La bancada popular aplaude a Cayetana Álvarez de Toledo. (EFE)

Milagrosamente, el PP ha podido transformar sus sucesivas debacles electorales en un consistente cinturón de seguridad de poder territorial. Galicia, Castilla y León, Madrid (comunidad y ayuntamiento), Andalucía, Murcia… Y un generoso puñado de alcaldías en capitales de provincia y grandes ciudades. Todo ello, gentileza de Albert Rivera a cambio de un nuevo carné de identidad de derecha auténtica sin mácula o sospecha. El chapapote del sanchismo ha remodelado por completo la derecha española.

La segunda circunstancia providencial para el PP de Casado es la impotencia (¿o incompetencia?) de la izquierda para transformar el resultado de las elecciones generales en un Gobierno efectivo. Aunque se salve la investidura en el último suspiro —lo que es cada día más dudoso—, la criatura gubernamental resultante nacerá deforme e infectada por los navajazos que Iglesias y Sánchez se han propinado durante el embarazo. Por fanática que sea la vocación de poder de Pedro Sánchez, es difícil imaginar que esta legislatura pueda sobrevivir cuatro años a la maligna relación de sus comadrones.

Quién sabe si una masiva abstención de castigo de los votantes de la izquierda abriría sorpresivamente una vía de regreso del PP al Gobierno

Si finalmente hay que repetir las elecciones, se abre un mundo de oportunidades para el PP. Es casi imposible que no mejore su posición: en cuanto suba más de 10 escaños, lo que en cualquier otra circunstancia sería un resultado lamentable, se vivirá como un triunfo. Tiene la ocasión de abrir un hueco insalvable con Ciudadanos, sometiéndolo definitivamente a la condición de partido subalterno de la derecha una vez que Rivera voló los puentes de la transversalidad. Puede empezar a reabsorber la millonada de votos que se fugó a Vox. Y como soñar es gratis, quién sabe si una masiva abstención de castigo de los votantes de la izquierda —frustrados y legítimamente encabronados con sus dirigentes— abriría sorpresivamente una vía de regreso al Gobierno.

Lo que se adivina en el horizonte son dos bloques ideológicos con fuerza numérica equivalente (ya lo fue en abril, 11 millones de votos a cada lado), con dos partidos grandes (PSOE y PP) para encabezar los gobiernos y dos medianos (Podemos y Ciudadanos) para ejercer de acompañantes más o menos exigentes. Una especie de Restauración imperfecta del antiguo régimen. La ventaja para la izquierda —y también su maldición— es la asociación privilegiada con los nacionalismos.

Si hay segundas elecciones, todas las fuerzas políticas se verán ante el abismo de evitar las terceras o traspasar el umbral de la tolerancia social. Eso cambiará totalmente los términos de la negociación, abriendo perspectivas hoy insospechadas. También esa circunstancia beneficiaría al PP, que tendría en ese escenario un papel más relevante que el de impotente mirón que le ha tocado en esta ocasión.

Que se repitan las elecciones es lo que desean los votantes del PP. Si se produce, recibirán la noticia con júbilo. Es lo que desean también sus dirigentes, aunque solo lo dice Cayetana. Oigan lo que oigan estos días, en esta materia créanla a ella.

Hay una contradicción esencial en la retórica de los líderes de la derecha. No es posible sostener al mismo tiempo, como hizo ayer Pablo Casado, que un Gobierno de Pedro Sánchez con Podemos y los nacionalistas sería un desastre para España; que es deber patriótico no facilitar la investidura (y no proponer a los socialistas una mayoría alternativa), y que no se desea que se repitan las elecciones. Al menos una de esas cosas tiene que ser falsa. En el caso del PP, la falsedad está claramente en la tercera.

Pedro Sánchez Pablo Casado