Una Cierta Mirada
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10-N, las elecciones malditas y la gota fría
Es ya unánime el diagnóstico de que la política española tiene un tumor maligno localizado en sus cúpulas partidarias
Solo han pasado cinco meses, pero la atmósfera política ha cambiado tan súbitamente como el abrupto tránsito del calor veraniego a la gota fría. Si en la semana posterior al 28 de abril hubiéramos preguntado a 100 analistas sobre el desenlace del proceso poselectoral, la única hipótesis no citada por ninguno habría sido la de unas elecciones repetidas tras un pringoso intercambio público de garrotazos entre los dos partidos de la izquierda. Recuerden, aquella noche fue una fiesta para media España y un funeral para la otra media. Precisamente por eso, quienes entonces confiaron en el bando ganador tendrán muchas dificultades para digerir el destrozo.
Es ya unánime el diagnóstico de que la política española tiene un tumor maligno localizado en sus cúpulas partidarias. El actual cuadro de dirigentes políticos es abrumadoramente culpable del fracaso de tres legislaturas consecutivas y de cinco años de bloqueo y desgobierno, y su descrédito ya no tiene remedio. Pase lo que pase el 10 de noviembre, no cabe esperar una solución que saque al país del pantano hasta que se desaloje a los mandarines que han convertido los partidos en autocracias personales, el Parlamento en un plató de cine gore y el Gobierno de España en un cacharro inútil. Lo peor de esta elección es tener que votar a uno de esos mismos tipos. Es imposible predecir el resultado. Pero al menos cinco circunstancias ambientales diferencian drásticamente estas elecciones de las del 28 de abril.
La primera es que aquella convocatoria era deseada por la mayoría de la población, y estas son unas elecciones detestadas, incluso malditas. La sociedad las recibe como una condena (una más) a la que la someten sus políticos. Es imposible que ello no se traduzca en las urnas, aunque para saber cómo y cuánto habrá que averiguar si esta vez se ha traspasado o no el umbral de la tolerancia social. Si fuera el caso, recomiendo depositar en la papelera más próxima todo el 'conventional wisdom' de analistas, sociólogos y politólogos y sentarse a esperar cualquier cosa.
En abril, todos los partidos querían elecciones salvo el PP, que veía venir la debacle. Ahora sucede lo contrario: todos las temen excepto el PP, que solo puede mejorar (según como vaya en la izquierda lo de la gota fría, podría incluso encontrarse con un regalo tan inesperado como el que le cayó en Andalucía).
La segunda, no menor, es el radical empeoramiento del clima económico. Lo que en abril se contemplaba como una remota nube en el horizonte, se ha convertido ya en un amenazador cielo encapotado que anuncia inminente tempestad.
El mayor tema político del final de 2019 y de todo 2020 volverá a ser la economía, y nadie duda de que lo será para mal. Quizás ese haya sido el principal motivo por el que Sánchez y Redondo han decidido provocar la repetición electoral, contrariando la silente aprensión de muchos dirigentes socialistas. En condiciones de crisis económica, un Gobierno con Podemos estaba condenado a no durar vivo más de un año. En Moncloa han debido pensar, con razón, que siempre será mejor jugarse los cuartos en este otoño que en el próximo.
El tercer factor distintivo de estas elecciones lo veremos en la campaña (ya lo estamos viendo). En abril, todo fueron gentilezas dentro del campo de la izquierda y guerra descarnada en el de la derecha. Ahora sucederá al revés. Las derechas se zancadillearán por debajo de la mesa, pero evitarán que se vea la sangre. Nada que ver con el aquelarre de reproches y navajazos que, a buen seguro, ofrecerán el PSOE y Podemos. Un motivo más para que sus 11 millones de electores, después del doloroso 'coitus interruptus', emitan un vómito en lugar de un voto.
El cuarto es la disolución del espectro de Vox. El partido de Santiago Abascal fue en abril el protagonista de la campaña y el elemento desencadenante de muchas decisiones de voto. La campaña orquestada desde el poder para inflar sus expectativas y generar en la izquierda un pánico reactivo pasará a la historia como una de las operaciones de intoxicación pública más turbias de nuestra democracia.
En estos meses, al monstruo se le han caído casi todos sus dientes. Primero, porque sus resultados de abril y mayo quedaron muy lejos de la avalancha que se presagiaba. Pero también, y sobre todo, porque sus socios-rivales de la derecha lo han domesticado. Ahora es un apacible sostenedor de los gobiernos locales y autonómicos del PP y Ciudadanos, su papel en el Congreso es marginal y, pasada la primera alarma, se ha integrado en el paisaje sin mayores sobresaltos. Sus ocasionales rugidos resultan ya más pintorescos que realmente temibles.
El quinto hecho diferencial de esta elección, quizás el más trascendental, será la abstención. La participación del 28-A fue una de las más altas del siglo XXI en España. La del 10 de noviembre puede ser la más baja desde la Transición: para ello, bastaría con que en la noche electoral estuviera por debajo del 69% de 2016 (el CERA rebaja después el dato final en más de tres puntos).
Si se retiran del circuito electoral entre 2,5 y tres millones de votantes de abril, el impacto en los resultados puede ser enorme. Dados los otros cuatro indicadores de ambiente y la tradición electoral (todas las victorias del PSOE se han producido en elecciones de alta participación), no es muy arriesgado suponer que ese hecho alteraría la relación de fuerzas entre los bloques —medida en votos— a favor de la derecha. Otra cosa es cómo ello se traduzca en el reparto de los escaños.
Con todo, lo más decisivo será la motivación dominante del voto. Hay dos incentivos en presencia: el racional invitaría a buscar ante todo soluciones de gobernabilidad ante el vacío de poder. Pero también opera un poderoso incentivo emocional para convertir el voto —o la abstención— en expresión de cólera e instrumento de castigo a los reincidentes responsables del estrago poselectoral.
Si se votara este domingo, hay pocas dudas de qué sentimiento prevalecería. Pero quedan siete semanas. En ese tiempo, sabremos si a Pedro y Pablo, por un lado, y a Pablo y Albert, por el otro, esta vez se les ha ido la mano en sus juegos de tronos o podrán seguir con ellos y empantanando el país.
Solo han pasado cinco meses, pero la atmósfera política ha cambiado tan súbitamente como el abrupto tránsito del calor veraniego a la gota fría. Si en la semana posterior al 28 de abril hubiéramos preguntado a 100 analistas sobre el desenlace del proceso poselectoral, la única hipótesis no citada por ninguno habría sido la de unas elecciones repetidas tras un pringoso intercambio público de garrotazos entre los dos partidos de la izquierda. Recuerden, aquella noche fue una fiesta para media España y un funeral para la otra media. Precisamente por eso, quienes entonces confiaron en el bando ganador tendrán muchas dificultades para digerir el destrozo.