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El drama español: la discordia como estrategia
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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El drama español: la discordia como estrategia

La crisis que padecemos ha creado un escenario insólito. Pocas veces se da un alineamiento tan claro de una demanda social abrumadora con lo que el país objetivamente necesita

Foto: Pablo Casado, de espaldas, contesta a Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE)
Pablo Casado, de espaldas, contesta a Pedro Sánchez en el Congreso. (EFE)

La crisis multiorgánica que padecemos ha creado un escenario insólito en España. Pocas veces se da un alineamiento tan claro de una demanda social abrumadora con lo que el país objetivamente necesita. El 90% de los ciudadanos reclama desesperadamente una política de concertación nacional, y cualquier analista primerizo es capaz de diagnosticar que sin esa concertación no hay posibilidad alguna de que España salga del colapso.

Pero junto a ello, los principales dirigentes políticos muestran una interpretación fatalmente errónea y desviada no solo de su responsabilidad ante la sociedad sino también de su propia conveniencia partidaria.

El sumatorio de lo que la gente pide y lo que el tiempo histórico exige debería actuar como un poderoso incentivo para que las fuerzas centrales del sistema —en concreto, los dos partidos mayoritarios— apuesten decididamente por los acuerdos. Atender a la reclamación ciudadana sirviendo a la vez a la necesidad del país es un 'desideratum' político que erradica por impertinente la siempre tramposa dicotomía entre interés nacional e interés de partido (en ese foso cavó su tumba Albert Rivera).

El PP aumenta sus críticas mientras el Gobierno tiende la mano

Sin embargo, es clamorosamente manifiesto que las cúpulas dirigentes del PSOE y del PP han decidido transitar en la dirección opuesta, convirtiendo el desacuerdo en el elemento concurrente de sus estrategias. Ello merece una indagación que vaya más allá de corroborar lo ya sabido sobre su enanismo político.

La concertación presenta dos costes inmediatos: por un lado, obliga a conceder puntos al contrario, renunciando a la ambición de la goleada y el aplastamiento. Por otro, crea amenazas peligrosas en la relación con los compañeros de viaje (y competidores) dentro de cada bloque: Vox para el PP, Podemos y los nacionalistas para el PSOE.

Sánchez y Casado no ignoran la presión social y la evidente necesidad objetiva del acuerdo. Pero han decidido eludir sus inconvenientes apostando no por la recompensa propia —que siempre sería compartida y, por tanto, insuficiente— sino por el castigo ajeno. El plan de ambos —su única coincidencia— es hacer pagar al otro la factura entera del desencuentro, que se anuncia gigantesca. Ya que no puedo llevarme todo el botín, haré que te comas todo el marrón.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

Rubalcaba solía lamentar la tentación de algunos gobernantes de actuar como si fueran a estar siempre en el poder. El sanchismo ha convertido el 'como si' en un 'precisamente para eso'. Perpetuarse en el poder pasa por neutralizar en la práctica una alternativa viable. En el caso español, ello implica convertir a Vox en la pieza imprescindible de la alternativa, fortaleciendo al máximo su peso político y su poder disuasorio dentro de la derecha. La presunción estratégica es que, por muchos errores que cometa este Gobierno, la amenaza de una coalición PP-Vox será una vacuna infalible, un seguro de vida para la convergencia de socialistas, populistas de izquierda y nacionalistas. Se confía en que una elección entre Frankenstein y el monstruo de las cavernas inclinará siempre la balanza hacia el primero.

Por su parte, el núcleo dirigente del PP saliva ostensiblemente ante la perspectiva —más que verosímil— de un Gobierno de izquierda abrasado por la crisis. Sería el segundo Gobierno socialista en este siglo en fracasar con estrépito ante una gran recesión. En este caso, además, con la precuela terrorífica de una pandemia asesina y con el acompañamiento de Iglesias, Junqueras y toda la cohorte de extremismos centrífugos. ¿Por qué suministrar oxígeno y comprometerse con quien está destinado a que el cielo se derrumbe sobre su cabeza?

El objetivo de una y otra parte no es tender puentes sino volarlos para estimular la radicalización obligada del enemigo. Moncloa desea un PP echado al monte y prisionero de Vox en la misma medida en que Génova atiza el fuego de un Sánchez cada vez más sectarizado y condicionado por sus peligrosos socios. La voxización del PP y la podemización del PSOE como veneno ajeno y vitamina propia.

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Solo así se explica, por ejemplo, la insensata apuesta de Sánchez por conducir esta crisis en solitario. El presidente está imbuido de una concepción bonapartista del ejercicio del poder —con perdón de Bonaparte— que lo hace radicalmente renuente a cualquier forma de autoridad compartida, como bien saben dentro de su partido. Pero tiene que haber algo más.

En este momento, Sánchez no tiene asegurado ni de lejos el voto favorable de la oposición a la retahíla de prórrogas del estado de alarma que tendrá que pedir al Congreso hasta llegar al paraíso prometido de la Nueva Normalidad. Cada decisión unilateral y cada trágala que plantea se lo pone más difícil a Pablo Casado. Hasta el punto de que ya resulta lícito preguntarse si lo que se busca no será precisamente forzar al líder del PP a romper la baraja en plena crisis sanitaria y antes de que la próxima EPA nos devuelva al no tan remoto escenario de los cinco millones de parados.

Por demencial que parezca, ya no cabe descartar la hipótesis de que la sucesión de provocaciones, desprecios y desplantes al líder de la oposición responda al sueño húmedo de algún estratega de campanillas: ver a Casado y Abascal juntos, negando al Gobierno el instrumento necesario mientras la gente sigue muriendo en los hospitales y el miedo al virus pesa más que cualquier otra consideración. A partir de ahí, la armada mediática del oficialismo se encargaría de completar el trabajo de demolición patriótica.

Foto: Una mujer con mascarilla, en la estación de Atocha, en Madrid. (EFE) Opinión

Esas construcciones estratégicas tienen un problema de base. No solo son delirantemente irresponsables: además, son una estupidez en sus propios términos tácticos y estratégicos de partido. Revelan una ceguera preocupante de los aprendices de brujo que las diseñan —y aún mayor de quienes las asumen y encabezan— ante la naturaleza de la situación de España y del mundo.

Es imposible seguir actuando en 2020 con la apestosa lógica política de 2019. Hoy la discordia no puede ya ser un principio estratégico: de hecho, para quien pretenda gobernar España en los próximos años, no puede ser siquiera una vía contemplable, porque el retroceso será mucho más violento para el cazador que el disparo para su pieza. Lo han comprendido, en su mayoría, quienes ejercen responsabilidades de gobierno en los niveles intermedios, obligados a lidiar con la crisis sobre el terreno.

Exigir a Sánchez y Casado que se parezcan a Merkel sería ponerles un listón inalcanzable. Pero no es mucho pedir que, al menos, intenten aproximarse a la cordura que muestran sus presidentes autonómicos y alcaldes —que, aunque callen, están espantados por lo que ven en la cúpula—. Con eso nos conformaríamos durante la hora reglada del paseo, mientras contenemos la respiración por si viene el rebrote.

La crisis multiorgánica que padecemos ha creado un escenario insólito en España. Pocas veces se da un alineamiento tan claro de una demanda social abrumadora con lo que el país objetivamente necesita. El 90% de los ciudadanos reclama desesperadamente una política de concertación nacional, y cualquier analista primerizo es capaz de diagnosticar que sin esa concertación no hay posibilidad alguna de que España salga del colapso.

Pablo Casado Moncloa
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