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Llevar la realidad al BOE: estado de alarma nacional
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Llevar la realidad al BOE: estado de alarma nacional

Cada minuto que los gobernantes ocupan en algo que no sea frenar la peste y la bancarrota es una injuria a la nación

Foto: El ministro de Sanidad, Salvador Illa. (EFE)
El ministro de Sanidad, Salvador Illa. (EFE)
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La escalada de la pandemia se ha hecho vertiginosa. Ya no es Madrid, sino España entera. No es uno o 100 rebrotes, sino un derrame incontenible de infecciones, hospitalizaciones y muertes. Dos tercios de la población están ya sometidos a medidas excepcionales de distintos grados, y todos sabemos que son insuficientes y que vendrán más y más duras. Ya ni se pregunta por los rastreos porque la pista de los contagios se perdió en el verano.

En esta ocasión, la sorpresa es inaceptable, pero solo la gente de bata blanca parece ser consciente de lo que está sucediendo y lo que nos espera. Si Sánchez se jactó en vano de haber derrotado al virus, ahora toca admitir que el virus nos está derrotando con estruendo. Y aún hay que recorrer la ruta tenebrosa del infierno —perdón, del invierno—.

Hay varias clases de negacionismo. El de los chiflados que salen a las calles gritando que el virus no existe y siguen sosteniéndolo desde la UCI, antes de que los conecten a un respirador. Pero también el de los dirigentes políticos. España está en una UCI sanitaria, económica e institucional, necesita la respiración asistida de la Unión Europea para no morir de asfixia; pero ellos siguen actuando con la libérrima intrepidez de quien perdió por completo el contacto con la realidad.

Foto: El ministro de Sanidad, Salvador Illa, en la rueda de prensa del Consejo de Ministros. (EFE)

Cada minuto que los gobernantes ocupan en algo que no sea frenar la peste y la bancarrota es una injuria a la nación. La moción de censura es un acto negacionista: entretenerse en el Congreso con un espectáculo navajero, creado por la extrema derecha y jaleado por el oficialismo con el único propósito de esquilmar entre todos a Pablo Casado. Si asumieran que España está la mitad de grave de lo que realmente está, ni siquiera ellos tendrían la insolencia de prestarse a ese juego siniestro.

Para doblegar la curva de los contagios, lo primero es detener el caos de desgobierno que se apoderó del país. Poner orden en el gallinero desquiciado en que han convertido el Estado. Parar la competición de decisiones atropelladas, inconexas e incompetentes (en el doble sentido: porque no sirven y porque las toma quien no puede hacerlo). Recuperar las reglas y tener algo que se parezca a un plan. Llegar tarde (es inevitable), pero llegar a algún sitio que no sea el abismo.

Las cifras de hoy nos parecerán minúsculas dentro de dos meses. La realidad ha resuelto brutalmente el dilema entre salud y economía: para recuperar la economía al menos, contener su caída, hay que salvar primero la salud. Nos espera una epidemia larga, que exigirá tomar y sostener medidas excepcionales y adaptarlas a una crisis mutante e imprevisible. Habrá que modularlas en el espacio y en el tiempo, flexiblemente pero sin concesiones a la galería. Habrá que encontrar la vía para ser a la vez eficaces y respetuosos del Estado de derecho (entre otros motivos poderosos, porque maltratar el derecho nos hace doblemente ineficaces).

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El caos tiene su origen más próximo en dos decisiones irresponsables. La primera, cuando la dirección nacional del PP se disoció de la gestión de la crisis y saboteó el estado de alarma en plena tempestad para que el Gobierno se rompiera la crisma contra las rocas. La segunda, cuando Sánchez, tras lanzar el país a una desescalada suicida, abandonó el puesto de trabajo en lo que se refiere a la pandemia pretextando lo del “Estado compuesto” (¿o descompuesto?). Una actitud que solo aparcó momentáneamente para machacar a Ayuso. En este pasado fin de semana, algún Gobierno autonómico de obediencia socialista pidió al Gobierno el estado de alarma en su territorio y Moncloa se negó.

Una cosa es que la gestión sanitaria corresponda a las comunidades autónomas y otra que el Estado carezca de una política sanitaria, siempre necesaria y hoy desesperadamente acuciante. No sirve el amontonamiento desordenado de medidas territoriales cuando la enfermedad atraviesa el país de punta a punta

Es inútil, además de nocivo, seguir ignorando que las restricciones de los derechos fundamentales son ilegales si no están amparadas por uno de los estados excepcionales del artículo 116 de la Constitución. No hay desvíos, ni regates ni planes B para eludir ese imperativo constitucional. Es más, así debe seguir siendo si no queremos arrepentirnos en el futuro. No hay por qué hacer un tabú del estado de alarma, pero es preciso adecuar el instrumento a una circunstancia inédita y no prevista por los constituyentes.

Foto: La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (d), y su consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero (i). (EFE)

La situación objetiva de la pandemia requiere que el Gobierno declare inmediatamente el estado de alarma en todo el territorio nacional. Que se abra un paraguas de legalidad para las medidas que haya que tomar a partir de ahora. Ya que no se puede eliminar la incertidumbre sanitaria y económica, garanticemos al menos cierta seguridad jurídica. Pensar que puede imponerse un toque de queda sin declarar previamente el estado de alarma es un puro disparate.

Para resultar funcional, este nuevo estado de alarma debería atenerse a algunas condiciones:

El decreto que lo declare debería contener una habilitación genérica que permita modular las restricciones que sean necesarias en cada territorio y en cada momento, según avance o retroceda la epidemia.

Debería precisarse que su alcance afecta única y estrictamente a las decisiones que conlleven limitación de derechos fundamentales, singularmente el de libre circulación y el de reunión. Todas las demás medidas de gestión de la sanidad y de ordenación de la vida pública deben seguir en manos de quienes las poseen, sean los gobiernos autonómicos o los ayuntamientos. Algo muy distinto del mando único indiscriminado de la primavera.

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La aplicación concreta de las restricciones derivadas del estado de alarma —toques de queda, confinamientos, limitaciones del derecho de reunión— debería producirse a petición de y/o de acuerdo con el gobierno autonómico afectado. Ya se ha comprobado que la unilateralidad es inútil, además de tóxica.

El primer decreto ha de ser revalidado en el Congreso 15 días después de promulgarse; pero a partir de ahí, nada obliga a que las sucesivas prórrogas duren solo dos semanas. Tiene que ser posible pactar prórrogas más prolongadas para una situación excepcional de larga duración.

Y lo más importante: nada de esto es posible sin un acuerdo político. Hay que pactar el contenido del decreto. Esta vez, el Gobierno tiene que hacer un uso leal y no abusivo del estado de alarma. La oposición debe garantizar cuantas prórrogas sean necesarias y sacar esas votaciones de los gabinetes de estrategia. Ambas partes han de obligarse, contra sus instintos, a olvidar las 'performances' propagandísticas en lo que a la pandemia se refiere.

Desahóguense durante estos dos días, vomiten la basura que llevan dentro. Y después, cumplan por una vez con su deber. Y escuchen a Serrat: “Pero háganlo urgentemente, que no sean necesarios más héroes ni más milagros para adecentar el local”.

La escalada de la pandemia se ha hecho vertiginosa. Ya no es Madrid, sino España entera. No es uno o 100 rebrotes, sino un derrame incontenible de infecciones, hospitalizaciones y muertes. Dos tercios de la población están ya sometidos a medidas excepcionales de distintos grados, y todos sabemos que son insuficientes y que vendrán más y más duras. Ya ni se pregunta por los rastreos porque la pista de los contagios se perdió en el verano.

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