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Frankenstein frente a Godzilla y la resurrección de Pablo Casado
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Ignacio Varela

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Frankenstein frente a Godzilla y la resurrección de Pablo Casado

Hay que tener cuidado con los presuntos muertos mal enterrados porque a veces, acorralados, se activa el gen de la supervivencia y dan la campanada cuando menos se espera

Foto: Pablo Casado, en su escaño del Congreso. (EFE)
Pablo Casado, en su escaño del Congreso. (EFE)
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Los jugadores de póker suelen decir que si tras los primeros cinco minutos de la partida no sabes quién es el pichón de la mesa, es que el pichón eres tú. En esta partida de la moción de censura, el consenso político y mediático señalaba a Pablo Casado como la víctima propiciatoria. Todos esperaban obtener ganancias a costa del líder del PP. Un clima al que él contribuyó dejando crecer hasta el último instante la duda —si real o fingida, nunca lo sabremos— sobre el sentido de su voto.

Hay que tener cuidado con los presuntos muertos mal enterrados porque a veces, sintiéndose acorralados, se activa en ellos el gen de la supervivencia y dan la campanada cuando menos se espera. Mentirá quien pretenda que no le sorprendió la actuación de Casado en este debate. Por el nivel de su discurso —probablemente, la pieza más articulada que se ha escuchado en ese recinto en los últimos años— y, sobre todo, por su orientación. Sin embargo, contemplado 'a posteriori', resulta evidente que eligió el único camino que le permitía salir vivo de la encerrona.

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Casado salió por donde no se le esperaba y, con ello, dio la vuelta al guion preescrito. De hecho, pilló desprevenida a la pecaminosa pareja de hecho que forman Sánchez y Abascal. A partir de su discurso, el protofacha no hizo otra cosa que balbucear en las réplicas y el césar 'imperator' regresó a la Moncloa aparentemente triunfante, pero preguntándose cómo se le había escapado viva la pieza que ya parecía cazada.

Es conmovedora la mezcla de sorpresa y rasgar de vestiduras con que se recibe el hecho de que la extrema derecha se comporte como extrema derecha. Si a un fanático extremista orgulloso de su indigencia intelectual se le conceden más de 20 horas de exhibición en la tribuna, lo extraordinario sería que se mostrara como un prohombre de la democracia parlamentaria. Sí, el discurso de Abascal fue tan basto como él mismo y su rudimentario pensamiento. Lo que no significa que no sirviera para sus fines. No confundir brutalidad con error, especialmente en los tiempos que corren.

Hay una evolución en Vox. Hay un estudiado trecho del partido que hundía sus raíces ideológicas en el pensamiento reaccionario español del siglo XIX al que hoy mimetiza —incluso en exceso— el discurso de Trump, Bolsonaro o Alternativa por Alemania. Su discurso actual es mucho más el de un populista de extrema derecha del siglo XXI que el de un fascista trabucaire.

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Ni por asomo pretendió Abascal presentarse como un candidato verosímil o deseable a la presidencia del Gobierno. Sus objetivos eran tres: preparar el recipiente para acoger la oleada de cólera social que se avecina, monopolizar la visceralidad vindicativa en el campo de la derecha y provocar un sorpaso al PP en las próximas encuestas para sembrar el pánico en la dirigencia y baronías de los populares. Los dos primeros progresan adecuadamente. El tercero no puede descartarse.

Abascal se siente más cómodo cuanto más radical y agresivo es su oponente. Fanático llama a fanático. Se le ve disfrutar ante las enormidades de Rufián o de Bildu, pero se le atragantan discursos moderados y sensatos como el de Inés Arrimadas. Solo está programado para el choque, cuanto más violento mejor. Si le quieren ver sufrir en un debate, háganle pensar.

Pedro Sánchez se limitó a llevarse el teleprónter al Congreso. Leyó íntegramente las dos réplicas plomizas que le escribieron en Moncloa, distinguiendo a Abascal con el obsequio de un intercambio bilateral de casi cinco horas. Tratamiento de lujo, favor con favor se paga.

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Es extraño que en una moción de censura las estrellas de la función no sean el censor ni el censurado. El intercambio dialéctico entre Casado y Pablo Iglesias fue el único momento políticamente interesante en el rutinario —no por ello menos nauseabundo— recital de tópicos, desplantes ensayados ante el espejo, insultos de laboratorio y recursos del manual de la brocha gorda que habíamos padecido hasta entonces.

Pablo Casado revolucionó el patio lanzando un ataque elaborado y consistente contra lo que Vox es y representa en la política española. No solo denunció su sociedad de intereses mancomunados con Sánchez, su contribución decisiva al triunfo de la izquierda y al blindaje de sus alianzas; lo encausó también por sus fundamentos ideológicos, de los que se desmarcó sin contemplaciones. Deslindó contundentemente el espacio del conservadurismo constitucional del populismo destituyente y eurófobo de la extrema derecha.

Es el primer día desde que perdieron el poder en que los populares han tenido la sensación de disponer de un líder. De ahí la forma en que recibieron el discurso de su jefe.

El gambito de Casado fue quizá desesperado y no exento de riesgo, pero indiscutiblemente eficaz. Pronto sabremos si solo buscaba salir del apuro en que lo había metido la moción de Vox o responde a una reflexión de fondo. Lo primero sería un alivio efímero. Lo segundo abocaría el PP a la tarea —tan hercúlea como patriótica— de construir en tres años una alternativa de poder que le devuelva la autonomía estratégica y no dependa de la presencia de Vox en el Gobierno. Es decir, una alternativa viable.

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A Iglesias hay que escucharlo con atención porque, queriéndolo o no, siempre ofrece claves. En esta ocasión, mostró el boquete que el nuevo discurso de Casado, de sostenerse en la práctica, puede abrir en el plan diseñado por la coalición gobernante para sobrevivir a la multicrisis que asola España.

Se trata, en resumen, de poner el país ante una dicotomía tajante de criaturas monstruosas: Frankenstein —que, al fin y al cabo, ya es casi de la familia— o el tenebroso Godzilla del PP-voxismo. El supuesto de partida es que, en semejante trance, la mayoría aritmética caerá siempre de su lado: el temor a la amenaza de Godzilla pesará más que los abusos y fracasos de Frankenstein. Ese es el marco sobre el que Iglesias pronostica que no habrá alternancia en el poder en muchos años.

Frankenstein frente a Godzilla es el escenario que Iglesias y Redondo preparan con mimo para 2023. Lo malo es que tienen razón: esa es la única apuesta ganadora para este Gobierno, aunque catastrófica para España, cualquiera que fuera el monstruo victorioso.

Con todo, la mejor noticia que ha traído esta moción de censura es el resultado de la votación. 298 diputados, abarcando todo el espectro político, rechazan la ofensiva de la extrema derecha autoritaria. Ese será el titular en la prensa mundial. Al fin, un mensaje saludable para la imagen averiada de la democracia española. Y un contratiempo —puede que solo pasajero— para los patrocinadores y beneficiarios principales de la lógica de la confrontación. Iglesias y Sánchez habrían preferido otro resultado.

Los jugadores de póker suelen decir que si tras los primeros cinco minutos de la partida no sabes quién es el pichón de la mesa, es que el pichón eres tú. En esta partida de la moción de censura, el consenso político y mediático señalaba a Pablo Casado como la víctima propiciatoria. Todos esperaban obtener ganancias a costa del líder del PP. Un clima al que él contribuyó dejando crecer hasta el último instante la duda —si real o fingida, nunca lo sabremos— sobre el sentido de su voto.

Pablo Casado Pedro Sánchez