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Sánchez permite todo a Iglesias, excepto gobernar
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Sánchez permite todo a Iglesias, excepto gobernar

La afición desenfrenada de Iglesias por las candilejas de la política sirve, además, para que realice a la perfección la función de pararrayos

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i) y el vicepresidente, Pablo Iglesias. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i) y el vicepresidente, Pablo Iglesias. (EFE)
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La impavidez de Sánchez y el regodeo de Iglesias ante la exhibición procaz de la marea de desencuentros y querellas entre los dos partidos del Gobierno inducen a pensar que su contrato político se ha asentado en la práctica sobre dos cláusulas de conveniencia recíproca. Primera: el vicepresidente segundo del Gobierno tiene licencia para todo, excepto para gobernar. Segunda: el vicepresidente se presta gustosamente a ejercer de pararrayos y atraer hacía sí todas las iras y todos los ataques, en beneficio mutuo. Enunciado así parece descabellado, pero el caso es que el invento funciona.

El Real Decreto 5/2020 de 12 de enero de 2020 nombró a Pablo Iglesias Turrión vicepresidente segundo del Gobierno. Otro decreto de la misma fecha le otorgó, además, la pomposa condición de ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030. Un año más tarde, su obra como gobernante está rigurosamente inédita. Si hubiera que juzgarlo únicamente por su producción normativa o ejecutiva, o por su contribución específica a la gestión de los problemas del país, se diría que estamos ante el vicepresidente/ministro más haragán de la historia moderna de España. Lo cual no les parece preocupar en absoluto a él ni a su socio; por el contrario, más bien sucede a satisfacción de ambos.

Se supone —él mismo lo ha dicho— que la función principal del vicepresidente sería coordinar los ministerios del área social del Gobierno. Convencionalmente, se incluyen en esa área al menos los de Educación, Sanidad, Igualdad, Seguridad Social, Trabajo y Consumo (además del que inventaron a última hora para que Iglesias no fuera el único vicepresidente sin cartera).

placeholder El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

En un Gobierno normal, el vicepresidente del área social despacharía frecuentemente con los titulares de esos ministerios, les fijaría criterios, concertaría sus proyectos y supervisaría sus actuaciones, solventaría los posibles conflictos entre ellos y, por supuesto, tendría un conocimiento exhaustivo de todos los dosieres, especialmente los que llegan a la mesa del Consejo de Ministros.

Nada de eso sucede ni por aproximación. En una reciente entrevista en Onda Cero, se preguntó al ministro Escrivá cuántas veces ha despachado con el vicepresidente de su área o ha recibido instrucciones de él: balbuceó y no supo decir si una o ninguna. Es seguro que sería igual si se preguntara a Illa (ahora Darias) y Celaá. Y no es arriesgado aventurar que sus conversaciones con Garzón y Díaz versan más sobre asuntos podemitas que sobre la gestión de sus departamentos. Es posible que preste más atención al ministerio de Irene Montero, mayormente porque está en el centro de la batalla campal entre los poderosos 'lobbies' feministas de ambos partidos.

¿Significa eso que el vicepresidente está desocupado? En absoluto. De hecho, es uno de los miembros más activos del Gobierno. Tiene licencia presidencial para ejercer de todo, siempre que su activismo se circunscriba a la cara circense de la luna gubernamental. Puede hacer impunemente de propagandista de sí mismo, provocador de conflictos reales o imaginarios, revolucionario en coche oficial, disidente consentido, agitador antimonárquico, jaleador de disturbios y gamberradas, celestino con independentistas y demás especies subversivas, tuitero asustaviejas, censor de periodistas, ideólogo de la correlación de fuerzas; y encarnar cualquier otro personaje que se le ocurra.

A Iglesias se le consiente todo, siempre que no se le ocurra ponerse a gobernar. Como hacer tal cosa no entra en sus planes, aquí paz y después gloria

A Iglesias se le consiente todo, siempre que no se le ocurra ponerse a gobernar. Como hacer tal cosa no entra en sus planes ni en el rango de sus capacidades, aquí paz y después gloria. El desinterés de Iglesias por la tarea de gobierno encaja perfectamente con el empeño de Sánchez en que sea precisamente así. Los ministros más serios se encabronan por la disrupción permanente de quien es a la vez vicetodo y vicenada, pero es porque no han captado la belleza del juego.

La afición desenfrenada de Iglesias por las candilejas de la política sirve, además, para que realice a la perfección la función de pararrayos. Es admirable su disposición y capacidad de atraer hacia su persona toda la hostilidad que despierta este Gobierno. Es el cebo perfecto porque, además, disfruta siéndolo y obtiene gran provecho de ello.

La oposición se ha tragado el anzuelo hasta el fondo. En la última sesión de descontrol en el Congreso, Casado y Arrimadas preguntaron a Sánchez… sobre Iglesias. Luego tuvo su propio cupo, lo que le permitió lucirse doblemente. Su cuota de pantalla aumenta por días. El visitante que siga los medios españoles —especialmente los más adversos para el Gobierno— llegará a la conclusión de que todos los males de España se concentran únicamente en el hecho de que Pablo Iglesias forme parte del Gobierno. Lo que, por contraste, descarga a Sánchez de presión crítica y lo convierte en una especie de salvaguardia de la prudencia frente a los excesos y disparates de su socio.

Foto: El vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, pasa ante el presidente del mismo, Pedro Sánchez (EFE) Opinión

El negocio es mutuamente ventajoso. Iglesias compensa su inanidad como gobernante y el desguace de su partido con un protagonismo público inusitado que, además de mantenerlo en el centro del escenario, le permite lucir la doble gorra del poder y la oposición, del mandamás y el rebelde con causa. Sánchez se refugia en tablas cuando vienen mal dadas, se reserva para los buenos momentos —anfitrión de cumpleaños, bodas y bautizos—, contempla cómo los sabuesos de la derecha persiguen a su aliado y cultiva la leyenda del ganador imbatible. Su seguro de vida es que funcione la teoría del mal menor: por malo que sea Sánchez, piensan muchos, siempre será menos malo que Iglesias, o que Vox, o que el trifachito, o que Puigdemont. Se rodea de mastines, a cual más peligroso, para mostrar que él es el único que puede domarlos y posee la llave de la jaula.

¿Cuánto durará la farsa? No se puede saber. Es cierto que algunos de los conflictos que atraviesan el Gobierno llevan dentro una carga explosiva que puede reventar a sus intrépidos artificieros; como lo es que hay que pasar una crisis económica que se presta a pocas bromas. Pero la mansedumbre con que la derecha oficial embiste las sucesivas muletas monclovitas, junto a la disposición de los huérfanos de la izquierda sensata —escandalizados por el desafuero sanchista, pero, a la vez, deseosos de que les den cualquier excusa para regresar al redil, aunque sea refunfuñando—, es toda una garantía.

No descarten que esto desemboque en una ruptura escenificada en el tramo final de la legislatura, una campaña electoral de reproches recíprocos y alerta antifascista y un segundo casamiento tras contar los votos. Si funcionó una vez, ¿por qué no repetir la jugada?

P.D. Ayer se notificaron en España 388 personas muertas por coronavirus, dos aviones de pasajeros completos. Dicen que son buenas noticias.

La impavidez de Sánchez y el regodeo de Iglesias ante la exhibición procaz de la marea de desencuentros y querellas entre los dos partidos del Gobierno inducen a pensar que su contrato político se ha asentado en la práctica sobre dos cláusulas de conveniencia recíproca. Primera: el vicepresidente segundo del Gobierno tiene licencia para todo, excepto para gobernar. Segunda: el vicepresidente se presta gustosamente a ejercer de pararrayos y atraer hacía sí todas las iras y todos los ataques, en beneficio mutuo. Enunciado así parece descabellado, pero el caso es que el invento funciona.

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