Una Cierta Mirada
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El suicidio español: cuando los partidos del sistema sabotean el sistema
La desmoralización —en el doble sentido de la palabra— se ha apoderado de España. Padecemos agitadores en lugar de gobernantes, yonquis de la conspiración en lugar de dirigentes
Esta vez no se puede culpar a populistas o extremistas. Vox y Podemos no han movido un dedo para provocar este aquelarre político. En Murcia, Madrid o Castilla y León no están la CUP ni Bildu, ni hay políticos presos.
El nacionalpopulismo contempla complacido —en el caso de Vox, como beneficiario directo— cómo le hacen el trabajo. Una degollina insensata entre los partidos autodenominados 'constitucionales', cegados por la insania de destruirse entre sí, desestabilizar gobiernos e instituciones, crispar el país y procrastinar en lo único que debería importarles: la pandemia, las vacunas, salvar empleos y empresas y levantar una economía enferma y dopada hasta las cachas.
En esta enésima semana negra de la democracia, los Sánchez, Casado, Arrimadas y sus respectivos cipayos y pregoneros andan mucho más ocupados atizándose navajazos —preferiblemente por la espalda— que en dedicar unos minutos a las cuestiones esenciales de la nación.
En la pantocrisis, las fuerzas centrales calcinan la centralidad, los presuntamente sistémicos quebrantan el sistema y los partidos de gobierno —presuntuosamente llamados 'de Estado'— rompen gobiernos y patean al Estado. Los más corrosivos agentes de la inestabilidad, la polarización sectaria y el deterioro institucional no se llaman Iglesias, Abascal, Otegi o Junqueras: se llaman PSOE, PP y Ciudadanos. Esta semana, hemos ingerido una dosis concentrada de este veneno político que se está cargando el país.
No se puede —sobre todo, no se debe— disociar la crónica de sucesos políticos del contexto en que se produce. El virus sigue galopando y matando. Los ciudadanos, confinados y exhaustos, castigados sin Semana Santa —y, probablemente, sin verano— por segundo año consecutivo. Las vacunaciones, atascadas en el trote cochinero y sin un plan reconocible. El desempleo real, disparado. Miles de empresas, al borde de sumarse a las ya desaparecidas. El mayor sector económico del país, en bancarrota. El Estado de derecho, en almoneda.
La desmoralización —en el doble sentido de la palabra— se ha apoderado de España. Padecemos agitadores en lugar de gobernantes, yonquis de la conspiración en lugar de dirigentes. Ese contexto pavoroso es lo que hace indigerible que en unas horas el bandolerismo partidista ponga en la picota varios gobiernos autonómicos de una tacada.
El PSOE se dejó secuestrar por un aventurero carente de principios, sediento de poder personal. Tras disecar su partido, se asoció al populismo y se impregnó de él. Incorporó a 'la direccion del Estado' a quienes buscan la liquidación del Estado. Puso en marcha un plan para bloquear cualquier vía de alternancia barrenando los partidos democráticos de la oposición y llevando la confrontación política al paroxismo. Trabajó en Cataluña para ERC (a cambio de que ERC trabaje en Madrid para él) y trata de encumbrar a Vox como eje lepenista de la no-alternativa. Reniego de la creciente fascinación que Sánchez produce en muchos analistas: ser el más astuto de los granujas no te hace más admirable, sino más peligroso.
El presidente endilgó la gestión de la pandemia y de las vacunaciones a los gobiernos autonómicos, y ahora se dedica a quebrarlos por dentro y provocar vacíos de poder en los territorios donde no manda. Es escandaloso que esta conspiración desestabilizadora haya sido conducida por un alto cargo de la Moncloa y un ministro del Gobierno. El resultado inmediato son ocho millones de ciudadanos desgobernados en el momento crítico de la lucha contra el virus. Centuriones del oficialismo aún fantasean con añadir Andalucía al alboroto, por la doble vía de guillotinar a Susana Díaz y alentar la implosión de aquella coalición mediante el trasvase al PP de Marín y la plana mayor de Ciudadanos.
En su desvarío estratégico, el PP dice trabajar por la reunificación del centro derecha, pero todo lo que hace contribuye a fragmentarlo aún más. Primero se fracturó a sí mismo con una purga masiva de dirigentes cualificados destinada a blindar el poder orgánico conquistado pírricamente por Pablo Casado. Con los dirigentes del PP condenados al exilio interior, podrían formarse varios consejos de ministros de buen nivel. Con lo que Casado tiene en el Congreso, no le da ni para medio. El líder popular podría empezar por rearmar y reunificar su propio partido.
En su emprendimiento 'reunificador', después rompió espectacularmente con Vox y humilló públicamente a su líder —y a muchos de sus votantes— en memorable sesión parlamentaria. A continuación, lanzó una opa hostil contra Ciudadanos con el inocultado propósito de engullirlo, lo que ha culminado en la bronca barriobajera de los últimos días.
Con movimientos espasmódicos como el de las elecciones en martes y el fusilamiento público de la mitad de su Gobierno, Ayuso conduce conscientemente el PP a echarse en los brazos de Vox, único socio viable que le quedará tras el 4 de mayo para sostener ese y otros gobiernos. Por esa vía, renuncia de antemano a construir una alternativa verosímil de poder a la actual coalición de socialistas, populistas y nacionalistas. El PP ha pasado del dontancredismo mariano a la ruleta rusa, pero el resultado es la misma inoperancia.
Es evidente que la derecha ha dejado de creer en Casado, al que solo le queda bunkerizarse en su fortín orgánico para llegar vivo a las elecciones. Como le sucedió al PSOE con Podemos en 2015 y 2016, el PP de Casado conduce con la mirada fija en el retrovisor: no aspira a adelantar a Sánchez, solo a evitar que lo adelante Vox.
El plan de Arrimadas es más y razonable que el de Rivera, pero reproduce varios de sus errores
Ciudadanos arrastra la maldición de una cifra: 180. Lo que pudo ser y se impidió que fuera. Carga injustamente con todo el peso de aquel desatino, que en justicia fue tanto de Sánchez como de Rivera. El plan de Arrimadas es más realista y razonable que el de Rivera, pero reproduce varios de sus errores. Por ejemplo, encerrarse con un núcleo duro de ultraleales en lugar de subir a bordo a todos los huérfanos del bibloquismo. O embriagarse de táctica hasta perder el hilo de la estrategia, que es lo que le ha sucedido en esta ocasión.
Se comprende la urgencia subjetiva de dar una señal de vida cuando tu pulso es ya casi imperceptible. Pero si el hilo discursivo es 'el interés de España', no es sencillo explicar que ese interés pase, en este instante pandémico, por derribar gobiernos y romper coaliciones. Con tanto giro y tirabuzón, el partido de Arrimadas, como con Rivera, corre el riesgo de hacerse indescifrable. La primera vez, eso lo condujo a la UVI; la segunda, podría llevarlo al camposanto.
Arrimadas comprueba estos días dos realidades dolorosas: que quizá la expiación llegue tarde, y que el PSOE y el PP no tienen el menor interés en que exista entre ellos un partido bisagra. Si ha de haber algo, solo tolerarán que sea un partido vasallo.
Más allá de los Pirineos, la concertación de conservadores, socialdemócratas y liberales está salvando la Unión Europea y protegiendo la democracia parlamentaria. Aquí, la confrontación salvaje entre ellos hunde el país y hace peligrar la institucionalidad democrática. Además, están poniendo peligrosamente a prueba el umbral de tolerancia de esta sociedad. Cuando el umbral se rebase, nos sobrará tiempo para lamentarlo.
Esta vez no se puede culpar a populistas o extremistas. Vox y Podemos no han movido un dedo para provocar este aquelarre político. En Murcia, Madrid o Castilla y León no están la CUP ni Bildu, ni hay políticos presos.
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