Una Cierta Mirada
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El sanchismo se hundirá en el pantano catalán
En lo referente a Cataluña, el presidente del Gobierno se adentra progresivamente en un territorio pantanoso en el que a cada paso que da tiene cada vez menos que ganar y más que perder
Entre los estudiosos del sanchismo, hay dos teorías en relación con el origen de su política catalana. Unos piensan que, al llegar al poder, Pedro Sánchez concibió —o alguien le hizo concebir— el delirio de que él sería el coloso histórico que resolvería de una vez y para siempre lo que desde hace 300 años viene llamándose 'la cuestión catalana', y esa ensoñación lo echó en brazos de los nacionalistas, siempre despiertos para fortalecerse a costa de los arbitristas con poder en Madrid.
En la segunda versión, el orden de los factores sería el inverso. Tras descartar cualquier política de concertación nacional —impropia del inventor del 'noesnoísmo'—, miró a su alrededor en búsqueda de apoyos para sostenerse en el poder y encontró el amasijo de populistas de izquierda y nacionalistas radicales que pueblan el Congreso y que hoy componen la autodenominada 'mayoría progresista' que sustenta al Gobierno. El amigo Iglesias le suministró la construcción estratégica: si blindamos esta mayoría, seremos electoralmente imbatibles y tú vivirás en Moncloa hasta que te aburras. Los delirios de grandeza, pues, serían una forma ex post de ennoblecer lo que nació como mero pacto con el diablo: tu alma a cambio del poder eterno.
Creo que esta segunda visión se ajusta mejor a la estructura de personalidad del personaje (la primera se adecuaría más, por ejemplo, a un Zapatero). Aunque es probable que, con el tiempo, ambos impulsos, la pasión por el poder y el delirio narcisista de pasar a la historia, hayan terminado fundiéndose en la desquiciada fuga hacia delante que hoy contemplamos. Hasta los mayores cínicos necesitan creer en algún momento que están sirviendo a una gran causa.
Fuera antes el huevo o la gallina, lo cierto es que, en lo referente a Cataluña, el presidente del Gobierno se adentra progresivamente en un territorio pantanoso en el que a cada paso que da tiene cada vez menos que ganar y más que perder. Todo sumará en la columna de los números rojos, pero soy de los que creen que lo que finalmente acabará con la aventura sanchista no será la pandemia, ni la crisis económica ni los aciertos de la oposición, sino, precisamente, su manejo insensato de 'la cuestión catalana'.
El ejemplo más inmediato es el avispero gigantesco en el que se ha metido con el asunto de los indultos a los condenados por el golpe institucional de 2017. Si por un trámite preliminar —el informe preceptivo del tribunal sentenciador— se ha montado semejante escandalera, no quiero ni pensar lo que sucederá cuando el Consejo de Ministros apruebe el decreto exculpatorio y lo ponga a la firma del Rey —menudo trago, señor—.
Si alguien en el Gobierno imaginó que esto se podría solventar como una 'operación relámpago', una tormenta ruidosa, pero breve, que, a cambio de una algarada mediática y un efímero coste demoscópico, apuntalaría los 13 votos de Junqueras en el bloque oficialista, erró por completo en todos los cálculos. El quilombo de los indultos perseguirá a este Gobierno al menos durante todo lo que resta de 2021, y su recuerdo anidará en la memoria de los votantes sean cuando sean las elecciones. Ni la temporada veraniega, ni la campaña de vacunaciones ni el rebote económico en el otoño le permitirán escapar a la resaca de su decisión.
Basta leer con atención el informe beligerante del Tribunal Supremo para anticipar lo que viene. El texto, además de reventar una por una todas las coartadas jurídicas (incluso las políticas) del indulto, contiene una invitación clamorosa para que alguien lo impugne. Es más, suministra a los recurrentes el argumentario completo para asegurar su revocación. La palabra 'inaceptable' no se ha incluido en el texto por casualidad: es a la vez una calificación concluyente y una consigna corporativa. Pagar el coste político del indulto (ya lo está pagando) para que al final te lo tiren es uno de esos fiascos de los que no te recuperas.
Más allá del juego partidario, la forma de proceder en este asunto aboca el Ejecutivo a un choque frontal con el poder judicial, que se añade al humillante manoseo del CGPJ desde Moncloa y desde Génova. Los magistrados liderados por Marchena advierten, con razón, de que se trata de rectificar una sentencia firme, invadiendo el inviolable espacio jurisdiccional; recuerdan que la discrecionalidad sin tasa en el ejercicio de la gracia (antaño real, ahora gubernamental) es un residuo del absolutismo. Y lo que les faltaba era verse señalados, 24 horas antes de emitir su informe, como promotores de la venganza y la revancha.
El Supremo, poseído de santa indignación, da un paso más y desvela la dimensión política de la maniobra. Es poco presentable el espectáculo de un Gobierno absolviendo a los aliados políticos que lo mantienen con vida. Quizá sea excesivo hablar de autoindulto, pero sí puede considerarse un indulto en defensa propia. En todo caso, no hay nadie en España que no esté convencido de que Sánchez ha convertido este perdón en mercancía de tráfico partidario. Y los primeros en saberlo son sus votantes.
“En estas condiciones, yo no lo daría”, dice Felipe González. Quizá su instinto le dice que, en el mejor de los casos, esta decisión es imprudente por prematura. Que todas las heridas políticas y sociales de la sublevación siguen abiertas, que el desafío se mantiene —y se renueva a diario— y que no hay el menor síntoma de que el indulto vaya a mover un ápice la estrategia secesionista ni reblandecer sus exigencias.
Nadie puede creer que, por el hecho de ser indultados, los dirigentes separatistas acudirán a la mesa de negociación dispuestos a retomar la vía constitucional y estatutaria. Al contrario: si el indulto se consuma, la pieza cobrada los envalentonará para intensificar el apriete. Y si la Justicia lo anula, ese día se brindará en Waterloo. “En estas condiciones”, es imposible que la opinión pública española digiera la píldora. “En estas condiciones”, lo único que tiene que hacer el líder de la oposición es no disparatar una vez más en el tono y en el gesto.
Madrid dio el primer aviso. Andalucía dará el segundo, aún más doloroso. Dentro de dos años, habrá elecciones municipales y autonómicas, y varios presidentes y miles de alcaldes y concejales socialistas querrán seguir siéndolo. Si algo pueden temer con fundamento, es llegar a ese trance arrastrados por Sánchez al pantano catalán, repleto de chapapote electoral para el PSOE en el resto de España. Si de esta no brota en ese partido alguna señal de vida inteligente, será la prueba definitiva de que el protolíder lo ha convertido en un camposanto.
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Entre los estudiosos del sanchismo, hay dos teorías en relación con el origen de su política catalana. Unos piensan que, al llegar al poder, Pedro Sánchez concibió —o alguien le hizo concebir— el delirio de que él sería el coloso histórico que resolvería de una vez y para siempre lo que desde hace 300 años viene llamándose 'la cuestión catalana', y esa ensoñación lo echó en brazos de los nacionalistas, siempre despiertos para fortalecerse a costa de los arbitristas con poder en Madrid.