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Todo para Cataluña: el motín autonómico que se avecina
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Ignacio Varela

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Todo para Cataluña: el motín autonómico que se avecina

En la izquierda constitucional, hay quienes piensan que, si se concede a los nacionalistas todo lo que reclaman, estos finalmente se convencerán de que ya no es necesario romper con España

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), recibe al presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), recibe al presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE)
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Los políticos y analistas que tienen ojos en la cara y cierta perspectiva histórica debaten sobre cuál de estas dos cosas sucederá antes: que España desaparezca de Cataluña o que Cataluña se vaya de España. Alfredo Pérez Rubalcaba planteó crudamente el dilema y pronosticó que, sin un giro radical en el enfoque de la conocida históricamente como 'cuestión catalana' (ahora reconvertida en 'conflicto catalán'), lo primero se consumaría antes y más decisivamente que lo segundo: si seguimos así, lamentaba, puede que en un par de lustros Cataluña siga siendo formalmente parte de España, pero España habrá sido materialmente extirpada de la sociedad catalana.

Esa fue la estrategia del nacionalismo catalán durante toda la era pujolista. No plantear la secesión como primer objetivo, sino como la consecuencia final, inercial, de un proceso sostenido de desespañolización de Cataluña, empezando por las dos piezas clave: el sistema educativo y la invisibilidad progresiva del Estado en la vida pública catalana (en estos días, se recuerda el malestar del nacionalismo con los Juegos Olímpicos de 1992 en Barcelona, convertida entonces, para su disgusto, en espejo mundial de la nueva España democrática).

Sus aliados más valiosos, curiosamente, fueron los sucesivos gobiernos españoles, condicionados por el peso de las fuerzas nacionalistas en la política nacional (la izquierda y la derecha españolas siempre prefirieron pactar con los nacionalistas que entenderse entre sí, y así continúan).

Foto: El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès. (EFE) Opinión
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Los socialistas del PSC —y de buena parte del PSOE— hicieron suya la idea cuando les llovió del cielo la oportunidad de gobernar en Cataluña. Compartieron ese Gobierno con el partido nacionalista más radical y promovieron un nuevo Estatuto que, en palabras de Pasqual Maragall, estaba destinado a convertir en residual la presencia del Estado español en Cataluña. Era la continuación del pujolismo con otros actores.

La baraja se rompió cuando los sucesores de Pujol creyeron llegado el momento de invertir el plan. Desarraigar totalmente España de Cataluña no es tan sencillo (de hecho, yo creo que no es posible sin recurrir a la violencia). Y por un momento, la debilidad de los gobiernos centrales les hizo soñar con ir por la vía rápida. Desde entonces, el nacionalismo catalán rompió definitivamente con la vía autonómica, y el fracaso de la insurrección de 2017 no hizo sino consolidar esa quiebra.

En la izquierda constitucional, hay quienes piensan que, si se concede a los nacionalistas todo lo que reclaman, estos finalmente se convencerán de que ya no es necesario romper con España y terminarán sintiéndose cómodos dentro de ella. Es la lógica de quienes defendían los indultos a cambio de nada. Se trata, en esta visión, de conservar al huésped, aunque sea alojándolo gratis en la mejor suite del hotel, descosiendo las costuras de la ley y sacrificando el principio de igualdad. Otros piensan lo contrario: que cuantos más obsequios obtenga el secesionismo del Estado que pretende romper, más creerá que su plan es rentable y reforzará su vocación rupturista. Lo volveremos a hacer, por supuesto; pero antes, os sacaremos la hijuela mientras tratáis de apaciguarnos. Torra lo llamó “la estrategia del mientras tanto”.

Es el secuestro político del Gobierno central con el palo y la zanahoria de sus votos en el Congreso

Su instrumento, como siempre, es el secuestro político del Gobierno central con el palo y la zanahoria de sus votos en el Congreso. Y su descubrimiento más reciente es el plan de las dos mesas: en una actúan como si fueran un Gobierno autonómico de clase prémium y esquilman el Estado a la manera peneuvista; en la otra se presentan como el Gobierno de la república catalana y mantienen viva la amenaza de la voladura del Estado. Cada una de ellas alimenta y refuerza a la otra: mientras en la segunda mesa el Gobierno trata de convencerlos de que no se vayan por las bravas, cada reunión de la primera le va a salir por 1.000 millones de euros del resto de los españoles. Lo nuevo es que han encontrado en la Moncloa a un tipo dispuesto a jugar esa timba.

Lo extraordinario de la reunión de la comisión bilateral no es que el Gobierno de Cataluña se haya vuelto a casa con el saco lleno de concesiones, unas más razonables que otras. Es que nadie les haya pedido algo a cambio. Qué sé yo, un compromiso de participar en los foros multilaterales (el Estatuto los obliga a ello), algún gesto de lealtad institucional, unos gramos de solidaridad con el resto de España, un reconocimiento de la vigencia de la Constitución y el Estatuto en Cataluña, una posición constructiva en la financiación autonómica… Algo, cualquier detalle que ayude a que el resto de España no piense con razón que en la España de Sánchez se premia la deslealtad al Estado de todos.

placeholder El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), conversa con el presidente de la Junta de Extremadura, Guillermo Fernández Vara. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), conversa con el presidente de la Junta de Extremadura, Guillermo Fernández Vara. (EFE)

Es muy obvio que el propósito de Sánchez es estirar el chicle hasta el final. Mantenerlos sentados a las dos mesas cuanto tiempo sea necesario para llegar a las generales con esa carísima tregua que su socio le ofrece. Pero las elecciones autonómicas se aproximan y hay cosas que resultan cada vez más complicadas de digerir en ciertos territorios. No le será fácil a Guillermo Fernández Vara defender lo de los 1.700 millones para El Prat mientras se sigue viajando a Extremadura en trenes del siglo XIX. Y gracias a la prodigalidad de Zapatero, hay varias comunidades autónomas cuyos estatutos prevén comisiones bilaterales calcadas de la de Cataluña. Veremos cuánto tardan Moreno Bonilla o Lambán en exigir que se activen las suyas y presentar allí su hoja de reclamaciones. O cuántos candidatos —no solo de Vox— proclamarán en sus campañas que “Cataluña nos roba”.

El peligro de esta estrategia sanchista (además de la segura traición de ERC), es que a los habitantes de los pisos inferiores de su España multinivel se les hinchen las narices, sientan la presión del votante local y le monten un motín político en defensa propia. Una cosa es alojar al enemigo del Estado en la suite real para que conspire a gusto y además se forre a costa de todos, y otra reclamar que los demás te lo aplaudan. O por usar una de sus expresiones favoritas, que arrimen el hombro.

Los políticos y analistas que tienen ojos en la cara y cierta perspectiva histórica debaten sobre cuál de estas dos cosas sucederá antes: que España desaparezca de Cataluña o que Cataluña se vaya de España. Alfredo Pérez Rubalcaba planteó crudamente el dilema y pronosticó que, sin un giro radical en el enfoque de la conocida históricamente como 'cuestión catalana' (ahora reconvertida en 'conflicto catalán'), lo primero se consumaría antes y más decisivamente que lo segundo: si seguimos así, lamentaba, puede que en un par de lustros Cataluña siga siendo formalmente parte de España, pero España habrá sido materialmente extirpada de la sociedad catalana.

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