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Una marea de malestares y Vox como agitador social
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Una marea de malestares y Vox como agitador social

El partido nacionalpopulista español lleva años preparándose para una situación como esta y sus supuestos rivales, irresponsablemente, no han hecho otra cosa que facilitarle la labor

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Javier Lizón)
El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Javier Lizón)
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Entre las consecuencias de la guerra antieuropea de Putin en Ucrania, la salida de la pandemia aún por completar, la galopada de la inflación —esa némesis que tortura a los ciudadanos y hace temblar a los gobiernos más que ninguna otra cosa— y el desfallecimiento de unas expectativas de recuperación que se inflaron con alegría imprudente, se están concitando todas las condiciones objetivas y subjetivas que pedirían a gritos cambiar al fin los ejes de la política española para restablecer los hábitos perdidos de concertación transversal en el espacio de la centralidad, arrasado por la polarización bibloquista.

Pedro Sánchez no está en condiciones de elegir. La ruta que ha de recorrer en lo que resta de legislatura ha quedado trazada por las circunstancias, y no está en su mano alterarla. Le toca cerrar filas con la Europa democrática amenazada aumentando nuestro compromiso militar, hacer frente a la inflación conteniendo las subidas salariales por las buenas o por las malas, recortar drásticamente el chorreo de gasto público derivado de unos presupuestos que ya eran irreales en su origen y ahora han devenido simplemente fantasiosos, bajar impuestos, emprender de una vez una reforma del sistema energético del país (incluida una probable reconsideración de la cuestión de la energía nuclear) y prepararse para un inminente frenazo de las políticas de estímulos, el fin de la tolerancia europea de los déficits disparados y la interrupción de las compras masivas de deuda española por parte del Banco Central Europeo. Está en puertas de acoger en Madrid una cumbre de la OTAN que será cualquier cosa menos divertida y a la vuelta de la esquina le tocará asumir la presidencia de la Unión Europea, que le dará una tonelada de fotos y otra de preocupaciones y decisiones peliagudas.

Foto: Abascal, a bordo de un tractor, durante una protesta de agricultores en Murcia celebrada en febrero. (EFE/Marcial Guillén)

Se acabó la fiesta de los adolescentes políticos: llegó la hora de hacer lo que Mariano Rajoy llama “política de adultos”. Ya había llegado antes de que Putin soltara las riendas de su pulsión imperialista, pero ahora no hay escapatoria posible. Otro regate innecesario a la realidad, como el de la entrevista con Franganillo y la filípica que Borrell le echó aquel día, le parecerá una caricia.

Su doble problema es que su crédito personal está en números rojos y que carece del instrumento de gobierno adecuado para hacer frente a lo que está pasando —y aún más a lo que viene—. De hecho, dispone del instrumento más inadecuado que cabe imaginar para una situación como esta. Nada de todo lo anterior puede hacerse seriamente con los compañeros de gobierno que se buscó y con una mayoría parlamentaria compuesta por loquinarios y nacionalistas ofuscados.

Foto: Manifestación de las Fuerzas de Seguridad en Madrid, a finales de noviembre. (EFE/J.J. Guillén)

Las condiciones subjetivas se alinean también en la buena dirección porque, por primera vez en mucho tiempo, aflora una evidente demanda social de políticas de acuerdo nacional. Dudo mucho de que las estrategias de confrontación sigan siendo recompensadas por los votantes, al menos en lo que se refiere a los partidos supuestamente ubicados en el espacio de la responsabilidad institucional. Más bien hay síntomas para esperar que quienes, dentro de ese espacio, pretendan seguir atizando la polarización recibirán un castigo severo en cuanto se abran las urnas. No más miércoles de azufre, por favor. Esta es una de esas ocasiones en que la necesidad objetiva del país coincide con la demanda de la mayoría social: el dirigente o gobernante que no sepa interpretarlo lo pagará caro. Y esto se refiere tanto al primer partido del Gobierno como al primero —por el momento— de la oposición.

No se aplica el mismo razonamiento a Vox. El partido nacionalpopulista español lleva años preparándose para una situación como esta y sus supuestos rivales, irresponsablemente, no han hecho otra cosa que facilitarle la labor y hacerlo crecer impunemente para dañarse entre ellos. Pedro Sánchez y Pablo Casado son corresponsables de que lleguemos a este instante crucial con un partido como Vox por encima del 20% de intención de voto y en plena escalada. Ahora, lo único que tiene que hacer Abascal es aprovecharse de ello y cabalgar libremente sobre la ola de malestares sociales que está ya embolsada, lista para desatarse. En los próximos meses, España será un puro conflicto y Vox se convertirá en el mayor animador de las protestas, el operador número uno de la agitación social y la desestabilización política. En algún lugar se preparan (simbólicamente) centenares de miles de chalecos amarillos para repartir entre todos aquellos que tengan algún motivo para salir a la calle y cagarse en todo lo que se menea; y realmente, se hace difícil encontrar alguien que no lo tenga.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal, durante una protesta convocada por agricultores murcianos. (EFE/Marcial Guillén)

Sabían lo que hacían los dirigentes de Vox, o estaban bien aconsejados, cuando montaron un sindicato y lo bautizaron con el sospechoso nombre de Solidaridad. Cuando llega la hora de descerrajar la caja, ya tienen lista la llave inglesa.

Imaginen que hoy estuviera en la Moncloa alguien del PP y en la oposición alguien sensato (como Feijóo, pero en socialista). Imaginen que Podemos estuviera en plena efervescencia como hace seis años, rozando el sorpaso al PSOE. En una situación económica y social como la que se está incubando en España, las calles estarían igualmente a punto de incendiarse; pero en ese caso, el operador de la agitación sería el partido socialpopulista, probablemente acompañados por los autodenominados 'sindicatos de clase'.

Foto: La ministra de Política Territorial y portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez. (EFE/Víctor Casado)

En esa circunstancia, el sensato (imaginario) líder socialista de la oposición estaría ante un dilema: por un lado, todos sus instintos de dirigente responsable, así como su olfato sobre el sentir de la mayoría silenciosa, le aconsejarían sentarse con el Gobierno para diseñar un plan conjunto con el que hacer frente a la multicrisis. Por otro, tanto la naturaleza de los aliados gubernamentales como el sentir en su nuca de la respiración del rival populista y la propia inquietud de sus bases le invitarían a sumarse a la demagogia y a la lucha, aun sabiendo que esa sería la apuesta perdedora, porque jamás podría ganar en esa carrera a quienes vienen programados de fábrica para nadar en las aguas turbulentas de la cólera de las clases medias agraviadas.

Pues bien, ese puede ser precisamente el dilema al que deba enfrentarse Alberto Núñez Feijóo a partir del 2 de abril, cuando salga oficialmente investido líder del PP; lo de líder de la oposición tendrá que disputárselo con el jefe de la agitación, que parece dispuesto a calcar el modelo que aplicó Le Pen en Francia para llegar a estar al menos donde ella está.

Si en los dos partidos centrales quedara un poco de sentido común e instinto de supervivencia propio y del país, en esta coyuntura se auxiliarían mutuamente para librarse del chantaje de sus respectivos flancos extremistas. Pero ya comprendo que sentido común, raciocinio y sentido de país es pedir demasiado en estos tiempos. Sobre todo, porque les pilla desentrenados.

Entre las consecuencias de la guerra antieuropea de Putin en Ucrania, la salida de la pandemia aún por completar, la galopada de la inflación —esa némesis que tortura a los ciudadanos y hace temblar a los gobiernos más que ninguna otra cosa— y el desfallecimiento de unas expectativas de recuperación que se inflaron con alegría imprudente, se están concitando todas las condiciones objetivas y subjetivas que pedirían a gritos cambiar al fin los ejes de la política española para restablecer los hábitos perdidos de concertación transversal en el espacio de la centralidad, arrasado por la polarización bibloquista.

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