Una Cierta Mirada
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La historia de Rubi y Geri. ¿Dónde está el Consejo Superior de Deportes?
Después de haberse descubierto el chanchullo, lo mejor que pueden hacer los clubes es acabar con esa competición adulterada
Cualquier aficionado sabe que la llamada Supercopa de fútbol es un torneo prescindible, inventado con el único propósito de llenar de dinero —aún más— las arcas de la Real Federación Española de Fútbol y, ahora lo hemos sabido, también los bolsillos de su presidente y de algún jugador en activo pluriempleado, que simultanea su actividad como deportista de alto nivel con negocios de chalaneo en competiciones en las que él mismo participa. Su valor futbolístico es nulo y a nadie le importa gran cosa quién la gane o la pierda; precisamente por eso, los golfos apandadores que la administran se permiten subastar sus sedes, caciquear con los participantes y mangonear sus condiciones para mayor engrosamiento de su propio pecunio. Si lo hicieron Sarkozy y Platini para vender un Mundial a los jeques de Qatar, ¿por qué no podrían hacerlo Rubi y Geri con una pachanga como esta?
No obstante, se trata de una competición oficial. Como tal, debería ajustarse a lo que las leyes y reglamentos establecen para garantizar su pulcritud. Lo menos que puede decirse de la historia de Rubi y Geri que nos está narrando José María Olmo es que parece cualquier cosa menos pulcra: es una burda mascarada para que en Riad vean un clásico y un par de truhanes se embolsen unos milloncejos. Si esa superchería sobrevive al escandalazo, harían muy bien todos los demás equipos de España en negarse a participar en semejante cambalache. O quizás, enviar a los alevines para que puedan contar en el colegio que jugaron contra Busquets y Benzema.
Dice la ministra portavoz que le parece reprobable que un torneo nacional se juegue “en otro Estado”. No parece preocuparle en particular que ese 'otro Estado' sea una de las satrapías más repugnantes del planeta. Ya puestos, que la próxima final de la Copa del Rey se juegue en Pionyang. Si pagan, ¿por qué no?
A la pobre portavoz le han hecho decir que, como esa Federación no recibe dinero público, el Gobierno no puede fiscalizarla. Por su parte, al presidente del Consejo Superior de Deportes le parece “poco estético, incluso poco ético” que un jugador en activo ejerza de intermediario en la competición que pretende ganar (por partida doble); pero se queda ahí, como si el asunto no tuviera nada que ver con él. Digo yo que, en lugar de reprobar y lamentarse tanto, podrían leer lo que dice la ley y obrar en consecuencia.
Dice la Ley del Deporte que “las federaciones deportivas españolas, además de sus propias atribuciones, ejercen por delegación funciones públicas de carácter administrativo, actuando en este caso como agentes colaboradores de la Administración pública” (artículo 30.2). Son entidades privadas, sí, pero desde el momento en que el Estado les delega el ejercicio de funciones públicas, resulta obvio que su acción puede y debe ser fiscalizada. Y eso no depende ni tiene nada que ver con el hecho de que reciban o no subvenciones.
Esa condición semipública de las federaciones deportivas es lo que permitió al CSD, en casos anteriores de gran resonancia, realizar auditorías, investigar su funcionamiento e incluso promover acciones penales. Cabe recordar que el antecesor de Rubi —otro apandador llamado Villar— pasó una temporada a la sombra tras una iniciativa fiscalizadora del Consejo, que poco después lo suspendió de su cargo. Por desgracia, no completaron la tarea asegurándose —como sí hicieron en otras federaciones ocupadas por apandadores— de sanear el entorno y poner al frente a alguien de fiar.
Dice también la ley que, entre las funciones del Consejo, están acordar con las federaciones sus objetivos y programas deportivos, así como “calificar las competiciones oficiales de carácter profesional y ámbito estatal” —artículo 9, apartados c) y e)—. Siendo la llamada Supercopa una de esas competiciones, cabe suponer que el Consejo podría exigir, por ejemplo, que se celebre en territorio español y sin que interfieran en ella los negocios particulares de sus participantes.
Añade la ley que las federaciones deportivas “pueden ejercer, complementariamente, actividades de carácter industrial, comercial, profesional o de servicios y destinar sus bienes y recursos a los mismos objetivos deportivos, pero en ningún caso podrán repartir beneficios entre sus miembros” (artículo 36, punto 2, apartado c). De donde se deduce que el astronómico sueldo de Rubi —ligado a los beneficios— es muy probablemente ilegal y que Geri, más astuto, sabía lo que hacía cuando amañó la cosa para que le pagaran la comisión los saudíes y no el propio Rubi.
Para conocimiento de la señora portavoz, ese mismo artículo añade que las federaciones “deberán someterse anualmente a auditorías financieras, y en su caso de gestión, así como a informes de revisión limitada, sobre la totalidad de los gastos. Estas actuaciones podrán ser encargadas y sufragadas por el Consejo Superior de Deportes”. Sí, ministra, el Gobierno puede y debe fiscalizar a las federaciones deportivas, reciban o no subvenciones públicas.
A la Federación le interesa objetivamente que el Madrid y el Barça estén en cabeza de las dos principales competiciones del fútbol español
Por último, la ley considera como una infracción muy grave lo siguiente: “Las actuaciones dirigidas a determinar, mediante precio, intimidación o simples acuerdos, el resultado de una prueba o competición” (artículo 76, punto 2, apartado c).
Por ejemplo: si juegan el Barça y el Madrid, tú y yo, Rubi y Geri, nos forramos. Si no juegan, seguimos siendo ricos, pero menos. ¿Qué tiene que pasar para que jueguen? Que queden primero o segundo en la Liga o se metan en la final de la Copa del Rey. Es decir: a la Federación le interesa objetivamente que el Madrid y el Barça estén en cabeza de las dos principales competiciones del fútbol español. Si es por las buenas, mejor. ¿Y si no?
Imaginen la escena: última jornada de la Liga. El Barça se juega el segundo puesto. En el último minuto, una jugada conflictiva de gol, de las de VAR. Desde el césped, Geri mira a Rubi, que está en el palco. ¿Saben qué pasa? Que, gracias a este periódico, si tal cosa sucediera toda España sabrá lo que antes solo sabían los dos colegas: que ambos se juegan una pasta en que el árbitro decida como se espera de él.
Por eso digo que, después de haberse descubierto el chanchullo, lo mejor que pueden hacer los clubes es acabar con esa competición adulterada; el Consejo Superior de Deportes, que depende de Iceta, cumplir con su obligación e investigar la montaña de pus que se acumula en esa Federación desde los tiempos de Pablo, Pablito, Pablete; el amigo Rubi, celebrar que no lo empitonen por cohecho y largarse a recordar que, increíblemente, alguna vez lo hicieron presidente de algo; el otro compadre, Geri, decidir si quiere terminar de hacerse multimillonario jugando al fútbol o manipulándolo, y los ciudadanos, esperar que algún día llegue la transición democrática al mundo del deporte.
Cualquier aficionado sabe que la llamada Supercopa de fútbol es un torneo prescindible, inventado con el único propósito de llenar de dinero —aún más— las arcas de la Real Federación Española de Fútbol y, ahora lo hemos sabido, también los bolsillos de su presidente y de algún jugador en activo pluriempleado, que simultanea su actividad como deportista de alto nivel con negocios de chalaneo en competiciones en las que él mismo participa. Su valor futbolístico es nulo y a nadie le importa gran cosa quién la gane o la pierda; precisamente por eso, los golfos apandadores que la administran se permiten subastar sus sedes, caciquear con los participantes y mangonear sus condiciones para mayor engrosamiento de su propio pecunio. Si lo hicieron Sarkozy y Platini para vender un Mundial a los jeques de Qatar, ¿por qué no podrían hacerlo Rubi y Geri con una pachanga como esta?
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